domingo, 5 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 12





—Hay algo que no entiendo, inspector —dijo Pau fatigada en exceso. No dejaba de apretarse el puente de la nariz. Su predicción de dolor de cabeza se había hecho realidad—. Si todas las denuncias que ha habido son por el mismo asunto, ¿cómo es posible que no haya un patrón de seguimiento? 
¿Son todos iguales o hay alguno que se caracterice por algo en concreto? ¿Desde cuándo tenemos este tipo de casos aunque sean aislados? Son sumas demasiado importantes para que se pierdan así sin más.


—En respuesta a sus preguntas, señora Chaves, sí existe un patrón de seguimiento, lo que pasa es que hasta ahora no lo habíamos puesto en marcha. La mayoría de los chantajes consisten en lo mismo, es decir, el chantajista posee documentos, fotografías o cualquier dato que las víctimas no desean que salga a la luz. Hemos hablado con varios de ellos y las cantidades suelen ser grandes, bastante grandes, pero cada una es diferente. Los casos se suceden en diferentes fechas desde hace ya tres años, pero nunca hemos reparado en que haya una continuidad entre ellos pues no se parecen en nada y, a la vez, son iguales. —Paula asintió. Se preguntaba cómo de competente sería el cuerpo de policía de Nueva York porque en ese momento le parecían unos inútiles de campeonato. Sonrió al pensar en la reacción de su hermano si oyera sus pensamientos. Fred prosiguió—: Hemos comprobado las cuentas que el chantajista ha utilizado. Todas estaban a nombres de personas que habían muerto o estaban a punto de hacerlo. Nunca se repiten.


Paula abrió los ojos como platos. Se levantó de la silla de cuero en la que estaba sentada, apoyó las manos abiertas sobre la mesa de cristal que la separaba de Federico y se inclinó tanto hacia él que le ofreció una panorámica completa del nacimiento de sus pechos. Estaba tan cabreada que se hubiera comido a ese hombre sin pestañear.


—¿Y no se ha dado cuenta usted, inspector, que el hecho de que todas las cuentas pertenezcan a personas fallecidas o a punto de hacerlo es un móvil para el caso? —gritó a escasos centímetros de la cara de Federico.


El inspector dio un salto en su silla sobresaltado por ese estallido de agresividad proveniente de una mujer de aspecto tan delicado y femenino. Aún no había tenido la oportunidad de trabajar con el Fiscal pues hacía poco tiempo que lo habían ascendido a inspector y ese era, en verdad, su primer caso.


Paula se sentó y respiró hondo. Se acomodó la chaqueta del traje negro que le ceñía la esbelta cintura y le enmarcaba los pechos, y puso en su semblante una expresión de fingida tranquilidad. Anotó un par de cosas en la libreta que llevaba, trabajo que le correspondía a su secretaria ausente, y levantó su verde mirada hacía el hombre que la observaba enfrente.


—Coja esa información y explótela, exprímala, sáquele todo el jugo hasta que haya averiguado algo sustancial —dijo más calmada pero en tono tan serio que no dejaba lugar a discusión alguna—. Investigue quiénes son esas personas fallecidas, dónde vivían, si tenían algo en común, además del hecho de estar muertas o a punto de morir. Hable con sus familiares, vaya a sus casas, pregunte a los directores de los bancos. A ver qué saca de todo eso. Dentro de quince días espero un informe detallado en mi oficina. Eso es todo. —Despidió al inspector con un gesto de la cabeza, pero antes de que él cerrara la puerta de la sala donde se habían reunido, Paula dijo—: ¿Inspector? Para ser su primer caso no lo está haciendo muy bien. Aplíquese al trabajo. —Federico la miró con una especie de rencor en los ojos, asintió y cerró la puerta tras de sí.


—Bruja —masculló él entre dientes cuando iba hacia su coche.



* * * * *


Paula pasó el resto de la tarde preparando documentos y estudiando las pruebas de algunos casos que habían llegado esa mañana y debido a la ausencia de su secretaria, no habían sido archivados en sus respectivos expedientes. El dolor de cabeza ya era una realidad tan dolorosa que en ocasiones se le nublaba la vista y tenía que dejar lo que estuviera leyendo para recuperarse.


A las siete de la tarde llamó a Simon. Necesitaba a alguien que la llevara de compras. Sabía que Linda estaría encantada de acompañarla pero ella no tenía coche ni carnet de conducir y eso significaba que tendría que conducir. No quería coger el metro, ni el tren, no quería estar con gente alrededor, solo quería distraerse y comprar algo de ropa que ponerse.


—¿Me llevas de compras? —preguntó en cuanto Simon contestó al teléfono.


—¿Ahora? —preguntó él—. He quedado con Carmen, Bella.


—Pues que se venga, por favor. Necesito comprarme ropa y no quiero ir en tren. Anda, por favor, llévame a Jersey Gardens, por favor, por fi… —rogó infantilmente como siempre hacía cuando quería conseguir algo de Simon.


—Bueno, bueno, voy a llamar a Carmen y ahora te digo algo, ¿vale? Pero no te prometo nada.


—Está bien, espero tu llamada. —Sonrió complacida pues sabía que a Carmen no le importaría ir de compras.


Simon y Carmen iban a casarse cuando su madre murió. 


Había sido un golpe muy duro que Simon no superó tan bien como todos hubieran querido y aplazaron la boda sin fijar una fecha. Carmen había ayudado mucho a su hermano. No era fácil soportar a Simon cuando se enfadaba, si estaba frustrado o le había ido mal el día, pero Carmen era paciente, agradable y sabía plantarle cara cuando la situación lo merecía. A principios de ese año a Carmen le ofrecieron un puesto de redactora en un periódico de Florida y cuando se lo dijo a Simon, este sintió que su mundo se evaporaba bajo sus pies. Eso fue lo que hizo reaccionar a su hermano y pronto fijaron una fecha para la boda. Paula sabía que, en parte, Carmen no se hubiera ido a Florida. Le gustaba el trabajo que tenía en una revista de cultura y siempre había dicho que no servía para trabajar en un periódico diario. A ella le gustaba ir a espectáculos, visitar museos y sus exposiciones, asistir a la ópera, al teatro y al cine, y luego ofrecer a la gente un punto de vista diferente en sus artículos semanales. Nueva York era una caja de sorpresas y había cosas de las que hablar todos los días del año. Además, algunos periódicos de Nueva York contrataban sus servicios de freelance para artículos culturales cuando había algún acontecimiento de prestigio en la ciudad. Pau sabía que era una trampa para hacer que Simon tomara una decisión con respecto a la boda.


El teléfono sonó y la sacó de sus pensamientos sobre su familia. Respondió sin mirar la pantalla.


—¡Que rápido, Simon!


—SIIIIMMMOOONNNN, no soy SIIIIMMMOOOONNNN —dijo una voz extraña al otro lado de la línea. Sonaba mecánica, parecía la voz de un robot. Era la misma voz que la llamó esa misma mañana.


—¿Quién eres? Ya estoy harta de estas tonterías.


—Oh, no, no puede ser. ¿Ya estas cansadita, perra? ¿No te apetece jugar un ratito más? Anoche no le dijiste lo mismo a tu salvador, ¿verdad? —Paula contuvo la respiración y se quedó mortificada al escuchar sus palabras—. ¿Se la chupaste bien, puta? ¿O te comió el coñito él a ti como quien chupa una fruta madura? Te gustó, ¿verdad? Seguro que te pusiste de rodillas y le suplicaste que te follara como una desesperada…


—¡Basta! ¿Por qué me haces esto? —Se le ahogaba la voz.


—¿Por qué me haces esto? ¿Por qué me haces esto? —dijo imitando su tono lastimero—. ¿Eso es lo que le decías a él mientras te metía la polla una y otra vez, puta? —Se oyeron unos jadeos al otro lado de la línea telefónica—. ¿Crees que ver arder toda tu vida es un castigo? ¿Lo crees, zorra? Un castigo es lo que va a venir a partir de ahora. —Se cortó la llamada.


Pau se quedó sentada en su despacho mirando al vacío. 


Estaba paralizada por el miedo, sus piernas y sus brazos no respondían a las órdenes de su cabeza que gritaba que saliera de allí de inmediato y fuera a la policía.


La tarde estaba gris a pesar de ser finales de junio. Los cristales ahumados del despacho junto con el feo cielo que se preparaba para una tormenta de verano hacían que aquella habitación amplia y espaciosa estuviera en penumbra, con un aspecto tan siniestro que puso los pelos de punta a Pau.


El teléfono la sobresaltó. Desconfiada, miró la pantalla y vio que esta vez sí era Simon.


—Estamos de camino a tu oficina. Llegamos en cinco minutos.


Cuando estaba recogiendo sus cosas para marcharse oyó el timbre de las puertas del ascensor al abrirse. Muy despacio se acercó a su puerta del despacho y asomó la cabeza para ver quién era, pero allí no había nadie. Las puertas se cerraron y ella miró a todas partes desde la poca seguridad de aquel lugar al que se encontraba aferrada con las uñas clavadas en el marco de la puerta. Decidió terminar de recoger sus cosas y salir corriendo de allí.


Fue hacia el ascensor, apretó el botón de llamada y esperó. 


Las oficinas estaban en la planta diecinueve de un edificio de treinta y una altura, por lo que coger uno de los ascensores en hora punta era una locura, pero a esas horas, cuando no quedaba casi nadie en el edificio, no resultaba difícil.


Se impacientaba, pasó por su cabeza la posibilidad de bajar por las escaleras pero tardaría más y llegaría abajo sudada. 


Resolvió tranquilizarse. Allí no había nadie más que ella y era absurdo estar nerviosa en ese momento. Debía, ante todo, mantener la calma. En el coche hablaría con Simon, se lo contaría todo y él la ayudaría.


De repente, una mano grande y fuerte se puso sobre su hombro y la sacudió levemente. Paula dio un grito ensordecedor y se metió dentro del ascensor justo en el momento en el que se abrían las puertas. Se dio media vuelta y vio a Kalvin Merrywether, el empleado de la compañía de limpieza, mirándola como si estuviera loca de atar.


—Pensé que no había nadie en la planta. Al menos cuando llegué no vi ninguna luz. Disculpe, señora Chaves.


Paula respiró varias veces seguidas para poder tranquilizarse. Si seguía así hiperventilaría y se desmayaría ahí mismo.


—No pasa nada, Kalvin. Solo me asustaste. Hasta mañana. 
—Y las puertas del ascensor se cerraron dejando a Kalvin con cara de preocupación.


Mientras esperaba en la calle a que llegara su hermano y su cuñada pensó en Pedro. Había ido a Washington pero no le había dicho a qué exactamente. Sabía, por medio de su padre, que Pedro se había alistado en el ejército y que pertenecía a las Fuerzas Especiales, pero no conocía cuál era su labor allí. Desde luego, pensó, debía ser una labor importante ya que con una sola llamada y sin una sola palabra, le habían hecho ir hasta la capital para… ¿Qué? No sabía lo más mínimo de ese hombre. «Puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras», le había dicho él, pero, aunque había estado convencida de que lo haría, al menos hasta que encontrara otro lugar donde quedarse, ahora ya no estaba tan segura de hacerlo.


Simon y Carmen llegaron con el coche, ella subió simulando una sonrisa y se olvidó de Pedro al instante.




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