domingo, 28 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 22





Pedro


Me despierto empapado en sudor e instintivamente me llevo la mano a la frente, ¿tendré fiebre? No, no parece… La hostia. ¿Cuántas mantas tengo encima? El peso de las mantas sobre mi cuerpo es insoportable.


Me giro y veo que Paula está dormida a mi lado. Una sonrisa aparece en mi cara. Esto del calor debe ser cosa suya. 


¡Cómo no!


Sigiloso, me levanto y me acerco a bajar el termostato. 


Joder, ¡a veinticinco grados! No tiene remedio. Lo mejor de todo es que lo habrá hecho por mí y por el frío que cogí ayer.


Yo me encuentro de lujo. Es verdad que ayer pasé algo de miedo en la montaña, cuando pasaban las horas y no nos encontraban, pero para un montañero experimentado como yo tampoco fue para tanto.


Lo que más me jode es que se supone que ayer iba a ser nuestro primer día juntos y lo estropeé. Por no hablar del susto que le di.


Bueno, todavía podemos ponerle solución.


Miro el reloj y compruebo que son las siete de la mañana. 


¡Magnífico! Regreso a la cama y me meto dentro con la firme intención de despertar a mi chica de ciudad. Por lo visto anoche llegué tan agotado que lo único que hice fue ponerme el pijama y dormirme.


Me abrazo a ella y compruebo que lo que lleva puesto es una camisa de manga larga mía y unos gruesos calcetines.


Está preciosa. Le paso la pierna por encima de las suyas. 


¡Qué suaves!


Paula se da la vuelta, esconde la cabeza bajo las sábanas y gruñe.


—¿Qué hora es?


—Las siete.


—Es domingo. Odio madrugar en festivo. ¿Por qué me haces esto? —murmura cerrando los ojos y acurrucándose de nuevo.


—Lo siento. Siempre me levanto temprano. Y no he podido resistirme a tus suaves y torneadas piernas.


Entreabre los ojos y sonríe. Esto que he dicho le ha gustado.


De hecho, ha debido gustarle bastante porque, de pronto, mi camisa sale por los aires y los gruesos calcetines se pierden entre las mantas igual que el resto de su ropa interior. 


Paula, desnuda por completo, se tumba sobre mí y me besa lentamente.


¡Joder! Si hace esto levantándose de mal humor no me quiero imaginar lo que hará cuando la deje dormir hasta las once.


Me quita la camiseta del pijama al tiempo que yo me deshago del pantalón y me entretengo en acariciar sus pechos. Paula, todavía adormilada, deja escapar un gemido que me pone a mil.


Continúo acariciándole el pecho con una mano mientras dirijo la otra hacia esa parte de su cuerpo que sé que la va a hacer retorcerse de placer.


Paula gime de nuevo y se revuelve sobre mí. Nuestras lenguas se mueven al compás y sus labios saborean una y otra vez los míos.


—Si llego a saber que ibas a despertarme así no me habría quejado.


Satisfecho por su afirmación, continúo acariciándola, más rápido cada vez. Está muy húmeda pero quiero que lo esté todavía más cuando me hunda en ella.


Pedro


—No me jodas con lo de los preliminares, Paula. Es pronto, tenemos tiempo y voy a disfrutar de ti.


—Pero…


—Calla y disfruta. Deja que los hombres de campo hagamos el trabajo sucio.


Le doy la vuelta y la dejo tumbada boca abajo. Uf, ahora tengo dudas de ser yo el que aguante, la visión que tengo delante es demasiado maravillosa.


Me acerco a ella y la penetro despacio mientras sigo acariciándola con una mano. Joder, qué bueno.


La cojo por la espalda con la mano que tengo libre para sentirla más dentro mientras nuestros cuerpos se mueven buscando convertirse en uno. Noto cómo todos los músculos de Paula se tensan a mí alrededor y, yo, que tampoco puedo aguantarlo más me dejo ir también.


Ella se deja caer sobre la cama y cierra los ojos. Yo me tumbo a su lado y le paso un brazo por encima de la espalda.


—Ahora sí que necesito descansar un ratito más —suplica.


—Está bien, pero luego saldremos por ahí.


Le doy un beso en la sien y le acaricio el pelo. Dos segundos más tarde vuelve a dormirse con placidez.


A las once de la mañana, tras casi una hora encerrada en el baño, Paula por fin está lista y, por fin, nos ponemos en marcha.


—Joder, de verdad que es increíble lo que tardáis las mujeres en arreglaros.


—Si yo solo tuviera que afeitarme y ducharme también sería rápida. Prueba un día a depilarte las cejas, limpiarte la cara con leche limpiadora y tónico, cepillarte los dientes, ducharte y lavarte el pelo con champú y acondicionador, untarte el cuerpo de crema hidratante, ponerte crema en la cara, secarte el pelo y planchártelo, maquillarte… ¿Cuánto quieres que tarde? Yo creo que he sido hasta rápida.


Lo dice con un convencimiento que parece que se lo crea y todo. Bah, ¡mujeres!


—Pues yo te veía guapa con la cara lavada…


—Sí, y con el pelo revuelto. —Sonríe—. Pero prefiero ir así fuera de casa.


Salimos y comprobamos que la lluvia de estos días ha escampado y que el cielo luce azul. Hace frío, sí, eso es inevitable pero brilla el sol.


Paula cierra los ojos y deja que los rayos acaricien su rostro.


—Mmm.


—¿Echas de menos el sol?


—No voy a negarlo. En Valencia es raro el día que está nublado y en cambio aquí… ¡casi no recordaba lo que era ver un cielo despejado!


—¿Qué más echas de menos?


—El mar —responde sin titubear y yo me felicito a mí mismo por la excursión que he preparado para hoy. Voy a dar en el clavo.


Nos subimos en el coche y emprendemos la marcha. De reojo observo que Paula disfruta del paisaje y me digo que, en el fondo, esto no le disgusta tanto. ¿Quién podría no apreciar la belleza de un lugar como este?


Una hora y cuarto más tarde llegamos a San Juan de Luz.


—¡Bienvenida a Francia, mon amour!


—¿En serio? —me mira ilusionada.


—Oui, nous sommes à France.


—¿Hablas francés?


—Hay muchas cosas que todavía no sabes de mí. —No hay necesidad de que lo sepa todo aún. Quiero que me vaya conociendo poco a poco.


—Al final vas a tener razón con lo del huevo Kinder. Eres una auténtica caja de sorpresas.


Sonrío satisfecho al ver que le gusta.


—Bueno, venga, vamos, que hoy vamos a pasar el día en la costa.


Aparcamos el coche y nos dirigimos al centro de la localidad mientras ejerzo de guía.


—Estamos en el País Vasco francés. San Juan de Luz es una localidad de veraneo, menos ajetreada que Biarritz, de ambiente más relajado. Supongo que por eso me gusta más.


—¿Tú vienes mucho por aquí?


—Ya te comenté que me gustan los deportes con cierto riesgo y, además de la escalada, practico el surf. Como comprenderás, en Navarra eso me resulta imposible así que cojo la carretera de la costa desde Zarautz y me sumerjo en la «ruta surfer». Imprescindibles Capbreton y Hossegor.


—Joder con el chico rural… Me parece a mí que me tienes engañada. Pero —me parece que pone cara de susto—, ¿vas a llevarme hacer surf?


—Pues… —¡Como no se me había ocurrido, es una idea genial! —, primero vamos a pasear un rato por el casco antiguo. Te gustará. Después almorzaremos y ya veremos lo que pasa esta tarde.


Recorremos la rue Gambetta, la arteria principal, una calle llena de tiendas y, aunque es festivo, es un lugar tan turístico que todo está abierto. Aquí Paula disfruta como loca comprando productos locales, chocolate, ropa y zapatos. 


¡Hasta servilletas y manteles de algodón y lino de la llamada Linge Basque!


—Son preciosas estas coloridas telas a rayas —exclama.


—¡Por Dios! Deja de comprar ya. No he visto a nadie sacar la Visa tan rápido de la cartera.


—Ya he terminado —afirma.


—¡Toma, claro! Si no te ha quedado un producto por cargar.


—No te enfurruñes tanto —dice mimosa—. ¿Vamos a comer?


Nos acercamos hasta la plaza Luis XIV, que se encuentra justo a nuestra izquierda. Es un lugar repleto de restaurantes y cafeterías de estilo francés. En verano está lleno de pintores y artesanos que estoy seguro de que le hubieran encantado pero es lo que tiene el invierno, todo está mucho, mucho más tranquilo. Paseamos un rato más y, al final, nos dirigimos a una callecita de las que dan al paseo marítimo y en la que sé que está el lugar indicado para tomar unos buenos crêpes.


Piper Beltz. Nos sentamos en el interior del local y nos comemos uno salado riquísimo de jamón y queso cada uno que acompañamos con los dulces que ha comprado Paula.


—¿Macarons? Joder, habiendo pastel vasco y, con lo bueno que lo hacen aquí, ¿compras macarons?


—Están buenísimos. No te quejes sin haberlos probado. Además, los he comprado en Maison Adam.


—¿Y?


—Esta pastelería es famosa porque la receta que utilizan para elaborarlos es secreta, pasada de padres a hijos desde el siglo XII.


—Eh, se supone que el guía soy yo, ¿cómo sabes eso?


—Ha habido un rato que te has quedado en la calle porque ya no soportabas tanta compra. He aprovechado para charlar con las dependientas.


—Menuda maruja estás hecha.


Cuando terminamos de comer nos acercamos con tranquilidad hacia el paseo y la playa. Lo de hacer surf es una idea genial. Y si Paula no sabe, me encantaría darle una clase particular… Sujetarla por la cintura para enseñarle las posturas básicas… Así que, después de recorrer la familiar playa en forma de media luna y protegida por tres enormes diques para que no entren las olas subimos al coche y nos dirigimos a la playa de Cenitz, ideal para principiantes.


—¿Vamos de regreso?


Niego con la cabeza antes de responder:
—No, señorita. Nos vamos a hacer surf.


Ella entorna los ojos y me mira raro, pero no replica. Espero no estar cagándola.


Llegamos a la playa y nos dirigimos a una de las múltiples escuelas de surf. Como no he traído material tendremos que alquilar las tablas, por no hablar de unos trajes de neopreno. 


No creo que mi chica sea resistente al agua helada sin él.


Una vez listos nos plantamos en la playa. Hoy voy a darle una clase magistral a Paula. Coloco las tablas que he alquilado en el suelo y nos colocamos a un lado.


—Te he alquilado un longboard. Son más estables y te será más sencillo coger las primeras olas. Cuando entremos en el mar, un error muy frecuente es colocarse demasiado hacia delante o hacia atrás mientras remamos. Nuestro pecho debe quedar aproximadamente a tres cuartas partes de la tabla. El ombligo lo haremos coincidir con el centro de la tabla para sentarnos encima a esperar la serie, así se evitan desequilibrios —me giro hacia Paula que mira el mar con ensoñación—. ¿Me estás escuchando?


Entonces, cuando voy a empezar a explicarle cómo levantarnos encima de la tabla me guiña un ojo, coge la tabla y sale corriendo hacia el mar.


—¡Espera, Paula, todavía no te he explicado…! ¡No vayas sola! ¡El mar es peligroso!


Cojo mi tabla y salgo corriendo tras ella porque, por extraño que parezca, no veas qué rapidez. Cuando me doy cuenta, está mar adentro remando con fuerza y, hay algo que me resulta muy extraño, porque la veo tranquila. Demasiado tranquila.


Es entonces, cuando la veo coger una ola igual o mejor que yo, cuando me doy cuenta de ya sabe surfear.


¡La tía me ha estado tomando el pelo!


Por momentos me siento estúpido pero luego me digo: ¡qué demonios! Resulta que Paula está hecha una surfera. 


Quién lo hubiera dicho. Me tumbo en la tabla y empiezo a remar hacia ella.


Si enseñarle a hacer surf me parecía un gran plan, surfear con ella todavía es mejor. Es un regalo caído del cielo.


Una horas más tarde salimos del agua, agotados, con los músculos entumecidos por el frío y la humedad pero sonrientes de oreja a oreja.


Me acerco a ella y le doy un abrazo.


—Está visto que no soy el único que es una caja de sorpresas.


—Ya sabes lo que decía Forrest Gump sobre las cajas de bombones… ¡nunca sabes cuál te vas a tocar!


—Sí, sí, sí. No hay duda de que eres un bombón —murmuro antes de besarla en los labios.


Cuando regresamos al caserío, cada uno nos vamos a nuestra casa, necesitamos asimilar todo lo bueno que nos está pasando y mañana comienza una nueva semana.


Me meto en la cama sintiéndome como un crío enamorado. 


Tengo en la cara una sonrisilla estúpida que no puedo borrar.


Tampoco hay por qué hacerlo, me siento feliz.




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