jueves, 5 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 4




–La gente dice que tengo un rostro muy común –la voz de Paula tenía un tono nervioso. Se dio la vuelta y prácticamente hundió la cara en la carpeta.


Pedro se consideraba un experto en descifrar el mensaje oculto en las palabras de una mujer, sobre todo en el arte del despiste. «No puedo creer que vaya a intentar ocultarlo»


–¿Has trabajado alguna vez para mí?


Ella se encogió de hombros y clavó la mirada en su agenda.


–Me acordaría.


Había llegado el momento de subir la temperatura.


–¿Hemos tenido una cita?


Paula vaciló.


–No, no hemos tenido ninguna cita – señaló con el dedo una página de la agenda–. Entonces, las entrevistas…


Pedro se acercó y observó la página.


Se perdió en la confusión de nombres de publicaciones.


–No me extraña que mi asistente entrara en pánico esta tarde –pasó las páginas–. Normalmente trabajo dieciocho horas al día. ¿Cuándo se supone que voy a encontrar tiempo para esto?


–Tu asistente dijo que te reorganizaría la agenda. La mayoría de las fotos y las entrevistas se harán en tu casa o en la oficina. Yo me aseguraré de que tengas todo lo que necesitas.


En aquel momento, lo que más necesitaba era buscar consuelo en un segundo bourbon en cuanto acabara con el Chianti. Continuar con aquella farsa no le apetecía nada, y la negativa de Paula a reconocer su pasado común le resultaba muy frustrante. Necesitaba una respuesta para la pregunta que le había rondado la cabeza durante el año pasado. ¿Cómo podía una mujer compartir una noche tan extraordinaria de pasión con él y luego desaparecer?


–Por el momento, la entrevista más importante es la de la revista Metropolitan Style –continuó Paula–. Van a hacer también fotos en tu casa. Voy a llevar a un decorador para asegurarme de que el ambiente sea perfecto para las fotos. Moro tendrá que ir a la peluquería, pero yo me ocupo de eso.


–Moro odia a los peluqueros. Tendrás que contratar al suyo, pero siempre tiene todas las horas reservadas semanas antes.


–Haré lo que pueda, pero si no está disponible tendré que contratar a alguien. Moro es importante. A la gente le encantan los perros.


–¿Cómo sabías que tenía perro?


Paula se aclaró la garganta, –Se lo pregunté a tu asistente.


Tenía una respuesta evasiva para todo.


–Y si no hubiera tenido perro, ¿qué habrías hecho?


–Hago todo lo que sea necesario para que mis clientes den una buena imagen.


–Pero todo es mentira. Las mentiras se acaban descubriendo.


Paula dejó el bolígrafo y aspiró con fuerza el aire. Se subió las mangas de la blusa con gesto decidido.


–El decorador es una pérdida de tiempo –aseguró Pedro–. Mi apartamento está perfecto.


–Tenemos que hacer que parezca un hogar en las fotos, no la guarida de un soltero.


Pedro vio allí su oportunidad. Ella sabía cómo era su apartamento, porque la había seducido allí.


–Entonces tendré que librarme de la colección de etiquetas de cerveza de neón, ¿verdad? Están por todas partes –
no tenía semejante cosa, pero no vaciló en inventárselo para pillarla.


Paula apretó los labios.


–Ya hablaremos de eso más tarde – afirmó con tono frustrado.


–No, quiero solucionarlo ahora – Pedro estaba dispuesto a pasarse horas inventando tonterías–. Hay grifos de
cerveza en la cocina, y necesito saber si van a fotografiar mi dormitorio. Tengo una cama redonda.


–Eso es ridículo.


–Muchos hombres tienen camas de ese estilo.


–Pero tú no –le espetó ella.


Se quedó pálida.


–¿Tú cómo lo sabes? –le preguntó.


Paula se puso más recta en la silla y trató de recomponerse.


–Eh…


–Estoy esperando.


–¿Qué esperas exactamente?


–Estoy esperando a oír la verdadera razón por la que sabes que tengo perro y cómo es mi apartamento. Estoy esperando a que lo digas, Pau.


Paula dejó caer los hombros.


–Te acuerdas de mí.


–Por supuesto. Yo nunca olvido a una mujer. Te has cambiado el pelo.


A ella se le aceleró el pulso.


–Sí, me lo he cortado.


–Y el color es diferente. Lo recuerdo extendido en la almohada de mi cama – Pedro se puso de pie y volvió a la isla de la cocina para llenarse la copa. Al parecer estaba enfadado, porque a ella no le ofreció más–. ¿De verdad no te pareció un problema aceptar este trabajo sabiendo que nos habíamos acostado? Supongo que eso no se lo contarías a mi padre.


Pedro tenía toda la razón, pero necesitaba el dinero. Su antiguo socio se había marchado dejándola a cargo de un crédito astronómico. La peor parte era que también fue su novio, y que se había ido porque se enamoró de una de las clientas.


–Espero que podamos ser discretos con esto. Creo que es mejor reconocer que fue algo puntual y no permitir que
afecte a nuestra relación laboral.


–¿Algo puntual? ¿Eso fue? No me pareces una mujer que vaya por Manhattan yéndose con hombres que no conoce. ¿Y qué hay del contrato que te hizo firmar mi padre, la cláusula de no confraternizar con el cliente?


–Eso es exactamente por lo que pensé que sería mejor ignorar nuestro pasado. Necesito este trabajo y tú necesitas limpiar tu imagen. Los dos salimos ganando.


–Así que necesitas el trabajo. Esto es una cuestión de dinero.


–Sí, lo necesito. Tu padre es un hombre muy poderoso y esto será un gran impulso para mi empresa.


–¿Y si te digo que yo no quiero hacer esto?


Paula tragó saliva. Pedro no paraba de ponerle obstáculos en el camino.


–Mira, entiendo que estés enfadado. El escándalo es terrible y yo no he mejorado las cosas al confiar en que no me reconocerías. Ha sido una estupidez por mi parte y lo siento. Pero si estás buscando una razón para seguir con esto, solo tienes que pensar en tu padre. No solo está preocupado por su empresa y la reputación de su familia, sino por ti.
No quiere que tu talento quede ensombrecido por las historias de los periódicos sensacionalistas.


Se hizo el silencio. Pedro parecía estar reflexionando.


–Te agradezco las disculpas.


–Gracias por aceptarlas –Paula aspiró con fuerza el aire y deseó haber puesto fin a la situación.


Entonces se volvió a hacer el silencio y a Paula le rugió tanto el estómago que Pedro abrió los ojos de par en par.


–Ese ruido es muy inquietante –se dirigió a la nevera y sacó un cuenco tapado–. Mi cocinera hizo una salsa marinera antes de irse. Solo me llevará unos minutos hacer una pasta.


–Déjame ayudarte –le pidió ella.


Deseaba desesperadamente hacer algo para distraerse.


–¿Ayudarme a qué? ¿A poner agua a hervir? –Pedro llenó una cacerola alta con agua y la puso en la vitrocerámica
de seis fuegos–. Podría haberte preparado mis famosos huevos revueltos si aquella noche no te hubieras marchado a escondidas como Cenicienta.


Aquel hombre no tenía miedo a tocar temas incómodos. ¿Qué se suponía que debía decir ella?


–¿No tienes nada que decir, Cenicienta?


–Lo siento –Paula se aclaró la garganta–. No podía quedarme.


Pedro echó la salsa en una sartén y sacudió la cabeza.


–Esa es una excusa terrible.


Excusa o no, no podía quedarse de ninguna manera. No podría haber soportado el rechazo de Pedro a la mañana siguiente. Oírle decir que la llamaría cuando sabía que no lo haría.


Ya había sufrido un menosprecio doloroso aquel mes, y del hombre con el que creía que se casaría.


–Lo siento, pero es la verdad.


Salía vapor de la cacerola, y el aroma de la salsa inundaba el aire. Pedro echó la pasta fresca en el agua.


–Solo me pregunto por qué no te quedaste cuando hay una química así con alguien. O al menos despedirte, o dejar una nota. Ni siquiera sabía cómo te apellidabas.


Un momento, ¿había dicho química?


Paula pensaba que había sido solo cosa suya.


Pedro clavó la mirada en la suya y entornó los ojos.

  –Tal vez algún día me digas la auténtica razón.


No, eso no iba a ocurrir.





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