lunes, 4 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 6





Samuel Fields, el director del Hotel Alfonso de Ontario, estaba sentado detrás de su escritorio, frente a Pedro, con la espalda recta como una tabla y una sonrisa forzada en los labios. Su traje de tres piezas le caía perfectamente alrededor de los hombros, la corbata estaba impecable. Era gerente del hotel de Ontario desde su inauguración, hacía diez años. A menos que se le antojara cambiar de paisaje, seguiría allí otros diez años más.


—Es extraño tenerlo al otro lado del escritorio, señor Alfonso.


—No entiendo por qué debería serlo, Sam. Esta es tu oficina, no la mía.


—Sí, supongo que tiene razón.


—No es mi estilo ser autoritario. Me quedaré en Ontario durante las fiestas. Una vez que la construcción inicial de «Más por menos» se ponga en marcha regresaré a Texas.


—Hace tiempo que nadie de su familia utiliza la suite del último piso. Espero que se adapte a sus necesidades.


La suite familiar ocupaba casi la mitad de la planta superior de la torre oeste. Al igual que en todos los hoteles Alfonso, la suite familiar era solo eso: una suite que los miembros de la familia podían utilizar cuando estaban de paso por la ciudad u ofrecer como un beneficio extra a los muchos dignatarios de todas partes del mundo con los que Pedro y su padre, Horacio, hacían negocios. Los Alfonso informaban a los hoteles en qué fechas se utilizarían esas habitaciones y permitían que se aceptaran reservas para los demás días del año. La suite tenía tres dormitorios, tres baños, una cocina completamente equipada, comedor y sala. La terraza y los patios daban al aeropuerto y a las luces intermitentes del área urbana conocida como Inland Empire. El lugar podía albergar cómodamente una fiesta para cien personas, aunque Pedro no estaba planeando ningún acto social de ese tipo.


Los pisos de madera de la sala y el comedor eran de color caoba oscuro. Había dos sofás afelpados colocados uno frente al otro, además de varias sillas y mesas de madera gruesa y hierro forjado colocadas por todo el lugar. Los rincones estaban decorados con plantas naturales, y había floreros con flores frescas frente a la puerta de entrada y en la cocina. Por la noche, cuando ya no entraba luz por los ventanales que ocupaban dos paredes enteras, se podían encender las luces en modo fuerte, medio o tenue, para crear el ambiente deseado.


A diferencia de cualquier otra habitación del hotel, en esta se sentía como en casa.


En Houston, su hogar ocupaba toda una última planta; tenía casi el doble del tamaño de la suite donde se alojaba. Vivir en un hotel no era algo que hubiera planeado. En realidad, vivía en el hotel solo la mitad del año. La otra mitad la pasaba en casa de su padre o en hoteles como el que lo albergaba en ese momento.


El rancho de su padre ocupaba más de doscientas hectáreas; la enorme hacienda no podía ser más típicamente tejana. Le encantaba estar allí. Sin embargo, eso de ser un hombre adulto que vivía con su padre lo hacía sentir algo incómodo.


Algún día, a Pedro le gustaría echar raíces propias. Unas raíces que se plantarían firmemente a ras del suelo. Amaba las llanuras de Texas y soñaba con que la persona que eligiera para estar a su lado amara esa tierra tanto como él. 


Entonces, tendría su propio oasis adonde regresar, en lugar de las inmensas suites de lujo.


—He enviado las invitaciones como me pidió —dijo Sam.


—¿Les has dado acceso a los empleados para que alquilen la vestimenta apropiada?


—Sí. —Sam asintió con la cabeza—. La tienda de alquiler de esmóquines y la boutique femenina de la planta baja están advertidos de que deben ceder los trajes de forma gratuita a cualquier empleado que presente su chapa de identificación durante este fin de semana.


—Bien. En realidad, Sam, vamos a mantener esa invitación abierta durante todas las festividades.


Pedro pensó en Paula.


—Me gustaría que los empleados pudieran utilizar el servicio, y si no pueden venir a la fiesta benéfica del sábado, tal vez puedan asistir a otra durante el próximo mes.


Sam se mostró confundido.


—¿Está seguro, señor? Es decir, ¿y si se estropearan los trajes? Eso podría costarle al hotel una buena cantidad de dinero.


Pedro resopló.


—Ten un poco de fe. La mayoría de la gente cuida de lo ajeno mejor que de lo propio. Nos ocuparemos de las situaciones puntuales a medida que surjan.


—Si usted lo dice, señor.


—Por favor, llámame Pedro. Eso me recuerda que el sábado participaré del intercambio entre jefes y empleados. Voy a necesitar un uniforme.


Sam abrió los ojos como platos.


—Oh, señor Alfonso, perdón, Pedro, ¿está seguro?


—Es bueno para levantar la moral. Todo el personal, que por lo general lleva traje y corbata, se pondrá uniformes de camarero y el personal de limpieza llevará vestidos de gala. 
A las personas que han pagado para asistir las hemos invitado nosotros; ya saben que el personal y la gerencia intercambiarán roles esa noche. Mi insignia dirá Pedro, así que, por favor, no me llames señor Alfonso. Será divertido, ya lo verás. Incluso puede ser que aprendas un par de cosas acerca de tus subordinados y acerca de ti mismo antes de que termine la noche.


¿Cuándo fue la última vez que trabajaste como camarero?


—Nunca he tenido el placer.


A juzgar por la expresión en el rostro del hombre, aquello no le resultaba un pensamiento agradable.


—Bueno, entonces, te sorprenderás de la presión que soportan los camareros.


Pedro ignoró la mueca de Sam. Pedro había celebrado una fiesta parecida el año anterior en el hotel donde vivía a tiempo completo. Al día siguiente, el personal había regresado a sus puestos originales con un poco más de aprecio por el trabajo de sus colegas.


Era el marco perfecto para traer a Paula. Ella creía que era camarero, sin ni siquiera un puesto fijo, y para variar, podría servirle él a ella. Pensó en los hombres solteros de la lista de invitados, hacia los que planeaba dirigirla. Es cierto que Pedro no creía que ninguno de ellos fuera su tipo, pero tal vez después de sopesar las opciones, consideraría salir con él.


Por supuesto, alguien podría desenmascararlo llamándolo por su nombre, pero Pedro esperaba poder mantener su identidad en secreto el tiempo suficiente para llegar a conocer a la verdadera Paula. Daba una imagen dura por fuera, pero apostaba a que por dentro era suave y amable. 


Todo lo que tenía que hacer era intentar meterse bajo su piel hasta vencer su resistencia.


Pedro se levantó y le tendió la mano a Sam. Sam se la estrechó.


—Vamos a decorar el hotel el viernes. ¿Le gustaría que le suministráramos un árbol para su suite?


—Muy bien. Pero nada de lujos. Uno tradicional, rojo y verde, estaría perfecto.


—Me encargaré de ello, señor.


Pedro pasó de largo los ascensores y se dirigió a la boutique femenina. Era la hora de hacer compras para Paula, pero no estaba seguro de qué escoger.


Detrás del mostrador había una mujer mayor, de unos sesenta años, supuso, con el pelo canoso y unas gafas apoyadas sobre su nariz. Lo vio entrar y le ofreció una sonrisa amable.


—¿Puedo ayudarle?


Pedro se quitó la chaqueta y la puso sobre una silla en medio del local.


—Seguro que sí —le dijo—. Estoy buscando un vestido de noche.


Se quitó las gafas y las colocó detrás del mostrador.


—Tenemos muchísimos. ¿Algún tipo en particular?


—Algo con clase, nada demasiado recargado.


—¿Es para alquilar, o lo comprará para alguna dama?


Pedro miró hacia un perchero con una hilera de vestidos largos.


—Lo compraré.


—Muy bien. Mi nombre es Sharon.


Pedro —le dijo, omitiendo a propósito su apellido.


—¿De qué talla es la dama que lo vestirá?


—Talla ocho. Es como así de alta. —Alzó la mano hasta la altura de su nariz—. Cabello y ojos castaños. Y calza un treinta y siete.


—Está bien, ya que ella no está aquí, ¿puedo hacerle una sugerencia?


—Por supuesto, Sharon. Por eso estoy aquí.


La mujer sonrió.


—Los vestidos largos hasta el suelo realmente tienen que llegar hasta el suelo con los zapatos puestos. Ya que ella no está aquí para probarse, le sugeriría algo igual de elegante, solo que con un largo de tres cuartos.


—¿Quiere decir que el vestido dejará al descubierto sus piernas?


Paula tenía unas piernas increíbles, al menos, por lo que dejaba entrever el espantoso uniforme de Denny’s.


—Correcto.


—Me parece bien.


—¿Por qué no se sienta, Pedro? Bajaré algunos modelos del perchero. ¿Tiene pensado algún rango de precios?


Pedro se sentó en la silla.


—Muéstreme lo que tiene. No se preocupe por el precio.


Sharon sonrió, arqueó las cejas y luego desapareció detrás de las cortinas que separaban la tienda de un pequeño almacén. Cuando regresó, traía un perchero con ruedas y procedió a mostrarle media docena de vestidos.


—Un poco de color realzará sus ojos castaños —le dijo.


Le mostró un vestido verde esmeralda con los hombros al descubierto y lentejuelas debajo del cuello.


—Ese no.


Le recordaba a un árbol de Navidad sin la estrella.


El siguiente tenía una sola manga y dejaba un hombro al descubierto. Le gustaba la seda roja, y el corte hasta el muslo le resultaba muy sugerente.


—Tal vez —dijo.


Sharon lo colocó en un mostrador, separado del verde.


El siguiente, un modelo muy ceñido color crema con escote en uve le parecía bien, pero sabía por experiencia que la mayoría de las mujeres se mantenían alejadas del blanco. 


Otro de lentejuelas plateadas sería perfecto para la víspera de Año Nuevo, pero no sería adecuado para que Paula lo usara el sábado.


—¿Qué tal este? —Sharon había guardado lo mejor para el final.


—A las mujeres nos encanta vestir de negro y este tiene el detalle de un solo hombro que le gustó en el rojo. La sencilla abertura de la parte de atrás le permitirá a la mujer que lo lleve bailar durante toda la noche. Incluso tengo un chal para que se ponga sobre los hombros si tiene frío.


Perfecto. No era demasiado atrevido ni sugerente. Elegante y algo discreto, pero con la figura de Paula, se vería espectacular apenas se lo pusiera.


—¿Tiene zapatos a juego?


—Claro. Incluso tengo un buen par de pendientes con pedrería que le quedarán perfectos a la dama. No creo que un collar vaya a funcionar con este escote. Si no le gusta la bisutería, Mitch tiene joyas de verdad en la joyería, al final del pasillo.


La imagen de Paula caminando hacia él con ese vestido le daba vueltas en la cabeza. Estaba ansioso por verla.


—Me lo llevo.


—¿Y los pendientes?


—Voy a tener que pensarlo —le dijo.


Si se presentara con un par de pendientes de diamantes, Paula probablemente sospechara de él. Lo último que necesitaba era que Paula pensara que era un ladrón. Se sentiría mucho más cómoda con una joya de fantasía de todos modos. Aun así, no le agradaba pensar en algo falso asociado con nada que tuviera que ver con Paula.


Pedro se levantó y tomó su billetera. Sam entró en la tienda con un teléfono en la mano.


—Ahí está, señor Alfonso. Perdón por interrumpir.


Al oír su nombre, Sharon aguzó la mirada y luego puso cara de sorpresa.


—No hay problema, Sam.


—El señor Alfonso está al teléfono, dijo que necesitaba hablar con usted.


Pedro tomó el teléfono de las manos de Sam.


—¿Le importaría cargar todo esto aquí? —le preguntó a Sharon, entregándole su tarjeta de crédito.


Le echó un vistazo a la tarjeta y luego lo miró nuevamente.


—Claro.


—Hola, papá —dijo Pedro mientras colocaba el receptor en su oreja. Se apartó de la dependienta y se preparó para el arrebato de su padre.


Pedro, ¿qué es eso de que no volverás a casa para Acción de Gracias? —La voz ronca de Horacio retumbó en el auricular del teléfono y Pedro tuvo que alejarlo de su oreja.


—Tengo mucho que hacer aquí. No es sensato que me vaya en este momento.


—Patrañas, hijo. Nadie trabaja en Acción de Gracias.


—Hay mucha gente que trabaja durante las fiestas —lo corrigió—. Los hoteles no cierran.


—Eso no significa que tengas que estar allí. Los hoteles se manejan solos.


—Intentaré ir a casa para Navidad —replicó Pedro.


—¿Intentarás? No basta con intentarlo. La tía Bea no sabrá qué hacer si no estás aquí y no puede cocinar para ti.


Pedro sonrió, pensando en la agradable sonrisa de su tía y su carácter tranquilo. Cómo ella y su padre podían ser producto de los mismos padres y, sin embargo, haber salido tan diferentes siempre había sido un misterio.


—¿Está Catalina?


—Es un decir; está aquí, pero pasa fuera la mayor parte del tiempo.


Había un dejo de decepción en las palabras de Horacio Alfonso. Ni Catalina ni Pedro pasaban tanto tiempo en el rancho como a su padre le hubiera gustado.


—La llamaré para ver si puedo hacer que se quede un poco más. A mediados de mes tendré algo de tiempo libre. Entonces iré a casa por unos días. Dile a la tía Bea que me guarde un poco de tarta.


Su padre se quejó un poco más, pero finalmente cedió y colgó. Era extraño ver cómo habían cambiado las cosas con los años. Horacio había sido un padre ausente durante la mayor parte de la infancia de Pedro, cuando se la había pasado construyendo la cadena hotelera y haciéndose cargo de otras cadenas menos exitosas, lo cual le había llevado mucho tiempo. Con los años, Horacio se había dado cuenta de lo que se había perdido. Ahora quería recuperarlo. Al menos eso era lo que pensaba Pedro. Si Pedro le hubiera contado la verdadera razón por la cual no regresaría a Texas para las fiestas de Acción de Gracias, Horacio haría que el piloto encendiera el motor de su avión para ir a conocer a la dama en cuestión. Era lo último que Pedro necesitaba.


—Todo listo, señor Alfonso —le dijo Sharon mientras le entregaba su tarjeta y la caja.


—Me tomé el atrevimiento de agregar los pendientes, sin coste alguno. Aunque me parece una locura cobrarle de todos modos… teniendo en cuenta…


—Está todo bien, Sharon. Ha sido un placer.


Pedro se puso la caja bajo el brazo y salió de la boutique con una sonrisa de suficiencia.


A diferencia de otras veces en que había comprado algo para una mujer por la que se sentía atraído, esta vez lo había hecho con el único propósito de hacerla feliz. No lo hacía para encontrar una amante…, no del todo. En realidad, no había tenido ninguna amante desde Heather. No porque Heather hubiera roto algo dentro de él, sino porque no podía ver más allá de la fachada de plástico de las mujeres que había conocido. Y el plástico ya no tenía ningún atractivo.


Paula había sacudido algo dentro de él que había desplazado al sexo sin sentido en su mente.


Apretó el botón del ascensor y sacó una tarjeta de acceso del bolsillo. Necesitaba vestirse como Pedro Alfonso, un vaquero sin un centavo, para hacerle pasar un día grandioso a cierta camarera…, o más bien, una noche grandiosa. Se moría de ganas de ver a Paula con el vestido el fin de semana, de ver el brillo de sus ojos cuando lo viera por primera vez.


Se moría de ganas.











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