lunes, 4 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 5





—Oh, Dios, ¿qué hace aquí… otra vez? —le preguntó Paula a Laura en el mismo momento en que sonó la campana de la puerta del restaurante y Pedro entró en el salón desde la fría noche. Cruzó su mirada, sonrió y se quitó el sombrero a modo de saludo.


—Le he dicho que hoy te tocaba trabajar —contestó Laura.


—¿Por qué lo has hecho? No le des esperanzas.


—Me parece guapo. Y a ti también, ni siquiera intentes negarlo. —Laura sacó un plato caliente del pasaplatos y se alejó de Paula.


—Hola, cariño —dijo Pedro mientras se acomodaba en un asiento giratorio en la barra.


—¿Qué haces aquí, Pedro? —Paula se cruzó de brazos, ignorando el ritmo de su pulso, cada vez más acelerado.


—He venido a ver cómo estabas.


—Pensaba que anoche había sido clara. No estoy interesada.


Sin ofenderse en lo más mínimo, Pedro sonrió y le mostró los hoyuelos que enmarcaban su boca.


—Bueno, me encantaría un poco de café, señorita Paula, gracias por ofrecérmelo.


Paula refunfuñó entre dientes mientras iba a buscar una taza y el café.


Se lo sirvió rápidamente y se fue corriendo a tomar un pedido. El restaurante estaba lleno a esa hora de la noche, a causa de la gente que cenaba tarde. Con suerte, podría ignorar al cowboy sentado en la barra lo suficiente como para que desapareciera de una vez.


Eso no sucedió. Incluso después de casi una hora sin hacerle caso, Pedro simplemente sonrió y esperó hasta que le fuera imposible seguir ignorándolo.


—Me encantaría acompañar este café con un pedazo de tarta de nueces pacanas.


—¿La quieres con helado?


—Ahora sí que nos entendemos.


Paula se fue a servir la tarta, sin dejar de sentir el peso de su mirada en la espalda.


Cuando lo puso delante de él, Pedro se frotó las manos como un niño.


—Me encanta la tarta de pacanas, ¿a ti no?


—A dos mil calorías la porción, no me doy ese gusto muy a menudo.


Engulló un buen bocado y trató de esquivar la comida en su boca para seguir hablando claramente.


—No parece que tengas que preocuparte por tu figura.


La miró de arriba abajo, estudiándola. Esa no era exactamente la respuesta esperada.


—Todas las mujeres se preocupan por su figura.


—Mmm, no estoy tan seguro. Me han dicho muchas veces que las mujeres delgadas no piensan en ello para nada.


—Mienten.


Arqueó las cejas.


—¿En serio?


—En serio. A todas les encantaría comerse todos los filetes de carne y las tartas de pacanas que hay por ahí, pero saben que si lo hacen van a estar peleando con su peso cuando lleguen a los treinta.


—Eso me da aún más ganas de tentarte con la tarta de nueces pacanas de mi tía Bea. Es la mejor. Esta no está mal, pero no puede competir con la de mi tía Bea.


Paula sonrió a su pesar.


—¿Y dónde está la tal tía Bea?


—En Texas.


—¿Entonces regresarás a casa para el fin de semana largo?


—¿Te refieres a Acción de Gracias?


—Sí.


Le sirvió más café.


—No, esta vez no. Tal vez para Navidad.


—¿Regresas allí a menudo?


Se tomó su tiempo para responder.


—A veces.


Una respuesta vaga. Aunque no debería importarle. Pedro terminó su tarta mientras Paula cerraba la cuenta de dos de sus mesas. Solo quedaban un puñado de clientes en el restaurante cuando Pedro sugirió que Paula se sentara y tomara un breve descanso. En lugar de eso, Paula se apoyó en el mostrador y se cruzó de brazos.


Pedro, escucha, me siento halagada.


—Me lo dijiste anoche.


—Y es obvio que no escuchaste. Me siento halagada, pero no voy a salir contigo.


Él asintió con la cabeza.


—Sí, lo sé.


Las manos de Paula cayeron sobre sus caderas.


—Si lo sabes, ¿por qué estás aquí?


—Me alegro de que me lo preguntes —dijo él, y acarició el asiento junto a él.


—Siéntate, deja que te lo explique.


Algo en la forma en que sus ojos la siguieron mientras daba la vuelta le dijo que no había desistido por completo de salir con ella. Si sentarse con él aceleraba el asunto, entonces ayudaría a que terminara de una vez. Si Pedro la distraía durante toda la noche, acabaría recibiendo muchas menos propinas de las que necesitaba.


Cuando Paula se sentó junto a él, el olor de su colonia se apoderó de ella. Almizcle y especias, muy masculino, y muy Pedro. Ignorando el aleteo en el estómago que sintió al sentarse a su lado, dijo:
—Está bien, explícame.


Pedro inclinó su sombrero hacia atrás y giró en su asiento para prestarle toda su atención.


—He decidido ayudarte.


—¿Ayudarme?


Ella no le había pedido ninguna ayuda.


—Ayudarte a encontrar al ricachón de tus sueños.


Paula quedó con la boca abierta.


—¿Qué?


—Dijiste que solo quieres salir con hombres ricos. Bueno, yo sé dónde puedes encontrar hombres así, y voy a ayudarte con alguno de ellos.


Nunca había oído nada más ridículo en su vida. Ni siquiera quería honrar sus palabras con una respuesta. Paula comenzó a levantarse de su asiento, pero Pedro la detuvo aferrándose a su brazo.


—Lo digo en serio.


—Eres ridículo —le espetó ella, esforzándose por ignorar el calor de su tacto.


—Tan solo siéntate un minuto y escúchame.


A regañadientes, Paula volvió a sentarse y se liberó de su brazo.


—Ya entendí que no quieres salir conmigo. Lo que es una verdadera lástima, ya que creo que nos llevaríamos muy bien, pero si no puedo convencerte de salir conmigo, al menos podemos ser amigos. No hay nada malo en tener amigos.


—Tú y yo… ¿amigos?


—Amigos. Tienes algunos, ¿verdad?


—Por supuesto que tengo amigos.


Ella no era una solitaria. Sin embargo, cuando pensaba en ello, al margen de su hermana y algunas camareras del restaurante, no sabía bien a quién más llamar su amigo. La mayoría de sus amigos de la escuela se habían ido a la universidad o a alguna otra parte, pero no las que habían sido madres. Tristemente, el círculo de amistades de Paula era bastante reducido.


—Excelente. Los amigos ayudan a sus amigos.


—Y, ¿tú quieres ayudarme?


—Ajá. ¿Sabes dónde está el Alfonso, cerca del aeropuerto?


—¿El hotel?


—Sí.


—Sí, ya sé dónde está.


—Bueno, este sábado por la noche habrá una gran fiesta de Navidad. Me he enterado de que asistirán un montón de ricachones.


Ella negó con la cabeza.


—¿Qué estás sugiriendo?


—Te haré entrar y te señalaré a los tipos que se ajusten a las características de tu hombre ideal.


El Alfonso era un hotel de primera categoría que Paula nunca había tenido el placer de visitar. Con suerte podía pagar un motel de mala muerte.


—Espera un minuto. Digamos que puedes hacerme entrar, aunque yo no tendría nada que ponerme para un cóctel en un hotel de lujo, pero supongamos que puedes. ¿Por qué un hombre que admite querer salir conmigo me entregaría a otro tipo?


—Te lo dije… Estoy profundamente herido porque no quieres salir conmigo, pero lo entiendo.


«Profundamente herido». Vaya exageración.


—No soy tu tipo —continuó.


—Lo menos que puedo hacer es intentar presentarte a alguien que te haga feliz.


Todo eso sonaba muy bien, pero la propuesta tenía un problema.


—¿Cómo es que me harás entrar exactamente?


—Trabajaré de camarero esa noche. Puedo pasarte una invitación.


Así que también se ganaba la vida como camarero.


—¿No estarás poniendo en peligro tu trabajo?


Se encogió de hombros.


—No me preocupa. Es algo temporal, de todos modos.


Sin embargo, algo olía mal. Paula se levantó y dijo:
—Bueno, gracias de todos modos, pero no tengo nada que ponerme.


—¿Qué tal si te consigo algo?


Ella inclinó la cabeza hacia un lado, desconcertada.


—¿Cómo?


—No creerías las cosas que las personas dejan olvidadas en los hoteles de lujo. Encontré un reloj una vez, costaba cerca de dos mil dólares. Un tipo lo dejó en la encimera del baño.


—¿No intentaste devolvérselo?


—Fue en el baño del vestíbulo. Lo dejamos en el cajón de objetos perdidos durante meses, pero nadie lo reclamó.


—Así que te lo quedaste.


—No, me lo puse un par de veces, luego lo devolví. —Lo había tomado prestado.


—¿Quieres decir que hay mujeres que dejan vestidos de noche en el hotel?


—Todo el tiempo.


Su sonrisa de niño cada vez le gustaba más. En realidad, no iba a encontrar un marido o un novio rico trabajando de camarera en Denny’s.


—No lo sé…


Pedro se levantó y se acercó. Era al menos diez centímetros más alto que ella, y Paula no era lo que se dice baja.


—¿Qué talla eres? ¿Ocho, diez?


—Ocho, y no es de tu…


—Incumbencia —terminó la frase por ella. —Lo sé.


Una sonrisa reveló el brillo de sus dientes blancos.


—¿Qué número calzas?


Todavía estaba contrariada por haberle dado su talla de ropa a un extraño. Con una altura de 1,73, ser talla ocho estaba perfecto. Aun así, haberlo dicho en voz alta le dejó un sabor amargo.


—¿Bien?


—¿Cómo era la pregunta?


—¿Qué número calzas?


—¿También se olvidan zapatos?


—A veces.


—Treinta y siete. Calzo el treinta y siete.


Eso era más fácil de decir.


—Con eso es suficiente.


—No lo sé.


—Vamos, Paula. ¿Qué tienes que perder? Una noche elegante, un montón de champán, vino, cóctel de camarones, fruta, queso, con todo. Todo gratis.


—No lo sé.


—No trabajas ese día, me lo ha dicho Laura.


Paula miró a Laura, que estaba al otro lado del restaurante, quería matarla.


—Traidora —murmuró.


Pedro la rozó suavemente con el codo.


—Te traeré el vestido el jueves por la mañana.


—Caray, ¿Laura te ha pasado mi horario completo?


—Algo así. Te traeré el vestido y la invitación. No necesitas llevar nada.


—No habrá nadie que conozca.


—Me conoces a mí.


Le guiñó un ojo y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Tenía algo que perder? Podía ir, tomar una copa de vino y retirarse si no se sentía cómoda.


—Está bien.


—Esa es mi chica.


Pedro sacó la billetera y le dio un billete de diez por encima de la barra.


—No soy tu chica.


Pedro se rio entre dientes.


—Correcto. Nos vemos en Acción de Gracias, Paula.





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