miércoles, 4 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 3



Le parecía de mala educación volver a llamar al timbre por segunda vez, pero se estaba congelando. Cuanto antes terminaran Pedro y ella la primera parte del trabajo aquella noche, antes estaría en pijama, calentita y cómoda bajo el edredón de su hotel. Volvió a pulsar el timbre justo cuando se descorría el cerrojo.


Pedro Alfonso abrió la puerta vestido con una camisa de cuadros blancos y azules y las mangas subidas, mostrando los musculosos antebrazos.


Unos vaqueros completaban el conjunto.


–¿La señorita Chaves, supongo? Me sorprende que haya logrado llegar. ¿Tomó usted una canoa en el aeropuerto?
–mantuvo la puerta abierta con una mano mientras se pasaba la otra por el pelo castaño.


Ella se rio nerviosa.


–Opté por un hidrodeslizador.


A Paula le latía el corazón con fuerza contra el pecho. Los ojos azules y fríos de Pedro, bordeados por unas pestañas negrísimas, la hacían sentirse expuesta y desnuda.


Él sonrió y la invitó a entrar con una inclinación de cabeza.


–Siento haberla hecho esperar. Tuve que meter a mi perro en la habitación. Si no la conoce se lanzará sobre usted.


Paula apartó la mirada. No podía seguir sosteniendo la suya. 


Extendió la mano.


–Me alegro de verle, señor Alfonso.


Se contuvo para no decir «me alegro de conocerle», porque eso habría sido una mentira. Cuando aceptó aquel trabajo, pensó que Pedro conocía a muchísimas mujeres. ¿Cómo iba a recordarlas a todas? Además, se había cortado un poco el pelo y había pasado del rubio apagado al dorado desde su encuentro.


–Llámame Pedro, por favor –Pedro cerró la puerta, dejando por suerte el frío atrás–. ¿Tuviste problemas para encontrar este sitio bajo la lluvia?


Pedro la estaba tratando con la educación reservada a los
desconocidos, y por primera vez desde que le abrió la puerta, Paula sintió que podía respirar. «No me recuerda».


Tal vez podía volver a mirarle a los ojos.


–Oh, no, ningún problema.


La complejidad de sus ojos la dejó paralizada, atrapada en el recuerdo de lo que había sentido la primera vez que la miró, cuando parecía decirle que lo único que quería era estar con ella.


–Por favor, dame el abrigo.


–Ah, sí. Gracias –Paula se desabrochó con cierta ansiedad los botones y se quitó el abrigo–. ¿No tienes servicio aquí en la montaña?


Pedro le colgó el abrigo en el armario y ella se tomó un segundo para pasarse las manos por los pantalones de vestir negros y retocarse la blusa de seda gris.


–Tengo ama de llaves y cocinera, pero las envíe a casa hace horas. No quería que salieran a carretera en estas condiciones.


–Sé que llego unas horas tarde, pero tenemos que ajustarnos al programa. Si esta noche acabamos con el plan de los medios, mañana podemos dedicar el día entero a la preparación de las entrevistas –Paula agarró la bolsa y sacó los libros que había llevado.


Pedro dejó escapar un suspiro y los agarró.


–Elaborar una imagen para el mundo corporativo. ¿En serio? ¿La gente lee esto?


–Es un libro fabuloso.


–Parece apasionante –Pedro sacudió la cabeza–. Vayamos al salón. Me vendría bien una copa.


Pedro la guio por el pasillo hasta una enorme sala con vigas de madera en el techo. Había una zona de estar con sillones de cuero tenuemente iluminada por una lámpara de araña y el fuego de la chimenea. En la pared del fondo, los ventanales parecían vivos con las gotas de lluvia que caían.


–Tienes una casa impresionante.


Entiendo que hayas venido hasta aquí para escapar.


–Me encanta Nueva York, pero no hay nada como la paz y el aire de las montañas. Es uno de los pocos lugares en los que puedo darme un respiro del trabajo –Pedro se frotó el cuello–. Aunque al parecer, el trabajo se las ha arreglado para dar conmigo.


Paula forzó una sonrisa.


–No te lo tomes como un trabajo. Vamos a solucionar un problema.


–No quiero insultar tu profesión, pero ¿no es un poco cansado pasarte el día preocupándote por lo que piensan los demás? ¿Moldeando la opinión pública? No sé para qué te molestas. Los medios dicen lo que quieren. No les importa
nada la verdad.


–Yo lo veo como pelear fuego contra fuego –ella sabía que Pedro iba a ser un caso difícil. Odiaba a la prensa, lo que convertía el escándalo ahora llamado «de la princesa juerguista» en algo mucho más complicado


–Sinceramente, todo este asunto me parece una monumental pérdida de dinero, porque estoy seguro de que mi padre te está pagando mucho por esto. 


«Menos mal que no querías insultar mi profesión». 


Paula apretó los labios.


–Tu padre me paga bien. Eso debería indicarte lo importante que es esto para él.


Por mucho que le molestara el comentario de Pedro, el anticipo que le había dado su padre era superior a lo que ganaría en aquel mes con los demás clientes. Relaciones Públicas Chaves estaba creciendo, pero tal y como había comentado Pedro, era un negocio basado en las apariencias. 


Eso implicaba una oficina elegante y un guardarropa
impecable, y eso no resultaba barato.


Se escuchó un ladrido al otro lado de la puerta.


Pedro miró atrás.


–¿Te gustan los perros? Lo he dejado en el zaguán, pero a él le gusta estar donde está la acción.


–Claro –Paula dejó las cosas en una mesita auxiliar–. ¿Cómo se llama tu perro?


Ya conocía la respuesta, y también que el perro de Pedro era enorme y cariñoso, un cruce de mastín y gran danés.


–Se llama Moro. Tengo que advertirte de que impone un poco, pero cuando se acostumbre a ti ya no pasará nada. El
primer encuentro es siempre el más difícil.


Moro volvió a ladrar. Pedro abrió la puerta. El perro pasó a toda prisa por delante de él en dirección a Paula.


–¡Moro, no! –gritó él, pero no hizo amago de detenerlo.


Moro se acercó a Paula y empezó a lamerle la mano mientras agitaba la cola.


No había contado con que el perro de Pedro revelara su pasado común.


–Es muy amigable.


Pedro entornó los ojos.


–Esto es muy extraño. Nunca había hecho eso con alguien que no conociera. Nunca.


Paula se encogió de hombros, apartó la mirada y acarició al animal detrás de las orejas.


–Tal vez haya presentido que me gustan los perros.


«O tal vez Moro y yo estuvimos juntos en tu cocina antes de que me marchara de tu apartamento en mitad de la noche».


Lo único que escuchó Paula eran los jadeos de Moro cuando Pedro se le acercó más, sin duda observándola.


 Se puso tan nerviosa que tuvo que decir algo.


–Deberíamos empezar. Seguramente tardaré bastante en regresar al hotel.


–Todavía no entiendo cómo conseguiste llegar hasta arriba de la montaña, pero no vas a regresar pronto – Pedro señaló los ventanales con la cabeza. El agua caía en ráfagas laterales–. Dicen que hay pequeñas riadas a los pies de la colina.


–Soy una buena conductora. No me pasará nada.


–No hay coche que pueda superar una riada. Tengo espacio de sobra para que te quedes. Insisto.


Quedarse era el problema. Cada momento que Pedro y ella pasaban juntos era otra oportunidad para que él la recordara, y entonces tendría que darle muchas explicaciones. Tal vez aquella no fuera una gran idea, pero no tenía opción.


–Eso supondría una cosa menos de la que preocuparme. Gracias.


–Te acompañaré a uno de los cuartos de invitados.


–Preferiría que nos pusiéramos a trabajar. Así podría acostarme pronto y empezar fresca por la mañana –sacó un par de carpetas de la bolsa–. ¿Tienes un despacho en el que podamos trabajar?


–Estaba pensando en la cocina. Abriré una botella de vino –Pedro se acercó a la isla de la cocina y sacó unas
copas de vino del armarito que había debajo.


Paula dejó el material sobre la isla de mármol del centro y tomó asiento en uno de los altos taburetes de bar.


–No debo, pero gracias –abrió una de las carpetas y dejó la otra en el taburete de al lado.


–Tú te lo pierdes. Es un Chianti de una bodega muy pequeña de la Toscana. No puedes conseguir este vino en ningún sitio que no sea en el salón del dueño del viñedo –Pedro se dispuso a abrir la botella.


Paula cerró los ojos y rezó para pedir fuerzas. Beber vino con Pedro le había llevado una vez a un camino que no quería volver a pisar.


–Probaré un poco –le detuvo cuando le llenó la mitad de la copa–. Gracias. Así está perfecto.


El primer sorbo que dio le provocó una oleada de calor por todo el cuerpo.


Una reacción negativa teniendo en cuanta con quién estaba bebiendo.


Moro se acercó a ella y le colocó la enorme cabeza en el regazo.


Pedro dejó la copa y frunció el ceño.


–Hay algo en ti que me resulta muy familiar.




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