martes, 9 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 27





A Paula le costó gran esfuerzo concentrarse en los datos y las cifras de los diversos informes que tenía sobre la mesa. No dejaba de pensar en el fin de semana anterior.


Todavía tenía que pellizcarse para comprobar que aquello no era un sueño. No podía creer que fuera tan feliz, y que Pedro pareciera tan a gusto a su lado. Por alguna razón, su actitud parecía divertir a Pedro. Cada vez que lo miraba, la estaba observando con una sonrisa en los labios. Y cuando le preguntaba qué le pasaba, él respondía:
—Nada, hermosa dama, nada.


Paula había sacado su coche del garaje de la oficina, donde lo había dejado la semana anterior. Ahora estaba guardado en el garaje de Pedro. No había razón para llevar los dos coches a la oficina.


Estar con Pedro le producía una sensación de seguridad tan maravillosamente liberadora que apenas podía creer que fuera real. El día anterior habían pasado un par de horas en su apartamento. Ella había recogido su ropa y sus cosas de aseo, pero había dejado el resto de sus pertenencias allí, de momento. El resto del fin de semana se les había pasado en un suspiro, entre apasionados juegos amorosos. Paula había descubierto nuevas y fascinantes formas de placer, y su propia audacia no dejaba de impresionarla. Una vez, mientras comían, había sentido la repentina, frenética necesidad de desnudarse y lanzarse sobre Pedro. También había descubierto cómo era despertarse por la mañana y ver que su marido le estaba haciendo el amor lenta y dulcemente, arrastrándola a un repentino climax antes de que pudiera espabilarse siquiera. Sus juegos amorosos eran excitantes, divertidos, sorprendentes e intensamente satisfactorios.


Paula suspiró. Y eso que solo llevaban casados tres días.


Se obligó a concentrarse y, al final, logró retomar el ritmo rutinario de su trabajo.


A medida que pasaba la semana, fueron produciéndose pequeños cambios en aquella rutina. Empezaron a comer juntos todos los días, lo cual hizo que Julia los mirara con extrañeza.


Cuando estaban en la oficina, Paula procuraba no mirar a Pedro a los ojos. Prefería mantenerlos fijos en sus notas. 


Había descubierto que, cuando estaba con él, apenas podía refrenarse. Hasta el jueves por la mañana, pensaba que solo le pasaba a ella. Pero ese día, tras discutir un problema que debían resolver inmediatamente, Pedro salió de su despacho completamente excitado. Paula nunca lo miraba a los ojos, cierto, pero no tenía inconveniente en mirar el resto de su cuerpo. A veces, fantaseaba con subirse a horcajadas sobre su regazo mientras él hablaba por teléfono, o con tumbarlo sobre la mesa de reuniones y hacerle el amor. Si alguien hubiera tenido acceso a sus pensamientos más lascivos, se habría sentido profundamente avergonzada. Se había convertido en una auténtica adicta a Pedro.


Dos semanas más tarde, Pedro salió temprano de casa para ir al aeropuerto. Tenía que supervisar una obra al sureste de Texas, pero le prometió volver a casa a primera hora de la noche. Su beso de despedida produjo una rápida escalada, y ambos salieron de casa un poco más tarde de lo que planeaban. Esa mañana, Paula se sentó ante su mesa añorando la presencia de Pedro al otro lado de la puerta. Se dijo que a menudo habían pasado días enteros separados. 


Pero eso había sido antes... antes de que él le enseñara a satisfacer su deseo.


Ese lunes por la mañana, el teléfono sonó sobre las once y media, y Paula lo descolgó con una sonrisa en los labios. 


Seguramente era Pedro, que la llamaba para decirle hola. 


Pero, por si acaso, respondió en tono profesional:
—Paula Chaves.


— ¿Qué te parece si comemos juntos?


Aquella voz de hombre, que no se parecía en nada a la de Pedro, la tomó por sorpresa. Pero enseguida reconoció a Rich Harmon, el jefe de administración.


—Hola, Rich. ¿Pasa algo?


Hubo un breve silencio antes de que él dijera:
—Puede, pero preferiría discutirlo fuera de la oficina. Iremos al delicatessen, compraremos algo y nos lo comeremos en el parque.


— ¿Puedes decirme de qué se trata? —Preferiría esperar, si no te importa. Ella se encogió de hombros y dijo: —Nos veremos en el vestíbulo a mediodía, entonces.


— Hasta luego —dijo él, y colgó. Paula se preguntó de qué querría hablar Rich con ella. Casi siempre trataba con Pedro sobre asuntos de trabajo. Tal vez hubiera sucedido algo y no quería esperar hasta que volviera Pedro.


Cuando llegó al área de recepción, Rich ya estaba esperándola. Había estado hablando con la recepcionista y se incorporó en cuanto vio entrar a Paula.


— ¿Lista? —preguntó con una leve sonrisa.


—Sí —contestó ella, dirigiéndose hacia la puerta.


Entraron en el ascensor lleno de gente. Rich tenía un carácter amable y extrovertido. Parecía sentirse a gusto con todo el mundo. Ese día, sin embargo, estaba muy serio. 


Fuera lo que fuera lo que ocurría, debía ser grave.


Paula aguardó hasta que, tras comprar unos sandwiches y unos refrescos, se sentaron en un banco del parque. 


Entonces dijo:
—Bueno, ¿qué ocurre?


Rich desenvolvió lentamente su sandwich antes de contestar.


—Circula un rumor un tanto extraño por la oficina, y pensé que debías saberlo.


Paula tragó saliva y dio un rápido sorbo a su bebida.


— Siempre circulan rumores por la oficina, Rich. Ya lo sabes.


— Sí, ya. Pero esto es diferente. 


—Entonces dile a todo el mundo que no, que Pedro no piensa vender la empresa.


Rich no respondió a su intento de bromear, de modo que Paula siguió comiéndose su sandwich. Cuando acabó, se bebió hasta la última gota de refresco que había en el vaso de plástico. Entonces Rich dijo:
—Los rumores son sobre ti, Paula.


El hielo del vaso cayó hacia delante, saliéndose del vaso y derramándose sobre la chaqueta y la blusa de Paula. Esta se atragantó y empezó a toser. Rich le dijo una fuerte palmada en la espalda y preguntó:
— ¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo?


Ella sacudió la cabeza y continuó tosiendo. Rich le dio su bebida sin decir nada y ella la aceptó, agradecida, y bebió hasta que se le relajó la garganta lo suficiente para poder respirar. Luego, le devolvió la bebida.


— Gracias. Debía de haber un hueso en mi refresco —bromeó, confiando en que Rich no adivinara que eran sus palabras lo que la había hecho atragantarse — . Está bien —dijo al fin, cuadrando los hombros y asegurándose de que no quedaban restos de hielo en la blusa y la chaqueta—. ¿Qué dicen esos rumores sobre mí? 


Rich se aclaró la garganta.


— Sabes que te admiro y te respeto muchísimo, Paula. No puedo negar que me sentí atraído por ti en cuanto entré a trabajar en la empresa. Te dije lo que sentía por ti y te incordié para que salieras conmigo. Tú fuiste muy amable conmigo, y yo entendí perfectamente por qué no querías que nos viéramos fuera del trabajo. Los romances de oficina pueden resultar muy complicados. Tenías razón —Paula se moría por preguntarle: «¿Adonde quieres ir a parar?», pero se contuvo — . Así que... — continuó Rich al cabo de un momento — cuando oí los rumores hice lo posible por desmentirlos. Pero acabo de enterarme de que ciertos empleados afirman que pueden demostrarlos.


— ¿Qué rumores, Rich? Aún no sé de qué estás hablando.


— Dicen que Pedro y tú tenéis una aventura —dijo él precipitadamente—. Y dicen que empezó cuando os fuisteis a Carolina del Norte, hace una par de semanas, y que desde que volvisteis, te vas en el coche de Pedro todos los días. Algún espíritu emprendedor decidió seguiros para ver si Pedro te dejaba en tu apartamento. Pero no fue así. Fuisteis directamente a su casa.


A Rachel le disgustaba pensar que se hablaba de ella a sus espaldas, a pesar de que sabía que rumores parecidos circulaban por la oficina casi desde que tenían empleados. 


Pero aquel rumor era distinto. Paula lo sabía. Y también sabía que era ella quien había animado a Pedro a que mantuviera su boda en secreto. Quería que él se habituara a su nueva vida antes de sugerirle que reconocieran públicamente su relación.


Rich se giró en el banco y la miró. Tenía una expresión angustiada. Quizá le diera miedo hablar francamente con ella. O tal vez esperaba que Paula se sintiera culpable por haber roto sus propias normas acerca de las relaciones amorosas entre compañeros de trabajo. Fuera lo que fuera lo que esperaba, sin duda quedó defraudado cuando ella dijo:
—Gracias por decírmelo, Rich. Me gusta estar al corriente de lo que se dice en la oficina. Nunca es agradable ser la comidilla de todo el mundo.


— ¿Crees que no lo sé? A veces he oído por casualidad chismes sobre mí que me han puesto los pelos de punta. Si me hubiera acostado con la mitad de las mujeres que dicen, a estas alturas estaría en el libro Guinness de los récords.


Ella sonrió y, recogiendo los restos de la comida, se levantó.


—He de volver a la oficina. Gracias por invitarme a comer.


Él se levantó y la miró fijamente, con expresión triste.


—Ha sido un placer, Paula. Ojalá pudiera hacer algo más por ti.


Cuando regresaron a la oficina, ambos iban riéndose de un comentario que habían oído en el ascensor. Paula se despidió de Rich y regresó a su despacho


Paula decidió sorprender a Pedro teniendo la cena preparada cuando volviera a Casa. No sabía a qué hora aparecería. La había llamado antes de tomar el avión para decirle que, como llegaría a Dallas a la hora de más tráfico, no lo esperara a ninguna hora en concreto. Parecía contento, y le había dejado claro que la echaba tanto de menos como ella a él.


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