domingo, 17 de julio de 2016

RENDICIÓN: CAPITULO 15





El trayecto a la mansión de Claudia les llevó aproximadamente media hora.Pedro le contó que llevaba un año y medio sin regresar a Portofino, pero parecía conducir sin esfuerzo por las estrechas carreteras.


Llegaron a una casa que era dos veces más grande que la de Pedro.


–A Bianca siempre le gustó la ostentación –comentó secamente mientras apagaba el motor del coche. Los dos miraron durante unos instantes la imponente casa–. Cuando nos casamos y ella descubrió que el dinero no era problema, decidió que su misión en la vida era gastar. Como te dije antes, terminó pasando muy poco tiempo aquí. Estaba demasiado aislada. Una tranquila vida al lado del mar no era su idea de diversión.


–¿Sabe tu suegra que yo vengo?


–No –admitió Pedro–. Por lo que se refiere a Claudia, he venido aquí para domar a mi descarriada hija y llevármela de vuelta a Londres. Pensé que era mejor no darle más detalles. No creí que a Raquel le hubiera gustado que su abuela supiera todos los entresijos de lo que ha estado ocurriendo. Está bien. Terminemos con esto.


Llamaron al timbre, cuyo sonido resonó por toda la casa. Justo cuando Paula había empezado a pensar que no había nadie en la casa a pesar de que las luces estaban encendidas, se escucharon unos pasos. Entonces, la puerta se abrió. Delante de ellos, apareció una diminuta y tímida mujer de poco más de sesenta años. Cabello oscuro, ojos ansiosos y negros y un rostro que parecía preparado para una sorpresa desagradable hasta que vio quién estaba en la puerta. En ese momento, la expresión de temor se transformó en una radiante sonrisa.


Paula esperó mientras los dos hablaban rápidamente en italiano. Claudia tan solo se percató de su presencia cuando se produjo una pausa en la conversación.


Habían llegado sin avisar y, por supuesto, nadie los esperaba para cenar. Claudia le dijo que Pedro no le había dado detalles. Entonces, agarró a Paula del brazo y la llevó al interior de la casa.


–Ni siquiera estaba segura de que fuera a venir –le confió la mujer–, y mucho menos de que fuera a hacerlo acompañado de una amiga…


Paula se limitó a sonreír débilmente. Pedro dijo algo en italiano y, entonces, cuando entraron en el salón vieron que, efectivamente, la cena había sido interrumpida.


Un paso por detrás de Pedro y Claudia, Paula contempló nerviosamente la estancia. Se sentía como una intrusa. Observó que había un enorme retrato de una hermosa mujer de belleza morena y racial, imponente melena y expresión altiva. Ella dio por sentado que se trataba de Bianca y comprendió perfectamente por qué un muchacho de dieciocho años se habría sentido inmediatamente atraído hacia ella.


La tensión en el comedor era palpable. Claudia parecía tensa y tenía una forzada sonrisa en el rostro. Pedro observaba con la mirada entornada a una muchacha que lo miraba a su vez con declarada insolencia.


Raquel parecía tener bastante más de dieciséis años, aunque en realidad tan solo le faltaban unas pocas semanas para cumplir los diecisiete.


La escena pareció inamovible durante varios minutos. De repente, Claudia comenzó a hablar en italiano mientras que Raquel la ignoraba descaradamente. Se limitaba a observar
Pedro y a Paula con la concentración de una exploradora que ve por primera vez una nueva especie.


–¿Quién eres tú? –le preguntó por fin, sacudiéndose una larga melena oscura muy parecida a la de la mujer del retrato, aunque las similitudes terminaban ahí. Raquel tenía el aspecto aristocrático de su padre.


–Claudia –dijo Pedro antes de que Paula pudiera responder–. Si nos excusas, tengo que hablar tranquilamente con mi hija.


Claudia pareció muy aliviada y se marchó corriendo, cerrando la puerta antes de salir.


Inmediatamente, Raquel se puso a hablar en italiano, pero Pedro levantó una mano con gesto autoritario.


–¡En inglés!


Raquel lo miró con desprecio. Se mostraba desafiante, pero resultaba evidente que no se atrevía a enfrentarse a su padre.


–Me llamo Paula –susurró ella rompiendo el silencio. No se molestó en ofrecerle la mano ni en hacer ademán de darle un beso porque sabía que su oferta sería rechazada. Se limitó a sentarse. Allí vio que Raquel había estado jugando con su teléfono móvil–. Yo ayudé a crear ese juego –comentó–. Fue hace tres años. Se me pidió que diseñara un sitio web para una empresa nueva y al final terminé colaborando con ellos en sus juegos. Me gustó mucho hacerlo. Ojalá hubiera sabido lo importante que se iba a hacer ese juego. Habría insistido en que se reflejara mi nombre y ahora estaría recibiendo derechos de autor.


Automáticamente, Raquel apagó el teléfono y le dio la vuelta.


Pedro se acercó a su hija y se sentó junto a Paula, de manera que ella quedó atrapada entre padre e hija.


–Sé por qué has venido –dijo Raquel dirigiéndose a su padre en un inglés perfecto–. Y no pienso regresar a Inglaterra. No voy a volver a ese estúpido internado. Lo odio y odio también vivir contigo. Voy a quedarme aquí. La abuela Claudia dice que está encantada de que me quede.


–Estoy seguro de ello –replicó Pedro midiendo sus palabras–. Estoy seguro de que nada te gustaría más que quedarte aquí con tu abuela, sin control alguno y haciendo lo que te apetece, pero eso no va a ocurrir.


–¡No me puedes obligar!


Pedro suspiró y se mesó el cabello con los dedos.


–Eres menor de edad. Creo que no tardarías mucho en descubrir que sí puedo.


Paula alternaba su atención entre padre e hija. Se preguntó si alguno de los dos se habría dado cuenta de lo mucho que se parecían, no solo físicamente, sino en su obstinación e incluso en ciertos gestos. Eran dos mitades de la misma moneda esperando a unirse.


–No tengo intención de discutir contigo por esto, Raquel. Es inevitable que regreses a Inglaterra. Los dos estamos aquí porque hay algo más de lo que hablar.


Al oír aquellas palabras, Paula suspiró y se inclinó sobre su mochila para extraer la carpeta, que dejó sobre la brillante mesa.


–¿Qué es eso? –preguntó Raquel, con gesto dubitativo a pesar del tono desafiante de su voz.


–Hace unas semanas –dijo Pedro impasible–, empecé a recibir correos electrónicos. Paula me ha ayudado a resolver lo que significaban.


Raquel estaba mirando fijamente la carpeta. Había palidecido y agarraba con fuerza los brazos del sillón. Impulsivamente, Paula extendió la mano y cubrió la morena mano de la muchacha con la suya. Sorprendentemente, Raquel se lo permitió.


–Gracias a mí se descubrió todo esto –dijo Paula con voz suave–. Me temo que revisé tu dormitorio. Por supuesto, tu padre habría preferido que yo no tuviera que hacerlo, pero era el único modo de entenderlo todo.


–¿Registraste mis cosas? –le preguntó Raquel indignada y confundida.


Paula se había convertido en el objetivo de su ira en aquellos momentos. Ella respiró aliviada porque, cuanto menos hostilidad dirigiera ella hacia Pedro, más oportunidad tendría él de terminar reparando su relación con su hija. Merecía la pena.


Merecía la pena porque ella lo amaba.


Aquel pensamiento surgió de ninguna parte. Debería haberla dejado completamente anonadada, pero, en realidad, hacía tiempo que, en lo más profundo de su ser, ya había llegado a aquella conclusión. ¿Acaso no había sabido que, bajo las discusiones, el deseo y el descubrimiento de su sexualidad, radicaba la sencilla verdad de una atracción que jamás hubiera esperado?


–No tenías ningún derecho –bufó Raquel.


Paula guardó silencio. Por fin, la muchacha fue calmándose y se hizo un profundo silencio.


–Ahora, dime –dijo Pedro con un tono de voz que no admitía discusión alguna–, ¿quién es Jack Perkins?




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