miércoles, 3 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 7





Paula mantuvo los ojos cerrados con fuerza y siguió apretando la mano de Pedro durante el aterrizaje. Ya no le importaba mostrar su miedo. Se había delatado durante aquel vuelo, y no había marcha atrás.


En cuanto el avión se detuvo en el hangar, Pedro dijo:
—Ya puedes abrir los ojos —cuando los abrió, él la estaba observando con una sonrisa burlona—. No pasa nada, Paula. Estamos sanos y salvos y necesito que me devuelvas la mano para quitarme el cinturón de seguridad.


Paula se sintió avergonzada. Apartó la mano y se desabrochó torpemente el cinturón. Él se levantó y le tendió la mano.


— ¿Lista? —preguntó con lo que a Paula le pareció un regocijo fuera de lugar.


— Todo esto te parece muy divertido,¿no? —preguntó sin aceptar su mano y levantándose al tiempo que deslizaba la correa del bolso sobre el hombro.


—Has de reconocer que muy pocas veces te veo sin esa fachada de eficacia y formalidad que llevas puesta como una coraza. Al menos, deja que disfrute del espectáculo unos minutos.


Ella recogió su maletín, pasó al lado de Pedro y se dirigió a la puerta que el piloto ya había abierto.


—Déjame en paz —masculló, enfadada, y le lanzó al piloto una sonrisa para que viera que no estaba molesta con él.


Cuando iba bajando la escalerilla, vio a Marcelo apoyado contra un Jeep último modelo. Lo saludó con la mano, sintiendo una sensación de alivio que sabía desproporcionada para la ocasión, pero no iba a ponerse a analizar aquello en ese momento.


Había tenido un mal día. La ridicula insistencia de Pedro en protegerla solo había acrecentado su nerviosismo. Pero al menos tendría a Marcelo para apoyarla, si durante el viaje necesitaba distanciarse de Pedro.


Marcelo tenía unos cincuenta y cinco años y una cabeza bastante dura y cubierta de canas. Era arisco, tenaz y sumamente eficiente. Y era todo corazón. Paula nunca olvidaría su cara resplandeciente cuando, el año anterior, llevó a la oficina las fotos de su primera nieta, una niña recién nacida.


Cuando sus pies tocaron el sólido suelo de asfalto, Paula lanzó un profundo suspiro de alivio y se acercó a Marcelo sin mirar si Pedro iba tras ella. Cuando llegó junto al Jeep, el capataz se incorporó y le dio un rápido abrazo.


—Me alegro de verte, Marcelo—dijo ella.


Él echó la cabeza hacia atrás y la miró fijamente.


—Estás un poco mustia, cariño. ¿Qué te ha hecho el jefe esta vez? —preguntó, preocupado.


Pedro dijo desde algún lugar a espaldas de Rachel:
—La he obligado a subirse en un avión, según parece. No sé cómo se las ha apañado todos estos años para ocultarme que le da miedo volar —los dos hombres se dieron la mano.


Al subir al Jeep, Marcelo dijo:
—He de admitir que me sorprendió saber que Paula iba a venir. Pensé que a lo mejor te daba miedo enfrentarte solo a la señora Crossland.


Paula agradeció ir sentada justo detrás de Pedro. Así podía sonreír sin miedo a que su jefe la viera. Miró al frente y vio los ojos de Marcelo en el espejo retrovisor. Este le hizo un guiño antes de devolver su atención a la carretera.


—Paula necesitaba salir de la ciudad unos días —dijo Pedro despreocupadamente—. Estábamos hablando de ello cuando llamaste. Pensé que así mataríamos dos pájaros de un tiro.


Marcelo la miró nuevamente por el retrovisor.


— ¿Y por qué tenías que irte de la ciudad? ¿Es que ha pasado algo desde que me fui?


Ella sacudió ligeramente la cabeza y dijo:
— Ah, no, nada. Solo quería tomarme unas vacaciones —le lanzó una sonrisa tranquilizadora y parpadeó, asombrada, al ver que Marcelo se echaba a reír a carcajadas, como si recordara una broma privada.


—Bueno, eso ciertamente explica el pánico de Pedro —dijo Marcelo al cabo de un momento —. Paula, ¿acaso no sabes que la empresa se colapsaría si no te tuviéramos a ti para mediar con el jefe?


Pedro giró la cabeza hacia Marcelo, ofreciéndole a Paula una vista de su perfil. Su recia mandíbula pareció aún más pronunciada cuando dijo:
—Pues tú no pareces tener problemas para tratar conmigo sin la ayuda de Paula.


Marcelo siguió mirando la carretera que llevaba a la autopista.


—Bueno, sí, pero en mi caso es porque, si me despidieras, siempre podría jubilarme.


Pedro soltó un bufido.


—Eso no te lo crees ni tú. Ya te estoy viendo metido en tu casa, jugando con tu nietecita todo el santo día. Al cabo de una semana, te subirías por las paredes de aburrimiento.


Marcelo se echó a reír nuevamente.


—Puede que tengas razón. Pero no lo sabré hasta que lo pruebe —luego, en un tono más serio, preguntó—. ¿Quieres que te ponga al corriente de las quejas de la señora Crossland?


Pedro sacudió la cabeza.


—No, espera hasta que nos hayamos instalado. ¿Hay sitio para nosotros en el chalet que alquilaste?


Marcelo asintió.


—Claro. Hay tres habitaciones y tres baños. La casa está en la falda de una colina bastante alta que da sobre un campo de golf. En el piso de arriba está el dormitorio principal; en el del medio, el salón—comedor y la cocina; y en el de abajo hay otros dos dormitorios. Las vistas son fantásticas. No me llevará mucho tiempo sacar mis cosas de la habitación principal.


—Tonterías. No quiero que te muevas de tu habitación. Nosotros no nos quedaremos mucho tiempo, así que no hace falta que te molestes. Estoy seguro de que las otras habitaciones nos servirán.


Marcelo lanzó otra mirada por el espejo retrovisor, alzando las cejas ligeramente. Paula sonrió y asintió con la cabeza. Así que Marcelo lo decía por ella, pensó, divertida. Francamente, a ella no le importaba qué habitación le dieran para dormir. A pesar de que aún era temprano, estaba deseando dar por terminado el día y buscar el dulce olvido del sueño.


—Según parece, has encontrado una casa estupenda —dijo Pedro mirando el paisaje rural que atravesaban.


—Es lo mejor de este proyecto, al menos de momento. 
¿Sabes que la casa da sobre el lago Lure? Me han dicho que en esa zona se han rodado varias películas.


Paula se inclinó hacia delante.


— ¿De veras? ¿Cuáles?


—Solo recuerdo un par: Dirty Dancing y El último mohicano. Creo que a los lugareños les gusta decírselo a los turistas, que en verano vienen en manada —al cabo de un momento, Marcelo añadió —. Lástima que no me guste el golf. Esta semana podría haber bajado al campo a desfogarme dándole al palo. Habría sido fantástico imaginarme que golpeaba la cara de la señora Crossland en cada bola.


Pedro se recostó en su asiento, riendo. —Vaya, Marcelo, empiezo a pensar que no te gusta la esposa de nuestro cliente.


—Es una entrometida insoportable. La verdad es que estaríamos muy bien sin ella. Además, es difícil encontrar buenos obreros en estas montañas, así que lo último que necesito es que la señora Crossland los espante con sus comentarios puntillosos y sus críticas de snob sobre cómo deben hacer su trabajo.


— ¿Es que has tenido problemas con los obreros? —preguntó Pedro, incorporándose.


—El mejor carpintero que tenía, un tipo realmente bueno, se despidió esta mañana, justo antes de que te llamara, diciendo que no pensaba trabajar ni un minuto más si esa mujer insistía en presentarse en la obra todos los días. Y otros decían lo mismo entre dientes. Por eso te llamé.


—Está bien. Me ocuparé de ello. ¿Sabe ella que estoy aquí?


—No. Procuro no hablar mucho con ella. Así me cuesta menos refrenarme. Esa mujer no tiene ni idea de la paciencia que he demostrado desde que apareció por aquí.


Los hombres guardaron silencio en cuanto Marcelo salió de la autopista interestatal y tomó una sinuosa carretera de doble sentido que a Paula le hizo pensar en otros tiempos: tiempos en los que la gente se relajaba después de un día de trabajo, ajena por completo al término «stress». Quizá Pedro no se hubiera equivocado al insistir en que lo acompañara. Quizá decidiera pasar una temporada en Carolina del Norte cuando él regresara a Texas.


Paula se recostó en su asiento y cerró los ojos, sintiéndose relajada por primera vez desde hacía varias horas. La voz de Marcelo la despertó algún tiempo después, cuando le oyó decir:
— ¿Pero qué demonios que le has hecho a Paula, Pedro? ¿Es que quieres matarla de tanto trabajar?


Ella se incorporó y miró a su alrededor. Ya no se movían. El Jeep estaba parado en un aparcamiento enorme, rodeado de chalets. La vista era espectacular. Las colinas distantes y el retazo de lago que se divisaba a lo lejos parecían el decorado de una película.


Pedro le tendió la mano para ayudarla a bajar del coche.


—Madre mía —exclamó Paula, admirada—. ¿Por qué nunca había oído hablar de este sitio?


Marcelo sonrió.


—Es el secreto mejor guardado del Estado. Todos los que descubren este sitio temen que otros también lo descubran y se muden aquí también.


Pedro se desperezó y preguntó:
— ¿Cuál es tu chalet?


Marcelo señaló con la cabeza el edificio que tenían enfrente.


—Ese de ahí —hizo una pausa y miró dentro del Jeep—. ¿Habéis olvidado las maletas en el avión? —preguntó, dándose cuenta de que solo llevaban sendos maletines.


—No —dijo Pedro, dirigiéndose hacia el chalet—. Pensé que podríamos comprar lo que necesitáramos aquí.


Marcelo se volvió hacia Paula.


— ¿Está de broma?


—Por desgracia, no.


— Ojalá me lo hubiera dicho antes de salir de Asheville. El centro comercial más cercano está a unos treinta kilómetros de aquí.


Ella suspiró.


—No sé si podré llegar esta noche. Estoy realmente agotada.


—Espero no herir tus sentimientos, pero tienes muy mala cara —vio que Pedro echaba a andar por el camino que llevaba a la puerta de la casa—. Será mejor que le abra antes de que empiece a pedirme la llave a gritos. Vamos, tal vez pueda dejarte algo de ropa hasta que vayamos de compras mañana.


Si no hubiera estado tan cansada, Paula se habría echado a reír al oír que Marcelo, que medía más de metro ochenta y pesaba unos cien kilos, pretendía dejarle su ropa.


— No te preocupes —dijo finalmente, acercándose con él a la puerta—. Con una camiseta me valdrá por esta noche.


Marcelo y ella se unieron a Pedro delante de la puerta. Marcelo abrió y entraron los tres. Lo primera que vio Paula fueron dos tramos de escaleras: uno llevaba hacia abajo; el otro, hacia arriba.


Marcelo los guió por las escaleras de subida, que desembocaban en dos habitaciones divididas por una enorme chimenea de piedra. Eran el salón—comedor y la cocina. Ambas tenían al fondo grandes puertas correderas que daban a una terraza con barandilla.


—No está mal, Marcelo —dijo Pedro, dejando escapar un silbido —. Admiro tu buen gusto.


—Solo elegí este sitio porque está a diez minutos de la obra.


Paula miró a su alrededor con interés.







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