Era uno de esos momentos que te cambian la vida. Al menos para Paula. Abrió la puerta, y allí estaba él. Algo mayor, claro. Mejor vestido, con traje oscuro y corbata de seda. Pero, en esencia, el mismo.
—¿Paulita? —sonrió él a medias, sin estar seguro de que fuera ella. Ella estaba anonada. Era como si él regresara de entre los muertos—. Soy Pedro Alfonso —se identificó.
No era necesario. Alto como una torre, metro ochenta y cinco, cabello oscuro y ojos grises. Pómulos salientes y una sonrisa maliciosa. No era fácil de olvidar.
Ella intentó centrar sus ideas, pero solo consiguió tartamudear:
—Yo… yo…
Toda su compostura, cultivada durante diez años, echada por la ventana. Volvía a ser la torpe adolescente, regordeta y con el horrible apelativo de Paulita.
No podía hablar. Y eso era una ventaja, porque le habría dicho: «¡Vete! Ahora tengo una vida propia».
Y él no lo habría entendido.
Él aprovechó su silencio para hacer inventario y examinarla.
Desde el cabello rubio y la cara fina hasta la esbelta figura, piernas inclusive.
—¡Quién iba a pensarlo! ¡La pequeña Paulita ya es mayor! —su tono era juguetón, pero no de burla.
Paulita, es decir, Paula, que así se llamaba, lo sabía, pero no conseguía parecer coherente.
—Ahora, nadie me llama así —dijo por fin—. ¿Puedo ayudarte en algo?
Era una frase cortés para enmascarar su condescendencia hacia él.
Alfonso se dio cuenta. Siempre había sido ágil de mente.
Excepto en lo que concernía a Anabella, la hermana de Paula.
—Da miedo —comentó él.
—¿Qué? —preguntó Paula, sin poder evitarlo.
Él sonrió, como si se riera de algo.
Paula recordaba esa sonrisa. Pedro Alfonso observando a la familia de ella como si fueran curiosidades, sin poder hacer comentarios debido a su posición, pero dejando traslucir lo que pensaba.
—¡No has cambiado! —lo acusó ella.
—Tú sí —replicó él—. La dama de la casa señorial.
Paula se indignó, pero no quiso discutir.
—Mejor que no tener modales —contestó.
Él pareció sorprendido. Podría ser el hijo de la cocinera, educado en la escuela pública, pero Pedro siempre había sabido comportarse. Entornó los ojos antes de responder:
—Pronto sabrás cómo es. Ya que no tendrás casa… —él había oído que la casa estaba en venta.
—¿Estás bromeando?
—No.
No parecía una broma, pero hacer comentarios crueles no era una faceta de él que Paula recordara.
—¿Está tu madre? ¿O debo decir su señoría?
—No, no debes. Mi madre volvió a casarse.
—Claro. Y por eso perdió el título. Pobre Rosa, eso debe de haber sido un trauma para ella —y lo había sido. Por eso había tardado en volverse a casar—. ¿Está o no?
—No.
—¿Y Anabella? —preguntó con desinterés.
Paula no se dejaba engañar. Pedro nunca sintió desinterés por Anabella.
—Tampoco. Está en Nueva York. Con su marido.
—¿Vive allí?
—De momento.
No era mentira. Anabella estaría allí por algún tiempo. Y estaba con su marido. No era necesario decirle que los dos estaban cara a cara en un tribunal de divorcio.
—Bueno, me encantaría charlar un rato, pero estoy esperando a alguien.
—Sí, lo sé —replicó él con expresión divertida.
Paula tardó un poco en reaccionar.
—¿Eres el hombre de Jadenet?
—Sí soy yo —asintió Pedro. Ella siempre le había gustado. Era lo mejor de los Chaves-Hamilton. Y estaba mucho más bonita, incluso bella, pero se parecía más a su madre—. Telefonea a la inmobiliaria —sugirió—. Comprueba mis credenciales, si quieres.
Le ofreció el teléfono móvil.
Paula lo ignoró.
—¿No tienes ni idea, verdad? —lo acusó.
—Es obvio que no.
—¿Sabes cuántos años hace que los Chaves-Hamilton viven en esta casa? —preguntó Paula con arrogancia
—No me lo digas. ¿Desde la Carta Magna?
Paula no sabía bien cuándo había sido eso, pero estaba claro que él se reía de ella.
Siempre lo había hecho, solo que en el pasado había sido con cariño.
—¿Qué importa? No lo comprenderías.
—Por ser de clase campesina, ¿quieres decir?
Paula deseó no haber dicho nada. Estaba dando la imagen de una esnob, y no lo era. Pedro la había desconcertado.
—No he dicho eso.
—No hacía falta. Ya sabes lo que tu familia pensaba de mí. Lo oí de buena fuente, ¿lo recuerdas? —Paula se sonrojó. Claro que se acordaba. Tenía sus propios recuerdos de ese día—. Siempre pensé que tú eras diferente, Paulita.
Paula quería decir que sí, que lo era y que lo seguía siendo.
Pero estaba más segura sin decir nada.
—No me llames Paulita —fue todo lo que pudo decir—. Ya no tengo diez años.
—No —Pedro dijo con énfasis, fijándose en su cuerpo esbelto, piernas largas, y la forma del pecho y las caderas—. Eso puedo verlo.
Casi la había desnudado con la mirada. Qué ironía. Diez años antes soñaba con que él la mirara de esa forma, y en ese momento la incomodaba.
—Papeles —dijo ella con hostilidad—. Supongo que traerás papeles.
—¿Papeles?
—Algo que demuestre que tienes una cita para visitar la casa.
Pedro tensó los labios. ¿Quién se creía que era su alteza Chaves-Hamilton? Y ¿quién creía que era él? Sacó una tarjeta de la cartera y se la tendió con una sonrisa. Paula la tomó, pero sin sus gafas apenas la podía leer.
—Si quieres te la leo —sugirió él.
Esa vez su tono era menos sarcástico.
—No soy tan tonta, ¿sabes?
—¿Acaso he dicho algo así, Mi… Paula? Solo que recordé que antes usabas gafas para leer.
Paula miró la tarjeta hasta que las letras quedaron enfocadas.
Pedro Alfonso
Director Gerente
P.A. Net
—¿Sabe mi madre que P.A. Net eres tú? —preguntó con brusquedad.
—Es posible que no —dijo él encogiéndose de hombros—. No concerté yo mismo la cita.
No, claro. Él tendría lacayos que lo hicieran. «Id a comprar la casa de mi niñez», les habría dicho. No era la casa de su niñez la que estaba en venta. La casita en la que él había vivido era la que no se vendía. Ella suponía que él ya lo sabía.
—Será mejor que entres —dijo ella y le hizo seña de que la siguiera.
La casa estaba casi vacía. Su madre había subastado casi todos los muebles. También había intentado hacerlo con la casa, pero no obtuvo el precio deseado y por eso la había puesto en venta.
Pedro examinó con detenimiento toda la casa. Evaluaba y medía todas las habitaciones. Por fin llegaron al comedor.
Allí se detuvo. La sala estaba vacía y Paula se preguntaba si Pedro recordaría la noche que él había entrado buscando a Anabella. Paula estaba sentada en un extremo de la mesa y Rosa Chaves-Hamilton en el otro. Anabella no estaba.
Había dejado a su madre para que actuara de intermediaria.
Y Paula había sentido mucha vergüenza ajena.
Volvió a la realidad cuando él le dijo:
—Me gustaría echar un vistazo arriba.
Paula le dio permiso con un gesto. Pensó que debía esforzarse en resaltar lo bueno de la casa, pero no podía. No a Pedro.
Pedro comenzó a subir las escaleras y ella lo siguió. Cuando llegaron al rellano Paula le preguntó:
—¿Siempre ambicionaste volver y comprar esta casa?
—Veo que no ha cambiado tu gusto como lectora.
—No sé qué quieres decir —dijo Paula perpleja.
—¿Jane Eyre? ¿O era Cumbres Borrascosas? Esa en que el burdo mozo de cuadra regresa rico para vengarse de la familia…
—Cumbres Borrascosas —contestó ella.
Él señaló hacia afuera, a los jardines y campos abandonados, el laberinto y el pequeño lago.
—No es exactamente Heathcliff, ¿verdad? No creo que pueda oír a Cathy llamándome —dijo en tono de burla.
Paula sabía cómo borrarle la sonrisa.
—¿Quieres decir Anabella?
—¿Anabella? —frunció los labios—. ¿Quieres decir el Gran Amor de mi Vida? —Paula no esperaba que fuera tan franco, ni que a ella le doliera aún que prefiriera a su hermana mayor—. Siento decepcionarte, pero ha llovido mucho. He tenido al menos dos o tres grandes amores desde entonces.
Su tono era burlón y Paula le contestó de forma similar, escondiendo sus verdaderos sentimientos.
—Cuánto me alegro por ti. Y por ellas, claro.
¿Qué más podía hacer? ¿Decirle lo mucho que había sufrido mientras él se divertía? Y no sería cierto. Ella y Dario eran felices.
Pedro se quedó cortado. La nueva Paula tenía zarpas afiladas.
—Tomaré eso como un cumplido.
—Yo no lo haría —murmuró Paula.
Pedro hizo caso omiso del comentario y quiso aclarar las cosas.
—De todos modos, es pura coincidencia que queramos comprar este sitio —«¿queramos?», pensó Paula—. Necesitamos una base cerca de Londres. Sussex está bien situado en relación al continente y Highfield es una de las tres posibilidades que nos ha dado la agencia inmobiliaria. La que preferíamos se vendió antes de que pudiéramos optar a ella y la otra no tiene permiso para uso comercial. Eso nos deja con Highfield.
Parecía como si se resignara a su querida casa de estilo georgiano, una de las mejores del condado.
—No te preocupes. Al menos tiene algo a su favor.
—¿Qué?
—Siempre puedes decir que es tu heredad, y así impresionar a los otros nuevos ricos, amigos tuyos.
Paula había ido demasiado lejos, pero no le importó.
Quería hacer tambalear su confianza en sí mismo. Herirlo como él la había herido, aún sin saberlo. Porque Pedro no tenía ni idea de lo mucho que había llorado por él.
Pedro no sabía cómo reaccionar. El perrito de peluche se había convertido en un Rottweiler que guardaba su propiedad. Solo que ya no sería suya por mucho tiempo, tanto si él la compraba como si no. Pensó que en efecto parte del encanto era que Rosa Chaves-Hamilton descubriera que el comprador de su mansión era el hijo de la cocinera. Pero no era parte del plan y, si no era adecuada, no la compraría.
—Puede que tengas razón —replicó con sequedad—. El escudo de armas sobre el dintel de la puerta y mi retrato sobre la chimenea. ¿Qué te parece? —parecía que él se estaba burlando otra vez—. Si quieres, te lo encargo a ti.
—¿A mí?
—Si no recuerdo mal, tú eras una artista.
—Eso era antes.
—¿No hiciste la carrera de arte?
Paula había querido hacerla, pero la realidad era otra.
—No. Hice otras cosas —contestó cortante, sin aclarar más. Pedro supuso que habría seguido el camino de su hermana, colegio privado, puesta de largo… Sería por eso que había cambiado tanto—. ¿Quieres ver las otras habitaciones?
—Tú quieres vender la casa, ¿no?
Ella se sonrojó. No quería venderla, pero tenía que hacerlo.
—Lo siento. No estaba segura de que aún te interesara.
—Si no la veo toda, no me interesa.
—De acuerdo —y prosiguieron examinándola.
Las habitaciones estaban vacías y deterioradas. Solamente quedaban muebles en su antiguo cuarto.
—Este era tu dormitorio —adivinó él al ver los libros de la estantería. Ella asintió—. ¿Aún vives aquí?
—No —contestó Paula—. No quedará nada para cuando la casa se venda.
—¿Dónde vives ahora?
—En el barrio.
—¿Estás casada? —añadió él con curiosidad.
—¿Con quién podría estar casada? —contestó ella contrariada.
—Bueno… Estaba ese chico —repuso Pedro con una sonrisa—, de una de las fincas cercanas. Solías montar a caballo con él. Tenía el pelo rubio, y varios hermanos.
Paula sabía en quién estaba pensando, pero no dijo nada. No había tenido un romance con Henry Fairfax.
—Pedro, has estado fuera casi diez años. ¿Crees que la vida del resto del mundo se ha detenido?
—Tienes razón. Pero es cierto que, cuando no ves a la gente durante un tiempo, su imagen se queda congelada.
Tenía razón. Hasta ese mismo momento, la imagen de Pedro había permanecido en su mente como la de su primer amor, un joven al que idolatraba, pero que no la correspondía.
Y allí estaba él, demasiado real, y suscitando resentimientos que no habían aflorado hasta entonces.
—¿Y a qué se dedica la nueva Paula? —preguntó él sonriendo.
Quizás lo preguntaba con verdadero interés, pero a Paula le parecía que no. Nunca se había fijado en ella cuando Anabella estaba presente.
—A arreglar casas —contestó ella.
—¿Arreglar? —repitió él dudando—. ¿Cómo qué, exactamente?
Paula lo miró de reojo. Algo en su expresión indicaba que realmente creía que la familia había caído muy bajo.
La idea la divirtió. Lo suficiente como para seguirle la corriente.
—Por lo general, ¿cómo se arregla una casa?
—¿Las limpias? —preguntó él, incrédulo.
En realidad las decoraba, pero estaba disfrutando de la confusión y no lo dijo.
—¿Te parece mal?
—No. Claro que no —su propia madre, aunque oficialmente era la cocinera, había limpiado en la casa de los Chaves-Hamilton—. Solo que nunca te he imaginado haciendo ese tipo de trabajo.
—Así es la vida —sentenció Paula—. Yo tampoco te imaginé como un importante hombre de negocios.
—Tampoco es eso —negó él—. Diseño y vendo páginas web. Da la casualidad que ahora el dinero está en eso.
No era falsa modestia. Paula lo sabía. Pedro nunca había exagerado sus logros. Había sacado el bachillerato y la universidad con sobresalientes; pero, seguro de su capacidad intelectual, nunca había sentido necesidad de vanagloriarse.
Fue al padre de Paula a quien se le ocurrió que hiciera de tutor de Paula. Hasta entonces, el hijo de la cocinera había trabajado en los establos, o en la granja. Pero, con su cerebro, seguro que sería mejor emplearlo ayudando a Paula.
Había sido una idea loca. Un chico de diecisiete años, por muy inteligente que fuera, ¿cómo iba a poder ayudar a una niña de once en lo que había fallado la cara escuela a la que asistía?
Pero había funcionado. Él había sido el primero en darse cuenta de que Paula podía recordar cualquier cosa que se le enseñara verbalmente, podía hablar sobre casi cualquier materia, y solo perdía capacidad cuando se enfrentaba a un papel. Él había sugerido que podía tratarse de dislexia, y las pruebas habían demostrado que estaba en lo cierto.
—¿Y el dinero es tan importante? —preguntó ella por decir algo.
—Lo es cuando no se tiene —respondió él. Ella no se lo discutió. Sabía que hablaba por experiencia. La madre de Pedro había muerto de cáncer y no le había dejado nada más que el dinero para el funeral. Pedro estaba mirando por una ventana trasera hacia donde estaba la casita en la que él y su madre habían vivido años atrás—. Tengo entendido que la casita está alquilada.
A Paula se le hizo un nudo en el estómago pero mantuvo la calma.
—Sí, lo está. ¿Sabías que no forma parte de lo que está en venta?
—No lo sabía. Las condiciones particulares no lo mencionan —Paula miró la carpeta que Pedro tenía en la mano. Fiándose de lo que su madre le había dicho, no había leído los detalles del texto de la inmobiliaria—. No entiendo cómo puede estar excluida, considerando que está en mitad de la finca.
—¡Pues lo está! —rebatió Paula con una seguridad que no sentía.
Pedro se encogió de hombros sin querer discutir.
—Quizás sea por eso por lo que tenéis dificultades en venderla. La gente compra este tipo de fincas para tener intimidad.
—¿Quién ha dicho que tenemos dificultades para venderla?
—El hecho de que la finca haya estado en venta durante más de un año. ¿Acaso se trata de inquilinos a quienes no se puede desalojar?
—¿Por qué? —Paula no tenía ni idea de lo que ella era.
—Porque si estás preocupada por no poder echarlos, hay métodos para hacerlo.
—¿Métodos? —Paula abrió los ojos—. ¿Qué quieres decir exactamente?
—Pues se les puede mandar un par de matones para intimidarlos —Pedro adivinó lo que ella pensaba—. O se les puede ofrecer una suma generosa para ayudarlos a trasladarse. Personalmente, prefiero la segunda opción. Me parece algo más civilizado.
Le estaba tomando el pelo otra vez y Paula volvió a sentirse como la niña que llamaba Paulita, a quien él siempre hacía rabiar con dulzura y que había terminado adorándolo.
Pero en ese momento no le parecía dulce sino condescendiente.
—La casita no está en venta —repitió ella.
Él no se dejó impresionar.
—Veremos lo que dice tu madre, suponiendo que yo esté interesado.
—¿Vas a hablar con mi madre? —dijo ella sorprendida.
—¿Hay alguna razón por la que no deba hacerlo? —¿estaba bromeando? Paula podía pensar en alguna, pero no iba a decirla—. A menos que tú creas que no es conveniente.
—Bueno… —ella hizo una mueca—. No os despedisteis de la mejor manera.
—No. No lo hicimos, ¿verdad? —sonrió él al recordarlo—. ¿Qué dijo? —ella se acordaba muy bien, pero no iba a ayudarlo—. Ah, sí… Algo así como que, aunque tuviera un título de Oxford, el hijo de la cocinera no era un pretendiente adecuado para sus hijas.
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