martes, 9 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 29





LOS DÍAS siguientes pasaron en un suspiro. Paula siguió trabajando y asistiendo a reuniones y, al mismo tiempo, intentó organizar los siempre complicados preparativos de una boda.


Pedro estuvo casi cuatro días sin aparecer por la oficina. No se ausentó de la ciudad, pero pasó casi toda la semana inspeccionando obras, reuniéndose con clientes y gestionando nuevos proyectos. El viernes, sin embargo, se quedó en la oficina. Esa mañana, le dijo a Paula que pensaba pasarse todo el fin de semana en la cama. Ella lo miró de arriba abajo y preguntó:
— ¿Crees que podrás aguantarlo? Y el insistió en hacerle una demostración de su capacidad de aguante antes de irse a trabajar. Paula nunca había sido tan feliz. Se sentía profundamente aliviada, porque su matrimonio parecía haber liberado a Pedro del pasado. Pero, por desgracia, no tenía ninguna amiga íntima con la que pudiera compartir su alegría. De vez en cuando jugaba con la idea de contarle a su hermana sus planes de boda, pero al final siempre decidía esperar hasta que hubieran fijado la fecha de la ceremonia.


Paula miró su reloj. Pedro tenía varias reuniones previstas en la oficina. A las nueve, al irse a la sala de reuniones, le había dicho que esperaba terminar a la hora del almuerzo.


Ya llegaba tarde, pero a Paula no le extrañó. Pedro odiaba las reuniones largas, pero a veces no podía evitarlas.


Media hora después, cuando sonó el teléfono, Paula contestó con una sonrisa, pensando que sería Pedro.


—Paula Chaves—dijo.


—El interfono no funciona —dijo Julia—. Por eso te llamo.


—No importa. ¿Qué ocurre?


—Tengo un mensaje de Pedro.


—¿Ah, sí?


—Llamó hace un momento. Me dijo lo del interfono y me pidió que avisara para que venga a repararlo y que te dijera que le había surgido un imprevisto y que no podía comer contigo.


Desilusionada, Paula dijo:
—Gracias por decírmelo.


— ¿Quieres que te traiga algo del de lie cites sen?


— Sí, estupendo. Lo de siempre, gracias.


Paula colgó y miró fijamente el teléfono. La reunión debía de haber puesto a Pedro de un humor de perros si ni siquiera se había molestado en llamarla. Confiaba en que estuviera de mejor ánimo cuando se fueran a casa, esa tarde.


Después del almuerzo, Paula perdió la noción del tiempo hasta que Julia llamó a la puerta y dijo:
—Me voy ya. ¿Te importa cerrar cuando te marches?


Paula miró el reloj y le sorprendió descubrir que eran casi las seis.


—Claro —se desperezó, dándose cuenta de pronto de que llevaba mucho tiempo absorta en el trabajo —. ¿A qué hora volvió Pedro?


Julia sacudió la cabeza y dijo:
—No ha vuelto aún.


Paula intentó disimular su preocupación.


— Ah, bueno, no importa. Le enseñaré estas cifras el lunes.


Julia le hizo un ligero saludo con la mano y cerró la puerta. 


En cuanto oyó que la puerta exterior se cerraba, Paula se levantó de un salto y abrió la puerta que separaba su despacho del de Pedro. La luz estaba apagada. Qué raro. 


Pedro siempre la informaba de sus idas y venidas. Paula intentó buscar una razón que explicara su conducta, pero no se le ocurrió ninguna. Pedro llevaba consigo el móvil. ¿Por qué no la habría llamado?


Paula descolgó el teléfono de la mesa de Pedro y marcó el número de su móvil. Al cabo de unos instantes, su voz grabada le pidió que dejara su número de teléfono o su mensaje. Paula colgó sin decir nada. Era la primera vez que Pedro desconectaba el teléfono, al menos que ella supiera. Empezó a preocuparse.


Regresó a su despacho y colocó sus carpetas en el mueble archivador. Recogió su bolso y salió de la habitación, apagando la luz al salir. Cerró la puerta con llave y siguió por el pasillo. Todo el mundo se marchaba a las cinco, así que no le extrañó encontrarse sola. Entró en el ascensor y pulsó mecánicamente el botón del piso del aparcamiento. Solo al salir y ver la plaza de Pedro vacía, comprendió que la había dejado plantada, sin medio de irse a casa y sin siquiera la molestia de avisarla. No sabía si estaba más preocupada por que le hubiera ocurrido algo o más enfadada porque la hubiera plantado. Pero, en ¡cualquier caso, sería mejor que tuviera una buena razón para haberse marchado.


Regresó al ascensor y subió al vestíbulo del edificio. El guardia de seguridad ya estaba en su puesto.


—Buenas tardes, señorita Chaves —dijo con una sonrisa.


—Hola, Sam —miró hacia fuera, por si acaso Pedro la estaba esperando en la acera, pero no vio ni rastro de él—. ¿Podría llamar a un taxi, por favor?


— Claro —Sam alzó el teléfono y, al cabo de unos minutos, dijo—. Viene de camino.


Cuanto más esperaba Paula, más nerviosa se ponía. Quizá la luna de miel se hubiera acabado, al menos por lo que a Pedro respectaba. El hecho era que, por alguna razón que Paula no llegaba a entender, el señor Alfonso parecía haberse olvidado de su esposa. Aquello era tan impropio de él que Paula no dejaba de preguntarse qué habría motivado su comportamiento.


El taxi se detuvo ante la puerta. Paula salió del edificio y subió al vehículo. Le dio al taxista la dirección de Pedro, se recostó en el asiento y procuró no impacientarse por los atascos.


Quizá las líneas telefónicas estuvieran colapsadas. Tal vez Pedro había intentado llamarla, pero no había conseguido comunicar con ella. Cuando llegara a casa, seguramente encontraría un mensaje esperándola. Procuró aferrarse a aquella idea para tranquilizarse.


Al fin entraron en la apacible calle de Pedro.


— Es la cuarta casa a la izquierda — dijo—. Puede dejarme frente a la puerta.


Después de pagar al taxista, Paula se acercó al panel de seguridad de la puerta y marcó un número. En cuanto la puerta se abrió, caminó apresuradamente hacia la casa. La vegetación ocultaba el edificio por el lado de la carretera, circunstancia que ella había apreciado sin reparar en lo largo que era el sinuoso camino que llevaba a la entrada. Cuando dobló la última curva, vio el coche de Pedro aparcado ante la puerta.


Algo iba mal. ¿Por qué había regresado Pedro a casa en lugar de volver a la oficina? Alarmada, hizo el resto del camino corriendo y llegó sin aliento a la puerta principal. 


Naturalmente, estaba cerrada con llave. Buscó las llaves en el bolso y, temblorosa, metió una en la cerradura. En cuanto consiguió abrir, entró precipitadamente en el vestíbulo y cerró tras ella.


— ¿Pedro? —llamó.


No obtuvo respuesta.


Quizá estuviera en el jardín de atrás... o durmiendo. O quizá dándose un baño. Paula no sabía dónde mirar primero. 


Obligándose a respirar hondo para calmarse, se dirigió al dormitorio. De camino miró por casualidad hacia la habitación que había junto al vestíbulo, habitación que Pedro había convertido en su despacho. Se detuvo, sintiendo un escalofrío. Desde allí podía ver la coronilla de Pedro por encima del respaldo de su sillón. Estaba mirando hacia el jardín.


— ¿Pedro? —Preguntó suavemente — , ¿Estás bien?


Él no respondió. Tal vez estuviera dormido. Paula se acercó sigilosamente y rodeó la mesa para verle la cara. Vio su perfil antes de que él girara lentamente la cabeza y la mirara. 


Paula dio un respingo al notar su mirada de desprecio, desprecio dirigido contra ella. Se estremeció. Nunca había visto aquella expresión en la cara de Pedro. ¿Por qué de repente la miraba con aquella repulsión?


Él apartó lentamente la silla y se giró hacia el escritorio. Solo entonces vio Paula la botella de whisky que había sobre la mesa. Pedro tenía un vaso en la mano. Sin apartar de ella su fría mirada, alzó el vaso y apuró la bebida. Luego, agarró la botella.


Paula empezó a temblar. Su mundo se había desmoronado de repente, y no entendía la razón. Volvió a rodear la mesa y se dejó caer en una silla, frente al escritorio.


— Pedro, ¿qué ha pasado? ¿Qué sucede? ¿Has tenido malas noticias?


Pedro estaba concentrado sirviéndose un vaso de whisky. 


Paula se quedó paralizada al comprender que aquella no era la primera copa que se tomaba. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Pedro no bebía. Podía tomarse un cóctel en una fiesta, pero nunca bebía en casa.


— ¿Malas noticias? —repitió él lentamente, pronunciando cada palabra como si la paladeara. Pareció sopesar su pregunta cuidadosamente antes de asentir—. Supongo que podría decirse así —dijo, y fijó de nuevo su mirada en ella.


Sin darse cuenta, Paula se recostó en la silla al percibir la rabia que emanaba de él. Nunca había temido a Pedro, ni siquiera cuando se paseaba por la oficina dando voces porque algún subcontratista o algún proveedor no cumplía con su trabajo. Sin embargo, nunca lo había visto en aquel estado. Sintió angustia al percibir su rabia fría. No lograba entender qué había ocurrido. Juntó las manos con fuerza sobre el regazo y preguntó:
— ¿Quieres hablar de ello?


Él observó el vaso y el único cubito de hielo que parecía flotar en un mar de color topacio. Cuando alzó la cabeza y volvió a mirarla, toda expresión se había borrado de su cara. 


Su mirada era impenetrable.


— Supongo que es necesario, sí —tomó un sorbo de whisky y apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón. Alzó el vaso como si quisiera brindar, haciendo una mueca burlona, y dijo—. Tú primero.


Paula no entendía nada. Su angustia y su frustración se incrementaron.


— ¿Yo? No te entiendo, Pedro. ¿Qué tengo que ver yo?


Él sacudió la cabeza, poniendo una mueca sarcástica.


— ¿Que qué tienes que ver tú, dices? Buena pregunta, pero no esperaba menos de ti. Eres una mujer, a fin de cuentas. Supongo que no puedes evitarlo. Una hija de Eva, como diría mi padre. Las mujeres vivís instaladas en la mentira todos los días de vuestra vida, fingiéndoos cariñosas, compasivas y amables. Sobre todo, amables —bebió otro trago de whisky —. Me has engañado, sí. Fui un estúpido por creer que eras distinta a las demás —hizo como si brindara por ella otra vez —. Un error por mi parte — añadió—. Pero no volverá a ocurrir.


—No te entiendo, Pedro —dijo ella sintiéndose como si estuviera en medio de una pesadilla, incapaz de comprender de qué estaba hablando. ¿Hija de Eva? Cielo santo, ¿cuánto tiempo llevaba allí emborrachándose a solas? La botella estaba medio vacía. Debía de haberla comprado ese mismo día, lo cual significaba que ya estaba ebrio.


—Claro que no me entiendes —dijo él—. Solo soy un pobre diablo, un ingenuo que se traga todo lo que le dices. En todos estos años no me di cuenta de que eras una seductora, de que estabas jugando conmigo —se inclinó hacia delante; tenía los ojos enrojecidos—. Dime, Paula, ¿existían de veras esos anónimos que tan oportunamente usaste como excusa para que nos fuéramos a Carolina del Norte, o te lo inventaste todo para fingir que te daba miedo quedarte en casa? Aunque, de todos modos, ya no importa, ¿no crees? Porque el engaño funcionó a la perfección. Sabías cómo reaccionaría cuando me dijeras que pensabas marcharte, ¿no es cierto? Sabías que valoraba tu trabajo y que no quería perderte. Pues bien, mi querida señora, eso debo concedértelo. Me engañaste sin ningún esfuerzo y, como el típico primo, ni siquiera te vi venir.


Paula lo miró, aturdida. Su desprecio le partía el corazón.


— ¿Qué crees que he hecho? —consiguió musitar finalmente, temblando.


— ¿Que qué creo que has hecho? —repitió él, burlón—. Está bien, te lo diré. Te inventaste esa historia a sabiendas de que yo haría todo lo posible por evitar que te marcharas. Puede incluso que te sorprendiera que te pidiera que te casaras conmigo. Es comprensible. Hasta a mí me sorprendió. Pero, naturalmente, decidiste aprovechar ese inesperado golpe de suerte, ¿verdad? — Pedro se recostó en el sillón una vez más y sacudió la cabeza cansinamente—. Pues bien, ya me he cansado del juego, ¿entiendes? —suspiró. Parecía derrotado. Fuera lo que fuera lo que ocurría, lo había dejado destrozado. Paula se daba cuenta. Pero ¿qué había ocurrido? Él bajó la voz—. No sé qué querías de mí. Si era dinero, podías haberme pedido un aumento. Si lo que buscabas era humillarme, lo has conseguido con creces —giró la silla hacia la ventana para que Paula no pudiera verle la cara, pero siguió escupiendo aquellas palabras dolorosas y enfurecidas—. Creías que me tenías en tus manos, ¿eh?


— ¿Eso piensas? —preguntó ella débilmente—. ¿Y qué crees que esperaba conseguir con ello? —sentía tanto dolor que se preguntaba si le habrían arrancado el corazón del pecho.


—Aún no lo sé —masculló él.


— No, claro —Paula se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó mirando el jardín, al igual que él. Se preguntaba qué veía Pedro, o si estaba tan furioso que solo veía un velo rojo — . ¿Puedo preguntarte cómo descubriste mi... mi engaño?


Él bebió otro trago de whisky y siguió mirando por la ventana.


—No hice ningún esfuerzo por enterarme. Solo oí de pasada un rumor en la oficina. Eso a veces resulta divertido. Pero no siempre.


Ella lo miró, atónita.


— ¿Insinúas que todo esto se debe a que te ha llegado el rumor de que estamos liados? Siento no haberte advertido, pero francamente, Pedro, no imaginaba que pudieras comportarte así. Si no quieres que la gente sepa que estamos casados, dime que cancele nuestros planes de boda, ¿de acuerdo? Todo este melodrama es innecesario.


Aquel repentino estallido de rabia le sentó bien, le dio renovadas fuerzas. Nunca hubiera imaginado que reconocer públicamente su matrimonio fuera tan traumático para Pedro.


Este no la miró. Apuró la copa y dijo:
—Es mucho más que eso, Paula. No solo te has casado conmigo mediante engaños, sino que también has empezado a acostarte con Rich Harmon. Debo reconocerlo. Eres buena. Muy, muy buena.


Aquello no podía estar sucediendo, pensó Paula. ¿Pedro se había puesto así por un rumor?, ¿porque alguien la había visto almorzando con Rich en el parque? Sacudió la cabeza. 


Sabía que a Pedro le costaba confiar en las mujeres, pero aquello era demasiado absurdo. Se puso muy tiesa y dijo:
— ¿De dónde has sacado esa idea, teniendo en cuenta que pasamos juntos el noventa por ciento del tiempo?


Él bajó la cabeza y empezó a mascullar, como si hablara consigo mismo.


— He estado tan concentrado en sacar adelante la compañía que no he tenido tiempo de pulir mis modales. Apuesto a que Harmon sabe cómo entretener a una mujer
otra oleada de rabia pareció apoderarse de él; apartó la silla y se levantó, mirándola fijamente — . ¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O creías que podías seguir ocultándomelo?


Asqueada, Paula cruzó los brazos.


—Nunca he salido con Rich Harmon y, desde luego, no me ha acostado con él. Comimos juntos el lunes pasado. Por primera vez, debo añadir. Decidimos ir a comer al parque, lo cual sin duda despertó toda clase de comentarios entre el chismoso personal de la empresa. No sabía que tenías la costumbre de prestar oídos a los chismes de la oficina. Al menos, podrías haberme preguntado, en vez de creerte los rumores y acusarme de mentir y de ser una adúltera.


Pedro se sentó de nuevo en el sillón. Parecía un juez escuchando el alegato del acusado antes de anunciar su veredicto de culpabilidad.


— ¿Por qué fuiste a comer con Rich Harmon?


—Me gustaría señalar, señoría —contestó ella sarcásticamente— que hay una gran diferencia entre comer con Rich y acostarse con él, aunque usted no parezca haber reparado en ello —hizo una pausa. Respiró hondo y añadió con los dientes apretados —. Rich y yo fuimos a comer juntos porque teníamos que hablar de un asunto.


— ¿Y tan importante era ese asunto que no podíais discutirlo en la oficina?


—No, señor Alfonso, no podíamos.


Él se sirvió otro whisky antes de decir:
— Solo por curiosidad, ¿qué clase de asunto era ese que Rich tuvo que pasarte el brazo por encima?


— ¡El brazo! —ella lo miró con incredulidad hasta que recordó que, al atragantarse con el hielo, Rich le había dado una palmadita en la espalda. ¿Esperaba Pedro que se quedara allí y se defendiera de aquellas calumnias?, ¿que lo convenciera de su inocencia? ¿Era así como concebía el matrimonio? Sintiéndose aturdida, Paula dijo—: No hay nada de malo en que tu jefe de administración y tu asistente salgan a comer juntos para hablar de asuntos de trabajo. Pero, en calidad de esposa, me niego a dar pábulo a tus acusaciones respondiendo a tus preguntas —lo miró con desprecio—.Una vez me dijiste que confiabas en mí. ¿Es esta tu idea de la confianza? La mía no, desde luego, y no pienso vivir bajo un velo de sospecha. Está claro que me confundes con otra persona, porque yo no miento, a pesar de lo que te enseñara tu padre. Y tampoco finjo sentimientos que no tengo. El único secreto que te he ocultado durante todos estos años es que me enamoré de ti el día que empecé a trabajar en la empresa. Entonces no lo consideré una mentira, y ahora tampoco. Para mí, era solo un modo de protegerme — se dio la vuelta y se acercó a la puerta. Antes de salir de la habitación, se detuvo y dijo —: Quizá debería haber recordado el consejo de mi madre: «nunca pierdas el tiempo discutiendo con un borracho» —le lanzó una mirada llena de desagrado — . Ya he perdido suficiente tiempo. Si me perdonas, tengo que hacer la maleta.




1 comentario: