miércoles, 4 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 2




Era típico de Paula Chaves terminar lamentando el mejor sexo de su vida. Hasta hacía tan solo una semana, su única noche con Pedro Alfonso era su delicioso secreto, un recuerdo gozoso que le provocaba aleteos en el pecho cada vez que pensaba en ello, y lo hacía con mucha frecuencia. 


La llamada de teléfono de Roberto, el padre de Pedroque le exigió un acuerdo de confidencialidad antes de pronunciar una sola palabra, puso fin a aquello.


Paula aparcó el coche alquilado en la entrada circular del enorme refugio de montaña de Pedro Alfonso. Escondida en una gigantesca parcela situada en la cima de una montaña a las afueras de Asheville, Carolina del Norte, la mansión rústica de altos techos y arcos rojos estaba iluminada de un modo espectacular contra el cielo de la noche.


Paula se sentía intimidada.


El frío le golpeó en la cara mientras lidiaba con el paraguas y los zapatos le resbalaban por el suelo de adoquín.


Llevaba unos tacones de diez centímetros en medio de un monzón. Se arrebujó en el impermeable negro y subió unos escalones de piedra. Las heladas gotas de lluvia le bombardeaban los pies y le ardían las mejillas por el viento. 


Un relámpago cruzó el cielo. La tormenta era ahora mucho peor que cuando salió del aeropuerto, pero el reto más importante de su carrera como relacione públicas, reconstruir la imagen pública de Pedro Alfonso, no podía esperar.


Subió las escaleras agarrándose al pasamanos, haciendo malabares con el bolso y la bolsa de viaje cargada de libros sobre imagen corporativa. Miró hacia la puerta expectante. Sin duda alguien acudiría rápidamente a abrir para sacarla del frío y la lluvia. Alguien había abierto la puerta. Alguien tenía que estar esperando.


No parecía haber un comité de bienvenida tras la puerta de madera, así que tocó el timbre. Cada segundo que pasaba parecía una eternidad. Los pies se le convirtieron en cubos de hielo y el frío le atravesó el abrigo. «No tiembles».


Imaginarse al propio Pedro Alfonso esperando por ella hacía que estuviera más convencida de que si empezaba a temblar, no pararía. Le surgieron recuerdos, el de una copa de champán, y luego otra mientras observaba a Pedro al otro lado de la abarrotada suite del Park Hotel de Madison Avenue. Llevaba una perfecta barba incipiente y un traje gris ajustado que marcaba su esbelta complexión y hacía que Paula quisiera olvidar todas las lecciones de etiqueta que había aprendido. La fiesta había sido la más importante de Nueva York, y se llevó a cabo para celebrar el lanzamiento de la última aventura de Pedro, PLab, un desarrollador de software. El genial, prodigioso y visionario Pedro había recibido muchas etiquetas desde que consiguió su fortuna
con la página social ChatterBack antes incluso de graduarse summa cum laude en la Facultad de Empresariales de Harvard. Paula había conseguido una invitación con la esperanza de contactar con potenciales clientes. Pero lo último que imaginó fue que acabaría yéndose con el hombre del momento, que tenía que añadir una etiqueta más importante a su currículum: la de reconocido mujeriego.


Pedro fue muy delicado en el acercamiento, primero provocó fuego con el contacto visual antes de cruzar la abarrotada estancia. Cuando llegó a ella, la idea de presentarse resultaba absurda.


Todo el mundo sabía quién era. Paula era una completa desconocida, así que Pedro le preguntó su nombre y ella respondió que se llamaba Pau. Nadie la llamaba Pau.


Pedro le estrechó la mano y la retuvo unos instantes mientras comentaba que ella era la más destacable de la fiesta.


Paula se sonrojó y fue inmediatamente abducida por el torbellino de Pedro Alfonso, un lugar donde reinaban las miradas sensuales y las bromas inteligentes. Lo siguiente que supo fue que estaban en la parte de atrás de su limusina camino del ático de Pedro mientras él le deslizaba sabiamente la mano bajo el vestido y le recorría el cuello con los labios.


Ahora que iba a estar otra vez en presencia del hombre que la había electrificado de la cabeza a los pies, un hombre que provenía de una familia rica de Manhattan y a quien no le faltaban ni dinero, ni belleza ni inteligencia, Paula no podía evitar sentirse inquieta. Si Pedro la reconocía, la «absoluta discreción» que su padre exigía saldría volando por la ventana.


No había nada de discreto en acostarse con el hombre al que tenía que cambiar la imagen pública de chico malo. La
reputación de Pedro de tener aventuras de una noche había contribuido sin duda al escándalo de la prensa. Paula se
estremeció al pensarlo. Pedro había sido la única aventura de una noche de toda su vida.





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