martes, 7 de junio de 2016
LO QUE SOY: CAPITULO 18
Apoyó la cabeza en el brazo del sofá y se recostó. Estaba agotada y necesitaba descansar, pero no eran ni las nueve de la noche, demasiado pronto para irse a la cama.
Cogió un libro y comenzó a leer, pero pronto lo dejó a un lado aburrida. Encendió la tele, pasó varios canales con el mando y la volvió a apagar. Se sentía inquieta y nerviosa.
Simon estaba de turno esa noche y Carmen había ido al estreno de un nuevo espectáculo de agua y fuego que tenía muy buena pinta, pero a pesar de que su cuñada le había ofrecido una entrada para ir con ella, no tenía humor para rodearse de gente y fingir que se encontraba bien porque no lo estaba.
Ojeó algunos números pasados de la revista para la que escribía Carmen y admiró su estilo de escritura. La forma como describía las sensaciones que le producían los diversos actos culturales a los que debía asistir para dar su opinión, era exquisita. Contaba al detalle cosas que cualquier otra persona habría pasado por alto: un gesto de la actriz principal al público, el detalle del decorado que más le había llamado la atención, la sonrisa traviesa de algún actor al encontrarse ante un fallo de guión. Te lo contaba todo sin desvelarte nada, y era ese tipo de cosas lo que la hacía valiosa en su trabajo.
Qué suerte había tenido Simon al toparse con ella.
Bostezó cansada y se estremeció. Su cabeza se debatía entre un baño e irse a la cama directamente. Recordó su último baño relajante y sonrió al sentir cómo la piel se le ponía de gallina solo de pensarlo. Lo echaba de menos, era increíble, pero no había momento del día en el que no pensara en él, en su boca, en sus manos, en su cuerpo, fuerte y musculoso, haciéndole el amor toda la noche, en su sonrisa traviesa, en su pelo rubio despeinado, en sus ojos que eran pozos negros y profundos. «Cuánto horror habrán visto esos ojos», pensó embelesada por el recuerdo de aquel hombre que la hacía estremecer con un pestañeo. Se había sentido molesta con él y con Simon. No quería que hablaran a sus espaldas como si ella fuera una niña pequeña que no puede protegerse. Pero por otro lado, se alegraba de que, por fin, su hermano y Pedro hicieran algo juntos por un bien común.
Había llamado a Simon para disculparse por su arranque de genio durante su visita al despacho y él se había reído quitándole importancia al asunto.
Como pasaba en esos últimos días, fue el teléfono quien la sacó de su ensoñación. Miró la pantalla. No había número, ni nombre y creyó que era Pedro.
—Te echaba de menos —dijo lentamente.
—¿Si? Vaya, puta, no pensaba que te fueran a excitar tanto nuestras conversaciones. Me halagas, perra, pero no te servirá de nada. —Paula ahogó un grito poniendo una mano en su boca. —Ahhhh, ya veo. Lo esperabas a él ¿verdad? Qué pena —dijo imitando la voz de un niñito—. Su trocito de carne andante no está para darte gustito entre las piernas.
—¿Qué quieres? —le espetó ella fieramente.
—Que te mueras, perra. Haré contigo como hice con la gorda de tu secretaria. No, no, lo mismo no, a ti te arrancaré la piel a tiras y mientras veo cómo te desangras alguien te dará el gusto que siempre anhelas, follándote hasta que grites.
—¿Por qué yo? ¿Qué he hecho yo? —Pau lloraba aterrorizada.
—Oh, pobrecita, ¿no sabe por qué? ¿No sabe que ha hecho mal? —dijo la voz con un tono dulce y meloso fingido para después cambiar de repente a otro amenazador y duro—: Has sido una niña mala, y las niñas malas reciben azotes en el culo. —Se levantó del sofá y fue hacia la ventana, necesitaba aire. —Oh, mírate. Con ese pantalón corto y esa camiseta pareces una puta satisfecha contigo misma ¿verdad? Dan ganas de atarte a la cama y azotarte. Seguro que te gusta. —La voz rio cuando ella se apartó de la ventana bruscamente. Paula colgó el teléfono rápidamente y se escondió en la oscuridad de su habitación. Temblaba tanto que no pudo marcar el número de Simon.
Su móvil volvió a sonar pero ella cortó la llamada. Sonó de nuevo.
—¡Déjame en paz, hijo de puta! —gritó llena de terror.
—Si vuelves a colgar el teléfono otra vez subiré ahí donde estás y te aseguro que te arrepentirás de haberlo hecho, ¿me has oído? Te conozco muy bien, Paula. Sé que harás lo que te diga porque ¿no querrás que a tu hermanito le pase nada, verdad?
—Ni se te ocurra tocarle un pelo. —Sentía que los ojos se le salían de las órbitas—. Te perseguiré como si se me fuera la vida en ello y te atraparé, eso dalo por hecho. Te pudrirás en la cárcel durante tanto tiempo que si sales algún día habrá cambiado el siglo, cabrón. —Tenía las uñas clavadas en las palmas de las manos y los ojos inyectados en sangre.
—Que valiente. ¿Me pregunto si tu cuñadita estará de acuerdo con esa agresividad? Es tan mansa y tan agradable. Tendré que preguntárselo a la salida del teatro esta noche, ¿no crees? —Se cortó la comunicación.
Paula encendió la luz de la mesita y se acercó a un lateral de la ventana para ver si había algún movimiento en la calle o en alguna terraza de alrededor, pero no logró ver nada. Eran ya las diez de la noche y había oscurecido.
Llamó a Simon de inmediato, alertándole para que mandara una patrulla a recoger a Carmen al teatro. Cuando le dijo que el tipo de las llamadas estaba por allí y que la había visto desde algún lugar en la calle, Simon casi se muere.
—No salgas de allí, Pau. Llegaré enseguida ¿de acuerdo?
—¿Y Carmen? —preguntó ella asustada.
—Ya he mandado a mi compañero a por ella, no esperará a que salga, entrará en el teatro y la sacará por la puerta de atrás. No te preocupes.
Tras la breve conversación, Paula se metió en la cama y empezó a temblar. A pesar de que la temperatura del ambiente era muy agradable, más bien tirando a calurosa, ella temblaba de frío. Quiso llamar a Pedro pero pensó que tendría que dejarle un mensaje y esperar a que él lo oyese.
Eso podría ser enseguida, o dentro de tres días.
De repente oyó un ruido en la escalera de emergencia. Se quedó muy quieta, casi sin respirar. Lo oyó otra vez, y otra.
Se levantó corriendo y cerró las ventanas del salón y de la habitación. Podría ser cualquier cosa pero como no creía en las casualidades prefirió no arriesgarse. Simon le había dicho que lo esperara en casa pero ella no estaba dispuesta a enfrentarse con aquel loco en ese momento.
Se puso sus zapatillas de deporte nuevas, cogió su bolso y se lo cruzó a modo bandolera. Volvió a oír el ruido y salió disparada hacia la puerta de entrada, pero en lugar de bajar a la calle, subió hasta la azotea. Corrió hasta el muro de separación de las terrazas como si la persiguieran mil demonios y saltó con facilidad el metro y medio de ladrillos.
Encontró la puerta de las escaleras del edificio y voló por ellas hasta la portería que daba a la calle de atrás. Se alejó todo lo que pudo y en cuanto vio un taxi libre, lo paró y le dio la dirección a la que iría.
Simon comunicaba todo el rato. No había forma de contactar con él. Carmen, al parecer, había olvidado conectar su teléfono al salir del teatro. Esperaba que estuviera bien.
Eran las once y media de la noche cuando llegó a casa de Pedro. El portero le hizo una seña a modo de saludo y no le dijo nada cuando se metió en el ascensor. Se miró en el espejo y se encontró horrorosa. El pelo enredado se le escapaba de la coleta que se había hecho deprisa antes de salir corriendo de casa de Simon. La camiseta estaba desgastada, era una de las que usaba Simon para el gimnasio, con las mangas cortadas. Los pantalones cortos, que apenas se veían bajo la camiseta, eran lo único decente pero demasiado cortos. Le dolían los pies por llevar las zapatillas sin calcetines. Seguro que tendría un millón de llagas en los dedos.
Se abrieron las puertas del ascensor en el piso veinticuatro.
Metió la llave en la cerradura y abrió la puerta despacio. El olor de aquella casa le trajo a la memoria la noche que había pasado allí, la increíble experiencia que Pedro le había proporcionado sin darse cuenta. No pudo contener las lágrimas cuando vio la cama deshecha, las almohadas colocadas de cualquier forma, las sábanas revueltas y la camiseta que ella había llevado en un lado, en el suelo.
Se quitó el bolso y se tumbó en la cama a llorar hasta que se quedó dormida por el agotamiento.
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