viernes, 5 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 14





Se dirigieron al centro comercial, y ambos guardaron silencio. Paula había estado sola con Pedro en infinidad de ocasiones a lo largo de los años, pero ese día notaba que había algo diferente. Pedro irradiaba una tensión que no llegaba a entender. ¿Estaría preocupado por la señora Crossland, tal vez? Paula lo había visto preocupado por asuntos de negocios otras veces, pero nunca hasta ese punto. ¿Qué otra cosa podía sucederle? Preguntárselo no tenía sentido. Pedro le había dicho lo que quería que supiera, así que era absurdo malgastar saliva.


El centro comercial estaba junto a la autopista, a la entrada de la ciudad.


—Ha sido fácil encontrarlo —comentó ella.


El emitió una respuesta ininteligible que se parecía sospechosamente al gruñido de un cavernícola. Cuando aparcaron, la condujo a unos grandes almacenes que formaban parte de una cadena nacional.


— ¿Por qué no compramos algo aquí mismo? —preguntó él bruscamente — . Guarda las facturas para que la empresa te las reembolse.


—No —contestó ella—. Lo que compre será para mí y no tiene nada que ver con la empresa.


—Fui yo quien te dijo que no hicieras la maleta, que aquí podrías comprar lo que necesitaras.


—Sí, y eso es lo que pienso hacer —dijo ella con firmeza.


Él la miró fijamente mientras entraban en la tienda.


— ¿Nunca te han dicho que puedes ser muy testaruda?


—Pues no, creo que no —ella miró su reloj —. ¿Dónde y a qué hora quieres que nos encontremos?


—Dentro de una hora, aquí, en la entrada principal. ¿Tendrás tiempo suficiente?


—De sobra —contestó ella con firmeza, y se subió a la escalera mecánica, que la depósitó en el segundo piso, donde se encontraba la sección de ropa para mujer.


Miró rápidamente los expositores circulares preguntándose qué se compraría. Pedro había sugerido algo informal, pero ella nunca llevaba ropa informal. Bueno, casi nunca. Tenía el armario lleno de trajes, blusas y zapatos prácticos, todos en colores apagados.


Supo exactamente qué se compraría en cuanto vio aquella falda larga. Encontró una blusa que combinaba con ella y un traje de chaqueta de verano a muy buen precio, y se fue al probador a cambiarse.


Contenta con sus compras, se puso la falda y la blusa y metió en una bolsa el traje nuevo y el que acababa de quitarse. Luego se dirigió al departamento de calzado. Una vez allí, decidió tirar la casa por la ventana comprándose un par de sandalias. Sin tacón. Con solo unas cuantas tiras para sujetarlas a los pies. Las sandalias le encantaron, y le quedaban de perlas con su nuevo atuendo. Estaba deseando ver la cara que pondría Pedro cuando la viera.


A la hora justa, Paula recorrió el pasillo que llevaba a la entrada principal. Había tenido tiempo de comprar unos cuantos artículos de aseo y un camisón en el que estaba escrita la frase El día no empieza hasta que lo digo yo.


Pedro ya estaba allí, sosteniendo una bolsa con el logotipo de los grandes almacenes. Llevaba puestos unos pantalones chinos y una camiseta azul marino de manga corta. Paula intentó disimular su impresión. No era apropiado que la asistente administrativa de Pedro empezara a babear porque su jefe hubiera recuperado su apariencia de obrero de la construcción. Sin la discreta americana, sus brazos musculosos y su amplio pecho destacaban más. Además, los pantalones se ceñían a su trasero. Paula suspiró. Podía mirar, se recordó, pero no tocar.


— ¿Listo para marcharnos? —preguntó suavemente a su espalda. Él estaba mirando por la puerta de cristal y se dio bruscamente la vuelta al oír su voz. Su reacción fue exactamente la que Paula esperaba. Sus ojos se agrandaron y luego se achicaron, y al fin su cara quedó completamente inexpresiva. Apretó la mandíbula, sin duda para no hacer ningún comentario acerca de su atuendo, y dijo:
—Sí. Vamonos.


El camino de regreso al coche fue toda una aventura para Paula, pues tuvo que luchar a brazo partido con la falda de vuelo para que la brisa que se había levantado mientras estaban en la tienda no se la subiera hasta la cabeza.


La tela de la falda tenía un estampado de colores parecidos a los de las piedras preciosas: rojo rubí, verde esmeralda, amarillo topacio y azul zafiro. Paula había elegido una blusa sin mangas, a juego con el verde de la falda.


El peinado que se hacía para ir a trabajar no casaba con aquel atuendo informal, de modo que se había cepillado la melena hacia atrás y se la había recogido con algunas peinetas de adorno que había encontrado en la tienda. 


Como toque final, había comprado un pintalabios rojo brillante y una sombra de ojos que acentuaba el verde de sus ojos.


Se sentía prácticamente descalza con las sandalias. En realidad, se sentía una mujer nueva. Empezaba a pensar que la ropa que llevaba habitualmente era demasiado conservadora. Aquel podía ser el primer paso para romper con su monótona existencia. Ese día se sentía como una gitana.



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