martes, 7 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 19





Pedro entró silencioso en el apartamento como solía hacer siempre que llegaba a casa. Estaba preocupado. Había pasado la noche entre vuelo y vuelo. Simon lo había llamado un millar de veces. Aquel tipo había vuelto a llamar y Paula había desaparecido. Su apariencia exterior nada tenía que ver con el enjambre de nervios que hervía dentro de su pecho. Ni siquiera se dio cuenta de lo agitado que estaba hasta que estuvo a punto de agredir al taxista indio que lo llevó a casa. Y solo porque el hombre tenía ganas de hablar y él no.


Dejó la bolsa de tela a un lado de la puerta y entró en la cocina. No iba a poder dormir hasta que no encontraran a Paula. Se preparó algo de picar y abrió una lata de cerveza. 


Dio un trago largo. Se daría una ducha y después llamaría a Simon.


Entró en la habitación a oscuras y fue directo a encender la luz del cuarto de baño. Se fijó en la imagen que le devolvía el espejo. Estaba sin afeitar, tenía un pequeño corte en la ceja ya cicatrizado prácticamente y presentaba un aspecto lamentable. De repente, percibió un movimiento a través del espejo, justo detrás de él. Enfocó la mirada y la vio. Estaba dormida, envuelta en las sábanas de cualquier forma, encogida como si se protegiera de alguna amenaza y parecía tan vulnerable como preciosa.


Salió de la habitación y cogió el teléfono. Marco el número de Simon y le dijo:
—Está aquí, Chaves, en mi casa. —Pedro sonrió ante la cantidad de improperios que soltó el hombre. Sabía que era más por el alivio que sintió cuando supo del paradero de su hermana que por el hecho de que estuviera en su casa. Era normal que se sintiera tan impotente y que reaccionara de esa forma al saber que ella estaba bien.


No se dijeron nada más. Pedro dejó el móvil encima de la mesa y fue hasta la habitación. Entró en silencio admirando las curvas de esa mujer, la forma en que su pelo reposaba sobre la almohada, su boca entreabierta respirando tranquilamente ajena a todo, sus manos apoyadas en el colchón como a la espera de encontrarlo a él a su lado. Se estremeció y lo invadió una sensación de euforia que no comprendió enseguida, pero conforme pasaban los minutos y la miraba, se dio cuenta de que solo podía ser una cosa, algo que prefirió no pensar.


Se acercó a la cama y se sentó en un extremo.


—Paula, despierta —le dijo suavemente poniéndole una mano en el hombro. Ella no se movió—. Paula, ¿me oyes? —Se giró lentamente, abriendo y cerrando los ojos despacio. 


Estaba aún adormilada y pensó que era un sueño. Se encogió y empezó a llorar. Pedro la agarró con más fuerza de la que hubiera querido y la sentó sobre sus piernas para abrazarla. Ella se agarró a su cuello como si fuera su salvavidas y poco a poco se fue relajando. Pedro pensó que se había quedado dormida.


—¿Estas mejor? —preguntó en un susurro junto a su oreja. 


Ella se movió y levantó la cara hacia él. No respondió, se quedó mirándolo fijamente, como si fuera un espectro.


—Has vuelto —dijo en un murmullo.


—Sí, esta noche.


Ya no dijeron nada más. Pau le acarició la cara con la punta de los dedos y acercó su boca a la de él para besarlo. Pedro reaccionó de inmediato abriendo los labios para ella. Era importante que ella recuperara el control por un momento y él no se lo impediría. La lengua de Paula comenzó a deslizarse dentro de la boca masculina que tenía un ligero sabor a cerveza. Le recorrió el labio superior y luego el inferior, continuando con pequeños besos en la comisura de la boca que hizo perder el control al hombre.


La empujó dulcemente hacia atrás y la acostó entre las sábanas sin perder el contacto con sus sabrosos labios.


Profundizó en el beso, apretando su cuerpo contra ella, volviéndolo salvaje y enfermizo, arrancando gemidos de placer de su boca que provocaban punzadas que iban a parar directamente a la dureza de su miembro.


—He deseado tanto tocarte —le dijo él cuando desvió sus labios hacia el lóbulo de su oreja, lamiéndolo y mordiéndolo con dedicación. Las manos de Pedro volaban por el cuerpo de Pau. Se metieron por debajo de su camiseta hasta llegar a sus pechos que ya estaban duros por la expectación de su tacto.


Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Paula en cuanto él la tocó. Ya no deseaba otra cosa que sentirlo dentro de ella, que notar sus manos sobre su piel, que saborear el momento del éxtasis junto a él.


Pedro le sacó la camiseta despacio y la tiró fuera de la cama. Le siguieron los pequeños pantalones de deporte y el tanga que bajaron en una sola vez empujados por las fuertes y deseosas manos de aquel maravilloso hombre. Cuando estos siguieron el mismo camino que la camiseta, él, en un movimiento rápido, se quitó la suya, deseando sentir el pecho de Pau aplastado contra el propio.


La observó unos segundos. Era la mujer más perfecta con la que había estado jamás en su vida. Apasionada, hambrienta, agresiva o sumisa dependiendo el momento, pero sobre todo, ardiente. Se retorcía encima de la cama esperando sus caricias que no tardaron en llegar.


Se acercó a un pezón y lo lamió con fuerza arrancando un gemido de sus labios. Continuó lamiendo, succionando, mordiendo suavemente, acariciándola con el aliento cálido de su boca o soplando una brisa fresca para endurecer hasta la locura el pequeño botón rosado. Mientras, con una de sus manos, masajeaba el otro pecho, pasando el dedo pulgar por encima del otro pezón con rápidos y cortos toques que la volvían loca.


—No puedo esperar más —dijo ella jadeante, llevándose una mano a sus partes más íntimas—. Por favor, por favor —le suplicó.


—No, aún no, deseo saborearte entera. Quiero que te corras para mí, Pau; que llegues a lo más alto para mí, y quiero verlo con mis ojos —le susurró tan eróticamente que sintió las primeras oleadas del orgasmo al instante.


Pedro le besó el abdomen plano y duro dejando un rastro húmedo de besos. Le acariciaba la piel sensible del interior de los muslos, lo que hizo que ella se abriera más de piernas, para facilitarle el camino hasta su sexo palpitante y deseoso de ser tocado. Pero las manos de él nunca llegaban al punto que ella quería. Se sentía mareada, extasiada, no sabía qué hacer o decir para que él le diera la satisfacción que pedía con sus caderas, con sus manos, con todo su cuerpo.


De repente Pedro detuvo sus besos en lo alto de los rizos negros que habitaban entre sus piernas.


—Quiero que me mires, Pau. Mírame.


Ella levantó la cabeza y vio su media sonrisa y sus ojos velados por una pasión similar a la suya. Entonces él, consciente de que ella miraba fijamente sus movimientos, introdujo la lengua entre la maraña de rizos y tanteó hasta encontrar el bultito sonrosado que tanto deseaba encontrar. 


Pau chilló de placer cuando la lengua de él, áspera y resbaladiza giró y se retorció alrededor de su clítoris. Largos lengüetazos se alternaban con pequeños toques, juguetones y rápidos.


Creyó que moriría de placer cuando la lengua de Pedro la penetró absorbiendo sus jugos más íntimos.


—Córrete para mí, mi amor. Córrete, Pau.


—Sí —dijo ella gimiendo. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás para esperar la cumbre de aquella experiencia.


—No, mírame. No dejes de mirarme, mi vida. Mírame. Quiero que veas cómo te corres en mí.


Parecía que no lo había oído cuando, de pronto, levantó la cabeza y lo miró. Entonces él empezó de nuevo las embestidas con la lengua mientras le frotaba el clítoris con un dedo hasta que llegó a lo más alto y una sustancia viscosa y salada empezó a manar de ella. Se estremecía una y otra vez con unas olas de placer superiores a cualquier otra cosa que hubiera sentido nunca. Se mordía los labios para no gritar y notó el sabor metálico de la sangre en su boca cuando la intensidad de su orgasmo comenzó a bajar.


Pedro se incorporó pasando las ásperas manos por su cuerpo. Se colocó entre sus piernas y se quitó los pantalones, lanzándolos a la otra punta de la habitación con una patada. Entonces situó su miembro, duro y palpitante, en la entrada que hacía un momento saboreaba y empujó sin remilgos hasta introducirse totalmente en ella y quedar pelvis contra pelvis.


Paula gimió fuertemente y se agarró a sus poderosos hombros para clavar allí sus uñas en un arrebato de pasión. 


Pedro ya no podía hablar, solo pensaba en que explotaría si no alcanzaba el orgasmo pronto y embistió una vez tras otra. 


Ella se adecuó al ritmo que marcaban las caderas de él y pronto comenzó a sentir de nuevo las oleadas de placer que le volvían los miembros de mantequilla y le hacían casi perder la conciencia.


Alcanzó un nuevo orgasmo unos breves instantes antes que él y sintió que se convertían en una sola persona en ese preciso momento.


Jadeantes y sudorosos sus cuerpos se fueron relajando conforme pasaban los minutos. Pedro, encima de ella, se apoyó en los codos para reposar su peso y no hacerle daño. 


Puso una mano a cada lado de su cabeza y se la sujetó delicadamente para besarla con pasión y abandono. Luego, rodó a un costado de la cama, saliendo de ella, y la atrajo a su lado protegiéndola con su fuerte brazo. Paula reposó la cabeza en su pecho y sintió los latidos de su corazón mezclados con los de él. Escuchando únicamente ese sonido logró conciliar un profundo sueño. Pedro también se durmió.



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