miércoles, 3 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 9





Pedro permanecía junto a la puerta corredera del cuarto de estar, con las manos en los bolsillos, contemplando el paisaje. El sol había desaparecido tras un barranco al oeste de la casa. Una bruma azulada cubría el campo de golf que se extendía más abajo.


Él no sabía jugar al golf, lo cual, suponía, tenía escasa importancia. De todos modos, aunque supiera jugar, no tenía tiempo para practicarlo.


Oyó un ruido y, al volverse, vio a Marcelo tras la barra de la cocina, haciendo café.


—Buena idea —dijo Pedro acercándose a uno de los taburetes que había junto a la barra.


—Pensé que te vendría bien un café antes de que te cuente lo que pasa por aquí — contestó Marcelo.


— Siento haberte dejado solo con la señora Crossland. Tenía muchas cosas en la cabeza y, para colmo, esta mañana Paula me dijo así…sin previo aviso, que iba a tomarse una excedencia. Todavía estaba intentando. Asumir la noticia cuando me llamaste. Espero que, mientras estemos aquí, se nos ocurra alguna alternativa menos drástica.


Narcelo mantuvo la vista fija en el café que estaba depositando en el filtro de la cafetera antes de volverse hacia Pedro. Cruzó los recios brazos sobre el pecho igualmente recio y se apoyó sobre la encimera.


—Sé que para ti sería una gran pérdida que Paula decidiera marcharse. Espero que se te ocurra alguna idea para evitarlo.


—Yo también lo espero. Bueno, háblame de la señora Crossland —dijo Pedro, concentrándose en los problemas inmediatos.


— ¿La has visto alguna vez?


Pedro se frotó la barbilla, pensativo, antes de contestar.


—No, creo que no. Solo me he reunido con su marido.


—En ese caso, te resultará difícil entender lo que pasa —dijo Marcelo sacudiendo la cabeza.


—Pues explícamelo.


—La señora Crossland es la segunda mujer de Thomas Crossland, o eso creo al menos. Tengo la impresión de que su marido es considerablemente mayor que ella.


—Thomas debe de tener más o menos tu edad —dijo Pedro—. ¿Cuántos años tiene ella?


—Es difícil saberlo. Viste como una animadora de rodeo, con camisetitas que apenas cubren sus impresionantes pechos, pantalones cortísimos que parecen pintados a mano y sandalias de tacón alto completamente inadecuadas para andar por una obra. 


—Empiezo a hacerme una idea —masculló Pedro, barruntando un dolor de cabeza en más de un sentido.


—Tiene el pelo largo y rubio, probablemente teñido, y lo lleva peinado de tal forma que parece que acaba de levantarse de la cama —Marcelo sacó un par de tazas de un armario, sirvió el café recién hecho y le ofreció una de las tazas a Pedro.


—Vaya, Marcelo, parece que solo te falta tomarle las medidas. ¿Tu mujer sabe algo de esto?


—Pues claro que lo sabe. Llamo a Jeniffer todas las noches para quejarme y preguntarle qué le pasa a esta mujer por la cabeza. Nunca había conocido a una como ella.


Pedro sonrió.


—Entonces tienes suerte. Yo me las encuentro a patadas en todas las fiestas a las que voy desde que despegó el negocio — bebió un sorbo del fragante café—. Por curiosidad, ¿qué te dice Jeniffer?


Marcelo se echó a reír.


— Que, por lo que le cuento, es una especie de mujer trofeo. Se ha buscado un marido que le consiente todos los caprichos. Te juro que se comporta como una niña mimada. Inspecciona cada cosa que hacemos y nunca se da por satisfecha —tomó un largo trago de café antes de dejar la taza sobre la encimera—. Te aseguro que ya no la aguanto. Si no consigues que se mantenga alejada de la obra, seguiré el ejemplo del carpintero y me buscaré otro empleó.


— ¿Tan mal están las cosas? —preguntó Pedro suavemente.


—Peor —afirmó Marcelo—. La semana pasada, Jeniffer tuvo que convencerme para que no hiciera el equipaje y me largara de aquí.


—Dile a Jeniffer que se merece una bonificación.


— ¿Que ella se merece una bonificación? ¿Por qué?


—Por mantener la cabeza fría cuando tú la pierdes, para empezar.


Marcelo tomó su taza y rodeó la barra para sentarse en un taburete. Apoyó los brazos sobre la encimera y sujetó la taza ante su boca con ambas manos.


—La llamaré ahora mismo, ¿de acuerdo? —Dijo Pedro—. ¿Tienes su número?


Marcelo buscó en su bolsillo sin decir nada y sacó una tarjeta de visita. Pertenecía a Thomas Crossland y en ella estaban impresos sus números de teléfono de Dallas. Pedro le dio la vuelta y vio un número escrito a mano por una mano de mujer. Sin moverse del sitio, tomó el teléfono que colgaba de la pared y marcó el número.


Contestaron a la segunda llamada. Una voz baja y ronroneante contestó:
—¿Hola?


— ¿Señora Crossland?


—Sí.


— Soy Pedro Alfonso, señora Crossland.
Tengo entendido que...


No pudo continuar, porque al instante ella dijo:
—Gracias a Dios que ha llamado. Estaba volviéndome loca, intentando que alguien con un poco de inteligencia me escuchara. Esos hombres están echando a perder mi casa... La están echando a perder por completo. Los obreros se niegan a escuchar lo que digo. No tuve más remedio que pedir que me pusieran en contacto con usted.


Pedro miró su reloj.


— ¿Ha cenado ya, señora Crossland?


Un silencio sorprendido vibró a través de la línea.


— Bueno, la verdad es que no, pero no sé que tiene que ver eso con este lío.


Pedro fijó los ojos en Marcelo mientras decía:
— He pensado que podríamos hablar del asunto mientras cenamos, si le parece bien — aguardó.


— ¿Qué? ¿Quiere decir que está aquí, en Carolina del Norte? Creía que me llamaba desde Dallas.


—No. Estoy aquí.


—Bueno —hizo una pausa, como si buscara las palabras —. Estupendo. Pero Tommy no está conmigo. Está en Europa, haciendo Dios sabe qué... Sin duda ganando más dinero del que podrá gastar en toda su vida. No dejo de decirle que no
hace falta que trabaje tanto. Está en la flor de la vida. Debería relajarse y disfrutar de los frutos de su trabajo, ¿no le parece?


«O puede», pensó Pedro, «que finalmente haya decidido poner un océano de por medio entre él y su hermosa mujercita». Miró su reloj.


—Si me da las señas de su hotel, pasaré a recogerla dentro de una hora.


Ella dejó escapar una risita nerviosa.


—Bueno, si insiste. Pero no estoy en un hotel. No había ninguno cerca de la obra, así que he alquilado una casa —le dio las señas, que él anotó con diligencia, confiando en que Marcelo supiera indicarle el camino.


—Hasta dentro de un rato —dijo, mientras ella seguía hablando de los problemas que tenía que afrontar. Pero, antes de que pudiera añadir algo más, colgó —. Uf, lo que habla esa mujer —dijo, dándole las señas a Marcelo—. ¿Sabes dónde está ese sitio?


Marcelo las leyó y asintió.


— Está a unos quince kilómetros, por esta misma carretera. No creo que te cueste encontrarlo.


Pedro se acabó el café.


—Preferiría quedarme aquí esta noche, contigo y con... —bajó la voz— Paula — miró a su alrededor—. ¿Dónde se ha metido, por cierto?


—Hace un rato oí una de las duchas de abajo. Seguramente se habrá ido a la cama.


— ¿Ya? Pero si no son ni las ocho.


—Por lo que me ha dicho, ha pasado un día agotador. Debe de estar muy cansada.


Pedro se quedó pensando un momento.


— Sí. Te contaré lo que le ha pasado cuando vuelva de la cena —se levantó—. Ah, ¿te importa que me lleve tu Jeep?


Marcelo le lanzó las llaves.


—Está a tu disposición, jefe. Tómate el tiempo que necesites.


Pedro bajó las escaleras pensando en el tono que había utilizado Marcelo. Estaba claro que la señora Crossland y él habían chocado desde el principio. Pedro nunca había visto a Marcelo tan enfadado. No le apetecía reunirse con ella esa noche, pero quería arreglar el asunto lo antes posible. Marcelo era un empleado demasiado bueno para perderlo así como así.





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