viernes, 5 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 13




Paula se comió la tortilla y tomó otra taza de café antes de ponerse a recoger la cocina. Cuando salió de esta, vio de refilón algo blanco que colgaba de una de las sillas del comedor. Se acercó y descubrió que Marcelo le había dejado allí una camiseta para dormir.


Sonriendo, apagó las luces y volvió a su habitación. Se puso la camiseta y, al mirarse en el espejo, estuvo a punto de echarse a reír. La prenda le llegaba a las rodillas, pero dormiría más a gusto con ella que con el grueso albornoz.


Se tendió en la cama y cerró los ojos. En lugar de quedarse dormida, repasó lo que Pedro le había contado sobre su cena.


Él parecía molesto porque la señora Crossland hubiera cruzado la línea que separaba los negocios de la vida personal. Pero ¿cómo no iba a estarlo? La señora Crossland no solo era la esposa de uno de sus mejores clientes; también le recordaba lo que él se empeñaba en olvidar: que era de carne y hueso, como el resto de los mortales.


Paula nunca lo había visto de un humor tan extraño. Debía estar escandalizado si había dado a entender que estaban comprometidos. Quizá era la única excusa que se le había ocurrido para no avergonzar a la señora Crossland. Sin duda, esta aceptaría que estuviera comprometido con otra mujer, pero se sentiría herida y furiosa si la rechazaba por puro desinterés.


Lo que más le sorprendía era que Pedro le hubiera acariciado el pelo. Nunca antes la había tocado de forma tan íntima. 


Esa noche, se había sentido sumamente vulnerable en su presencia, incluso antes de que la tocara, pues no olvidaba que no llevaba nada bajo el albornoz. Había subido a la cocina creyendo que Marcelo y Pedro estaban en la cama, y se sobresaltó al oír las llaves de Pedro en la puerta. Era demasiado tarde para correr a vestirse o arreglarse el pelo, así que afrontó la situación con la mayor calma posible.


El hecho de que él estuviera preocupado por la cita con la señora Crossland la ayudó a relajarse. Pensó que Pedro tenía la cabeza puesta en otras cosas y que no se fijaría en su indumentaria. Pero él dio al traste con su teoría y con su tranquilidad al hacer aquel comentario sobre su pelo.


Al día siguiente todo iría mejor, se dijo. Cuando se pusiera ropa limpia, se sentiría más cómoda en aquella situación. El hecho de compartir casa los había lanzado a una nueva dinámica para la que ninguno de los dos estaba preparado.


Con un poco de suerte, al día siguiente Pedro sacaría a relucir sus dotes de prestidigitador y aplacaría a todo el mundo, de forma que la obra siguiera el curso
previsto. Así podrían regresar a Dallas el viernes, a más tardar, lo cual significaba que Paula solo tendría que aguantar allí dos días más. Después, Pedro y ella volverían a asumir sus papeles de costumbre.


El único problema preocupante que tenía en ese momento era qué hacer con el intruso que había irrumpido en su casa y en su vida. El tiempo que había pasado alejada de su rutina habitual la había ayudado a considerar el asunto con cierta distancia, pero no había disminuido el miedo que sentía al pensar en el desconocido que la acosaba.


En vez de marcharse de la ciudad, tal vez debiera encontrar un lugar más seguro donde vivir. Con el generoso sueldo que le pagaba Pedro, podía permitirse vivir donde se le antojara. Quizá esa fuera la solución: mudarse de casa y seguir como si nada hubiera pasado.


Se quedó dormida sintiendo que su vida pronto volvería a su cauce.


A la mañana siguiente, Paula se despertó a la hora de costumbre, pero como estaba en Carolina del Norte, donde regía la hora del Este, le pareció que se levantaba una hora más tarde. Tras darse una ducha rápida, se vistió, se recogió el pelo y se maquilló con lo poco que llevaba en el bolso.


Oyó hablar a Marcelo y a Pedro en cuanto llegó al primer descansillo de la escalera. El delicioso aroma del café recién hecho la hizo subir a toda prisa los últimos escalones. Los hombres la vieron en cuanto dobló la esquina de la cocina, y la saludaron con sus voces graves de recién levantados.


Paula  no estaba acostumbrada a ver a hombres tomando el café de la mañana con el pelo revuelto y la cara sin afeitar, y la situación le pareció excesivamente íntima. Pero no podía hacer nada al respecto.


Respondió a sus saludos con una inclinación de cabeza y una breve sonrisa antes de acercarse a la cafetera. Sin volverse hacia ellos, dijo:
— ¿A qué hora hay que estar en la obra?


Fue Pedro quien respondió.


—Lo primero es lo primero. Tendremos que esperar hasta que abran las tiendas para ir al centro comercial que mencionó Marcelo. Sugiero que compremos ropa informal, porque pasaremos casi todo el día en la obra. ¿Te parece bien?


Ella se dio la vuelta y lo miró inclinándose sobre la encimera. 


Pedro no parecía haber dormido bien, lo cual era una desgracia para todos ellos. Paula había tenido que soportarlo otras veces cuando no dormía bien, y apenas había logrado sobrevivir a su mal humor.


—Me parece muy bien. Gracias a este viaje tan inesperado he aprendido que siempre debo tener una maleta en la oficina, por si acaso —bebió un sorbo de café antes de añadir—: Sobre todo, teniendo un jefe tan imprevisible.


Pedro no se dio por aludido, pero Marcelo se echó a reír. Pedro se quedó mirando fijamente su café, con la cabeza gacha. Paula no sabía por qué, pero sentía un deseo irrefrenable de quitarle el mal humor. Su jefe necesitaba animarse un poco.


Puso la taza sobre la encimera y se inclinó hacia ellos apoyándose sobre los antebrazos.


—Es duro ser tan irresistible, ¿eh, jefe? 


Marcelo le lanzó una mirada penetrante antes de volverse hacia Pedro


— ¿Me he perdido algo? 


Pedro sacudió la cabeza.


— No, qué va. Anoche, cuando llegué, estaba un poco irritado y la pagué con Paula —la miró con los ojos entrecerrados — . Esperaba que se le hubiera olvidado.


—Ni lo sueñes —contestó ella. Miró a Marcelo y le guiñó un ojo—. Parece ser que la señora Crossland pretendía algo más que hablar de la casa con Pedro —batió las pestañas mirando a Pedro.


—A mí no me hace ninguna gracia —replicó este fríamente cuando Marcelo se echó a reír.


—Eh, venga, jefe —dijo Marcelo—. Tómatelo con filosofía. Esa mujer nos ha dado dolor de cabeza a todos los que trabajamos en la obra. Es justo que ahora te toque a ti.


Pedro se levantó y apuró su taza de café.


— Salgamos de aquí. Ya he soportado todas las bromitas que puedo digerir a estas horas de la mañana.


—Está bien —dijo Marcelo—. Yo tengo que ir a la obra a ver cómo van las cosas. Como os pilla de camino a la ciudad, podéis dejarme allí. No creo que tengáis problemas para encontrar el centro comercial.


— ¿A qué hora tenemos que encontrarnos con la señora Crossland? —preguntó Paula. No había razón para seguir picando a un tigre con una espina clavada en la zarpa.


—No quedamos a ninguna hora en concreto —Pedro miró a Marcelo—. ¿A qué hora suele aparecer?


—Nunca antes de mediodía. Por lo menos podemos trabajar toda la mañana sin interrupciones.


Cuando los hombres acabaron de afeitarse y de arreglarse, los tres se montaron en el Jeep de Marcelo. Paula se sentó en el asiento de atrás y permaneció en silencio. Al llegar a la obra, Marcelo y Pedro salieron a echar un vistazo.


—Has hecho un gran trabajo, con o sin interferencias.


—Gracias. Tú manten a la señora Crossland alejada de aquí y te aseguro renunciaré a la bonificación de este año.


La primera sonrisa del día apareció en la cara de Pedro.


—No creo que haga falta que te sacrifiques hasta ese punto, pero veré qué puedo hacer.


Pedro regresó al coche, escuchó las indicaciones de Marcelo y Paula y él se pusieron en camino.







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