No empezó a llorar hasta que cerró con llave la puerta de la habitación que compartían. Entró en el vestidor y sacó sus maletas de debajo de una estantería. Recogió algunos montones de ropa y los arrojó sobre la cama. Luego vació sistemáticamente todos sus cajones, dobló la ropa y la guardó en las maletas. Metió en una bolsa sus cosas de aseo. Procuró mantener la mente en blanco mientras acababa de hacer el equipaje,Tenía que salir de aquella casa antes de derrumbarse por completo.
Cuando acabó de empaquetar sus cosas, sacó las tres maletas de la casa y se dirigió directamente al garaje. Lo que no había podido meter en las maletas, lo había tirado a la basura. No quería que quedara nada suyo en aquella casa.
Una vez en el garaje, cargó el maletero del coche, abrió la puerta y salió cuidadosamente marcha atrás
«Gracias a Dios que todavía tengo mi apartamento», pensó mientras se dirigía hacia la puerta exterior, que se abrió automáticamente. Entonces recordó que ya había avisado a su casero de que dejaba el piso. Solo tenía dos días para decidir qué haría a continuación.
Quizá guardara sus cosas en un guardamuebles y se marchara a California a pasar una temporada con su familia.
Allí podría evaluar su vida y plantearse qué quería hacer.
Menos mal que tenía a sus hermanos. Ellos la consolarían, inventarían distracciones para su corazón dolorido.
De pronto, se le ocurrió una idea. Pedro nunca había conocido el lujo de contar con una familia que lo apoyara.
«¡No empieces a sentir lástima por él!», se dijo, disgustada.
Si alguien merecía compasión, era ella. Su matrimonio de cuento de hadas acababa de estallarle en la cara. El Príncipe Azul se había convertido de la noche a la mañana en un dragón que arrojaba fuego por las fauces. ¿De dónde había sacado la idea de que lo engañaba?, ¿es que no tenía ni una pizca de confianza en todo su cuerpo? Ni siquiera se había molestado en desmentir el rumor. No, Pedro Alfonso no hacía esas cosas. Sencillamente, había llegado a la conclusión más absurda posible. Ah, sí, claro, ella lo engañaba. El hecho de que se pasaran gran parte del día haciendo el amor parecía haber escapado a su corta memoria. ¿Cuándo demonios iba a estar con otro hombre?
Pedro estaba loco, pura y simplemente. Paula dio gracias por haberlo averiguado al principio de su matrimonio. Así podría olvidarlo más aprisa.
Cuando llegó, estaba tan furiosa que su cabeza echaba humo. Después de aparcar, metió el equipaje en el ascensor y pulsó el botón de su piso. En cuanto el ascensor se detuvo, arrastró las maletas por el pasillo, abrió la puerta y metió el pesado equipaje en el interior de su apartamento. Después de cerrar cuidadosamente la puerta, fue a la cocina y puso a hervir agua para hacerse un té. De allí pasó al dormitorio y puso sábanas limpias en la cama. El apartamento olía a cerrado. Hacía tres semanas que no vivía allí.
Se había librado de milagro, pensó de repente. Su ángel de la guarda había intervenido antes de que perdiera más tiempo y energía organizando su boda con un misógino cerril y testarudo que podía citar los asquerosos dichos de su padre cuando convenía a sus propósitos.
Empezó a llorar otra vez, pero se limpió la cara rápidamente.
Y pensar que había creído que su amor cambiaría la vida y las opiniones de Pedro... ¿Qué se había creído? Debía de estar loca.
Tras hacer la cama, regresó a la puerta principal, recogió él equipaje y se lo llevó a al dormitorio.
«Suerte que mañana es sábado. Así podré pasar el resto del fin de semana empaquetando las cosas para la mudanza.»
La tetera silbó y Paula regresó a la cocina y se preparó el té. De pronto, se sentía llena de energía. Y tenía ganas de hacer picadillo a Pedro.
****
No recordaba haberse sentido tan mal en toda su vida. El alcohol nunca le había sentado bien. Y su tolerancia no había mejorado con la edad.
Se había pasado casi toda la noche vomitando. En esos momentos estaba tendido en la cama, con una almohada sobre la cabeza, intentando impedir que la luz tocara sus ojos hinchados y doloridos. No había cerrado las cortinas antes de meterse en la cama, y estaba pagando las consecuencias de aquel olvido. Le dolía tanto la cabeza que apenas podía pensar. Pero ¿no era eso lo que había pretendido el día anterior, al emborracharse hasta perder el sentido? O tal vez lo que buscaba era ponerse en ridículo.
Pues bien, debía sentirse orgulloso de sí mismo: había conseguido ambas cosas.
Esa noche, cada vez que se había levantado a vomitar, fragmentos de su discusión con Paula cruzaban su cabeza,
Pero entonces no tenía modo de saber si realmente le había dicho todas las cosas que creía recordar, o si solo las había pensado. Ya estaba casi seguro de que las había dicho.
De pronto se sobresaltó al recordar a Paula de pie, ante él.
Parecía furiosa, a pesar de su tono tranquilo. ¿Qué le había dicho?
Pedro gruñó. No sabía si quería recordarlo. Tampoco recordaba cuándo se había dado cuenta de que Paula no estaba en la cama, a su lado. Debía de estar realmente enfadada si se había ido a dormir a uno de los cuartos de invitados.
En fin, tal vez fuera mejor así. No quería que nadie lo viera en aquel estado. Apenas recordaba la tarde anterior, y la noche, salvo por el hecho de que era consciente de que se encontraba fatal, estaba totalmente en blanco. Lo que sí recordaba con claridad era la conversación que había oído por casualidad en la oficina.
Había ido al despacho de Arthur en busca de un informe. Al encontrar el despacho vacío, decidió dejarle una nota sobre la mesa. Como rara vez se acercaba por aquella parte de la oficina, no reconoció las voces de un hombre y una mujer que hablaban en el pasillo. Siguió escribiendo la nota para Arthur, pero, al mismo tiempo, empezó a prestar atención a la conversación.
La mujer había dicho:
— ¿No la viste el lunes en el parque con Rich? Estaban manoseándose el uno al otro. Rich la rodeó con el brazo y le llevó un vaso a la boca, como si estuviera inválida o algo así.
El hombre había contestado:
—Me preguntó qué esperará conseguir ahora esa mojigata de la señorita Chaves calentándole la cama a Rich. ¿Sabes que se ha ido a vivir con el jefe?
Pedro se había incorporado al caer en la cuenta de que estaban hablando de Paula. Paula y Rich Harmón. ¿Qué demonios significaba aquello?
— ¡No me digas! —Había exclamado la mujer—. ¿Cómo te has enterado?
El hombre se había echado a reír.
—Lo sabe todo el mundo. ¿Por qué crees que el jefe se la llevó en su último viaje? Debe de ser una fiera en la cama.
— Bueno —había contestado la mujer con desdén—, yo lo único que sé es que, por cómo la estaba toqueteando Rich, juraría que ha visto el color de sus sábanas más de una vez. Apenas podía creer lo que veían mis ojos. Justo ahí, en el parque, delante de todo el mundo. ¡Qué descaro!
Pedro se había quedado paralizado. El hombre y la mujer se habían alejado por el pasillo, sin darse cuenta de que acababan de destrozar su vida.
Ahora, sin embargo, la estupidez de su reacción lo llenaba de perplejidad. Pero en aquel momento, no había dudado ni por un segundo que lo que había oído era cierto. Siempre había creído que Paula era demasiado buena para él, siempre había temido no poder retenerla a su lado. Recordó haberse preguntado cuánto tiempo llevaría Harmon persiguiendo a Paula. Rich tenía cierta reputación de donjuán y Paula carecía de experiencia. Harmon debía de haberse aprovechado de ello.
O eso había pensado él absurdamente en aquel momento.
Cuando se había detenido en el despacho de Arthur, iba de camino al despacho de Paula para invitarla a almorzar. Pero, tras oír la conversación, se había puesto tan furioso que no quiso verla. Llamó a Julia, canceló sus citas de esa tarde y se marchó de la oficina. A partir de ese momento, sus recuerdos eran muy borrosos. Recordaba vagamente haber parado en una licorería para comprar una botella de whisky.
¿Por qué whisky?, se preguntó. Si nunca le había gustado...
Lo siguiente que recordaba era estar sentado en el despacho de su casa mirando al jardín y pensando.
Reconcomiéndose, mejor dicho. Recordaba haberse preguntado por qué había creído que Paula era diferente a las demás mujeres. En multitud de ocasiones durante su infancia había visto a su padre seducir a mujeres casadas.
Sabía que era muy fácil.
«¡Pero Paula no es así!», gritó su mente. Paula no. Paula lo quería.
¿De dónde había sacado aquella idea? Paula lo quería..., se lo había dicho ella misma, ¿no? Creía recordar que sí. Sin embargo, no le había parecido muy contenta al decirlo.
Pedro intentó incorporarse y al instante se arrepintió. Cerró los ojos, aferrándose a la almohada, y deseó morirse en aquel mismo momento. Abrazar la almohada lo tranquilizaba.
La funda conservaba el tenue perfume de Paula.
Se obligó a abrir los ojos y miró la puerta abierta del vestidor, recordando que el día anterior había gritado. ¿Le había gritado a Paula? Cielo santo, esperaba que no. Sus ojos se concentraron lentamente en el interior del vestidor... El vestidor de Paula. El vestidor vacío de Paula.
De repente, se incorporó, sobresaltado.
— ¿Paula? —gritó con voz ronca. Aguardó, pero no oyó nada.
¿Por qué había sacado Paula su ropa del vestidor? ¿Qué le había dicho para que lo hiciera?
Pedro se sentó a un lado de la cama y se sujetó la cabeza para que no se le cayera rodando de encima de los hombros. ¿Qué demonios le había dicho?
La había acusado de tener una aventura con Harmon; eso había hecho. No sabía si reír o llorar. ¿Paula? ¿Su Paula?
Qué idea tan absurda...
Sin embargo,se la había creído, ¿no? Claro que sí. Por eso había comprado la botella de whisky y se había ido a casa a ahogar sus penas en alcohol. La idea de que otro hombre la abrazara, aunque fuera en un parque público, lo ponía enfermo.
Pero esa parte era cierta, ¿no? Paula le había dicho algo de que había comido con Rich en el parque. Qué extraño, ¿no?
No podía pensar, y el estómago vacío le dolía. Se puso en pie y consiguió acercarse a la ventana para cerrar las cortinas. «Qué alivio», pensó.
Debía encontrar a Paula y pedirle disculpas por su comportamiento. Ella tenía todo el derecho a estar furiosa. Muy furiosa. Tendría que humillarse ante ella, para lo cual estaba preparado, pero sería mejor que primero se aseara un poco. Acababa de descubrir que había dormido con la ropa puesta.
Consiguió llegar al cuarto de baño sin tropezarse. Se desnudó, se metió en la ducha y dejó que el chorro de agua le golpeara la cabeza. Una de dos: o se ahogaba o se despejaba. Le daba igual. Se secó y se puso un par de vaqueros desgastados y una camisa con las mangas cortadas. Sintiéndose casi humano otra vez, salió en busca de Paula.
Pero no la encontró por ninguna parte. Caminando con mucho cuidado para mantener el equilibrio y haciendo el menor ruido posible para no empeorar su jaqueca, volvió a su dormitorio. El armario de Paula estaba vacío. También faltaban sus cosas de aseo. Abrió un par de cajones y los encontró vacíos.
Paula lo había abandonado.
Tenía que hacer algo. No podía permitir que se fuera sin explicarle su comportamiento. Pero tenía las ideas enmarañadas y seguía doliéndole la cabeza.
Lo primero era lo primero. Se fue a la cocina y preparó un café bien cargado. A la tercera taza, su cerebro empezó a funcionar. Y entonces el alma se le cayó a los pies. ¿De veras le había dicho todas aquellas cosas a Paula? Sí, claro que sí. ¿Había esperado que ella se quedara y escuchara sus desvaríos? Claro que no.
Y ahora... ¿qué hacía?, se preguntó. ¿Y si Paula se negaba a volver con él? No lograba imaginarse la vida sin ella. Solo llevaban casados tres semanas, pero Paula formaba parte de su vida hacía mucho tiempo. Una parte necesaria. Tan necesaria como el aire que respiraba o la comida con que se alimentaba.
¿Por qué no había afrontado aquella realidad hasta ese momento? De niño, le había sido negado todo lo que anhelaba o creía necesitar. ¿Qué había ocurrido con sus sueños de juventud? En aquel entonces, su deseo más secreto era formar parte de una auténtica familia, una familia con un marido y una esposa, con hijos e hijas a los que amar y proteger. Deseaba pertenecer a alguien. Pertenecer a algún sitio.
Que lo quisieran.
Paulal le había dado un sentido del hogar. La empresa había hecho el papel de su hijo. Pedro había asumido el papel de papá yendo a las obras cada día mientras Paula se quedaba en casa; o, en su caso, en la oficina. Ella mantenía el orden y se aseguraba de que todo funcionara como debía. Él trabajaba para llevar a casa un sueldo. Ella se ocupaba del resto.
Llevaba años casado con Paula y no se había dado cuenta.
Llevaba años enamorado de Paula y no se había percatado de ello hasta ese momento. Dios santo, ¿qué había hecho? Había lanzado acusaciones indescriptibles. Aterrorizado ante la idea de perderla, había dicho y hecho todo lo que estaba en su mano para ahuyentarla de su lado. Y lo había conseguido; eso era evidente. Ahora se preguntaba cómo sobreviviría sin ella.
Apuró el resto del café y puso un poco de pan en el tostador.
Debía hacer algo para librarse de la intoxicación etílica.
Para cuando acabó de comerse su magro desayuno, ya sabía qué debía hacer. Debía encontrar a Paula.
Enseguida. Antes de que se casaran, ella planeaba marcharse de la ciudad. Quizá hubiera decidido seguir adelante con sus planes. Si era así, tal vez ya habría dejado su apartamento. Pedro miró su reloj y gruñó. Eran casi las tres. No sabía a qué hora se habría marchado Paula de la casa. ¿Y si ya había salido de la ciudad?
Tenía que encontrarla... aunque tuviera que seguirla hasta California.
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