sábado, 7 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 10




Dios Santo… su boca, sus manos, su cuerpo… era la tentación servida en bandeja de plata. Era el combustible para su fuego, los cuerpos pegados, su peso contra el suyo, los labios pidiendo más. El fuego de su interior finalmente tenía lo que necesitaba para ser alimentado. Los labios de Pedro eran increíblemente suaves aunque no quedaba duda de sus intenciones poderosamente viriles. La deseaba. Él estaba al mando. Paula lo sentía en cada roce de sus manos bajo el suéter, agarrándole la cintura, los fuertes brazos tumbándola sin esfuerzo. La besó en la mejilla, deslizándose hasta la mandíbula y el delicado punto detrás de la oreja, el punto que le provocaba escalofríos en la espina dorsal. Paula se arqueó contra él, cerró los ojos y dejó que su mente vagara entre el presente y el pasado.


La noche que había compartido con Pedro no había sido un sueño. No lo había construido todo en su mente, besarle no era comparable a besar a ningún otro hombre. Era un momento de placer sublime e interminable en el que poder hundirse. Pedro era real. El beso era real. Perfecto. No había pasado el último año sin rumbo. Lo había pasado echando de menos aquel beso. La pierna de Pedro apretaba las suyas, una fricción cálida en el sitio perfecto.


Pedro era el último hombre que la había tocado allí, que había colmado todos sus deseos. Era el último hombre al que había deseado de aquel modo. Era casi perfecto. ¿Podrían retomarlo donde lo habían dejado? ¿Olvidar el último año? ¿Borrarlo?


–He querido hacer esto desde que entraste anoche por la puerta –murmuró desabrochándole la blusa–. En cuanto volví a verte, tenía que poseerte.


Paula disfrutó de aquellas maravillosas y posesivas palabras, de su mano fuerte deslizándose por su vientre.


Ella también tenía que poseerle. Estaban en el mismo barco, aunque parecía que Pedro iba por delante. Todo lo que hacía era exactamente lo que ella deseaba. Le deslizó un dedo por el borde de encaje del sujetador, rozándole ligeramente la piel bajo la tela y devolviéndosela a la vida.


«No puedes hacer esto. Necesitas este trabajo». ¿No te pasaste todo el año pasado prometiendo que nunca permitirías que un hombre tuviera oportunidad de destrozarte el corazón y el trabajo de una tacada?


«Pero lo deseo. He esperado un año por él. Nadie tiene por qué saberlo».


«Pero tú lo sabrías».


Tenía la mano de Pedro en la espalda, en el tirante del sujetador.


–Para, Pedro. No podemos –esperaba que gimiera frustrado, incluso que la apartara de sí con disgusto. Pero no lo hizo.


–¿Estás bien? ¿Qué ocurre? –le sostuvo la cara y le deslizó el pulgar por la mejilla.


–Lo siento. Lo siento mucho, pero no podemos. No podemos hacer esto – Paula cerró los ojos. Necesitaba un respiro del encanto de su boca, sobre todo cuando la respiración de Pedro le rozaba los labios. Tenía que recomponerse–. No debía haber llegado tan lejos. Es solo que… 


Guardó silencio. 


Cuanto más se explicara, más estúpida sonaría. Y a la larga tendría que admitir que si sospechara que Pedro quería con ella algo más que una aventura, en aquel momento estarían arriba en la cama.


–¿Es solo qué? –preguntó él–. ¿He hecho algo mal?


¿Cómo podía estar tan calmado? Lo sentía contra la pierna, fuerte y preparado, y sin embargo le preocupaba haber hecho algo mal.


–Lo siento, es que no está bien.


–No lo entiendo. ¿Tienes novio? Porque de haberlo sabido no habría dado ni un paso.


–No, no tengo novio. Pero esto no está bien. Firmé un contrato. Sería un error.


–Un error –Pedro se incorporó y se apartó de ella, creando una distancia fría e insalvable. Tal vez fuera mejor así, aunque no se lo parecía–. Menuda forma tienes de decir las cosas cuando no está por medio tu trabajo de relaciones
públicas.


Paula se puso a la defensiva.


–Pensé que te merecías la verdad.


–No sé qué me merezco, pero ahora mismo siento que estoy siendo castigado por algo que no puedo evitar.


Paula se puso de pie y se abrochó la blusa. No podía creer que Pedro estuviera utilizando eso como excusa.


–Lo siento mucho –señaló hacia la entrepierna de Pedro–. Una ducha fría te podría ayudar. Mira, lo siento. Creo que deberíamos despedirnos por esta noche y olvidar que esto ha sucedido alguna vez. 


Pedro sacudió la cabeza sin mirarla.


–Lo que tú digas.


Paula se sintió como si no existiera. Lo único que quería era
esconderse. Corrió escaleras arriba y cerró la puerta del cuarto de invitados al entrar. Se acurrucó en la cama como un ovillo y se le llenaron los ojos de lágrimas.


¿Cómo iba a hacer su trabajo? ¿Cómo iba a salir bien aquello? No podía pasarse día tras día enseñando a Pedro a hacer entrevistas y sesiones de fotos.


Nunca lo conseguiría, le deseaba demasiado.


Se secó las lágrimas. Tenía que superar aquello, en caso contrario fracasaría y eso no podía pasar. Solo necesitaba encontrar la manera de quitarse a Pedro de la cabeza.


Necesitaba un plan







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