miércoles, 3 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 8




La casa estaba completamente amueblada, incluyendo utensilios de cocina. La alfombra de color rojo oscuro tenía un aspecto señorial. Había televisión y vídeo. Todas las comodidades de un hogar, pensó. Marcelo se dio la vuelta y señaló hacia arriba.


—Yo duermo arriba. La vista es fantástica, como podéis imaginaros.


Pedro y Paula regresaron dócilmente a la escalera que llevaba al segundo piso. El dormitorio del piso superior era del tamaño de las otras dos habitaciones juntas, salvo porque tenía un pequeño descansillo en lo alto de la escalera.


—Hay también una terraza más pequeña ahí fuera —dijo Marcelo.


Paula bajó al piso inferior. A cada lado del pasillo había una puerta cerrada. Abrió una y miró dentro. Vio un dormitorio con las mismas vistas sobre las colinas y el lago. Se dio la vuelta y abrió la otra puerta, tras la cual había un dormitorio idéntico.


No sabía qué habitación preferiría Pedro, pero decidió no preocuparse por ello. Entró en la de la izquierda, cerró la puerta y se apoyó en ella, aliviada. Sacudió la cabeza y se apartó de la puerta. Con el bolso todavía colgado del hombro, entró en el espacioso cuarto de baño, que tenía una ducha separada de la bañera, de tipo jacuzzi.


Puso el bolso sobre la encimera y lo vació. Recogió la bolsa de aseo en la que llevaba el cepillo de dientes y la pasta que había comprado en el aeropuerto. Por suerte, siempre llevaba en el bolso crema hidratante, un pequeño cepillo, un peine y unos cuantos artículos de maquillaje. Con aquello le bastaría para las horas siguientes.


Tenía el traje muy arrugado, pensó mirándose de mala gana en el espejo. No habría tardado más que unos minutos en recoger unas cuantas cosas de su casa, si Pedro no hubiera tenido tanta prisa.


Pero, claro, él no tenía problema. En el avión le había dicho que siempre llevaba una muda en la cartera. A veces, Pedro podía resultar exasperante. ¿Por qué demonios la había arrastrado a Carolina del Norte? Ella no tenía que visitar la obra, ni reunirse con los clientes.


Bueno, en fin, nada de eso importaba ya. Allí estaba. Tendría que sacar el mayor partido posible a la situación.


Se desvistió y dobló cuidadosamente su ropa antes de abrir el grifo de la ducha. Tras ajustar la temperatura, se quitó las horquillas y se metió bajo el chorro.


No recordaba haber disfrutado tanto en mucho tiempo, pensó dejando que el agua corriera por su cuerpo. La inmobiliaria que alquilaba la casa se había ocupado de abastecer el baño con jabón y pequeños botes de champú y acondicionador.


Paula desenvolvió el jabón y se frotó minuciosamente el cuerpo. Después, se enjabonó el pelo con champú. Cuando sintió que empezaban a hormiguearle las piernas, cerró el grifo y salió de la ducha, apoyando los pies en la alfombrilla.


Una mullida toalla colgaba de una percha cercana. Se secó rápidamente el pelo con la toalla y luego procedió a secarse el cuerpo. Solo entonces vio que, suspendido de un gancho tras la puerta, había un albornoz. Se preguntó si Marcelo lo habría dejado allí, pero al acercarse vio el logotipo de la urbanización bordado en el bolsillo de la pechera. Sin vacilar, lo descolgó y se envolvió en la tela suave y gruesa, deslizando los brazos dentro de las mangas.


Regresó al dormitorio, echó las cortinas y se metió en la cama. Cerró los ojos, suspirando, y se quedó dormida.




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