viernes, 15 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 41





La madre de Paula había llevado a Damian a hacer esa locura de último minuto de Navidad, más conocida como ir de compras. Al principio, a Paula le había gustado la idea de estar un poco sola para poder pensar en lo que le iba a decir a Pedro cuando el hombre apareciera de nuevo en su vida. Volvería, ella lo sabía. Su jefe le había dicho que había llamado a su trabajo preguntando por su horario. Por no hablar de los mensajes que había dejado en su teléfono, que Paula había borrado en su totalidad, sin haberlos escuchado. 


Ahora que la casa estaba vacía y no había una sola cosa para ocupar su mente que no fuera Pedro, Paula lamentó no haber salido con su hijo y su madre.


Paula oyó cómo las ruedas de un auto salpicaban la grava y luego distinguió el chirrido de los frenos. Dejó a un lado una revista que tenía en sus manos y abrió las cortinas.


El corazón le dio un vuelco cuando reconoció la camioneta de Pedro parada en la entrada. Estaba sentado en el asiento del conductor con ambas manos en el volante, mirando hacia el automóvil estacionado delante del suyo. Pedro se movió y Paula hizo lo propio, dejando que las cortinas volvieran a su lugar.


—Oh, Dios. ¿Y ahora qué?


Las pesadas botas subieron los escasos escalones del porche de su madre, y, finalmente, Pedro llamó a la puerta. Por un fugaz instante, pensó que si se quedaba ahí sin hacer ruido, él se iría.


—Sé que estás ahí, Paula. Te he visto en la ventana.


Eso echaba por tierra su plan.


—No me iré hasta que dejes que te explique —suplicó desde el otro lado de la puerta.


Paula se movió hacia el lado opuesto de la sala y se sentó en una silla. Cerró los ojos y se aferró al borde de su asiento. Sería mejor terminar con eso tan pronto como fuera posible, así podría comenzar a curarse. Era tan seguro como que vendría la Navidad que Pedro no se iría hasta hablar con ella… aunque solo fuera para sentirse mejor.


—La puerta está abierta —dijo finalmente.


El picaporte de la puerta hizo un ruido fuerte cuando Pedro lo giró. Entornó la puerta rápidamente y luego vaciló antes de abrirla lo suficiente como para verla.


La ropa desaliñada y la barba en el mentón eran la evidencia de que debía de haber pasado una o dos noches con insomnio. «Mejor», pensó. No se merecía dormir después del dolor que le había causado.


Pedro cerró la puerta lentamente y se tomó su tiempo para entrar en la sala. Le echó un vistazo al interior de la caravana antes de posar sus ojos en ella. ¿Qué veía? Al mirar a su alrededor, Paula veía los recuerdos de su infancia. 


Algunos agradables, otros que bien valía la pena olvidar. 


Para bien o para mal, este era su hogar. Era el lugar adonde iba cuando se enfrentaba con decisiones difíciles.


Pedro era lo mejor y peor, y una decisión difícil, todo en el mismo paquete. La camisa de vestir y los pantalones con los que lo había visto en el hotel habían sido reemplazados por unos pantalones vaqueros y una camisa de franela. ¿Qué le gustaba más? ¿El traje o los Levi’s?


Paula negó con la cabeza, borrando de su mente las preguntas lo más rápido que pudo. «No me importa lo que te pongas. Desembucha y luego déjame seguir con mi vida». 


Parecía sencillo, pero sabía que recuperarse de lo de Pedro le iba a costar más que palabras.


—¿Me puedo sentar? —preguntó, moviéndose nerviosamente.


—Siéntate. Pero no te molestes en encontrar una posición cómoda. No te vas a quedar mucho tiempo.


Una nube de miedo oscureció el rostro de Pedro. Se sentó en el borde del sofá y se inclinó sobre sus rodillas. Abrió la boca, pero no salió nada.


—Has tenido dos días para inventar más mentiras, Pedro. ¿Qué pasa? ¿Has perdido tu talento? —Las duras palabras le agregaron rigidez a su postura.


—No quise mentirte. —Apenas las palabras salieron de su boca, Pedro contuvo el aliento.


—Nadie te estaba apuntando con una pistola.


Su mirada bajó a sus manos y luego fue de nuevo a ella.


—No.


—Entonces, querías mentir. No una mentira pequeña, sino una y mil veces. Debes de haber llevado una planilla para no equivocarte. Es todo un talento, si lo piensas. —Recordar esa monstruosa red de mentiras la enfureció.


—Déjame explicarte.


—Ya estás sentado ahí, Pedro. Teje la mejor mentira del mundo, pero acaba de una vez. No quiero que llegue Damian y crea que el tío Pedro está aquí para colmarlo de atención y regalos. Damy era el inocente de la historia.


Pedro la miró a los ojos.


—La noche que nos conocimos, después de que los muchachos y yo regresamos de Las Vegas, entré en el restaurante y me crucé con la mujer con la que quería compartir mi vida —hablaba lentamente y con emoción—. No esperaba encontrarte, Paula. Pero allí estabas. Toda insolencia y sonrisas. Quedé impactado.


«No caigas en la trampa, Paula», se advirtió.


—Miguel, Daniel y Tomas son mis amigos desde hace años. Verdaderos amigos que no se me acercan por lo que puedo hacer por ellos, o en qué escalafón del mundo de los negocios los puedo colocar. Amigos que nunca me han usado ni me usarán a causa del imperio financiero que hay detrás de mi nombre. Hacía un tiempo que sentía que me faltaba algo. Después de un fin de semana con ellos, me di cuenta de qué era lo que me faltaba en mi vida. He salido con muchas mujeres y mi nombre ha tenido un efecto negativo sobre cada relación.


Pedro se puso de pie y comenzó a caminar.


—Cuando sonreíste e hiciste ese comentario acerca de mi billetera y mi ego, me hizo mucha gracia y, debo admitirlo, quedé encantado.


El recuerdo de aquella noche iba y venía en su mente. La atracción por Pedro había sido inmediata, a pesar de que había hecho todo lo posible por ignorar sus sentimientos.


Pedro se paró frente al árbol de Navidad de plástico de la madre de Paula y pasó el dedo sobre un adorno que ella o su hermana habían hecho cuando eran de la edad de Damy.


—Así que te mentí. No dije toda la verdad, en realidad. No voy a negar que mentí.


Paula sintió un tirón en el cuello y se dio cuenta de que estaba apretando la mandíbula.


—¿Qué más?


—¿Disculpa? —Soltó el ornamento y se volvió para mirarla.


—¿Sobre qué más me mentiste?


Pedro inclinó la cabeza hacia atrás, como si las respuestas estuvieran escritas en el techo.


—No hay una fantástica sección de objetos perdidos en el hotel. Compré el vestido, los zapatos…


—¿Los pendientes?


—Eso sí te dije que los había comprado.


Cierto. No podía culparlo por los pendientes. Las joyas de fantasía eran relativamente baratas.


—¡Oh, Dios! Los pendientes… no son auténticos. ¿No?


Pedro arqueó las cejas y se encogió de hombros.


—¡Santo cielo, Pedro! ¿En qué estabas pensando? No puedes darle diamantes a una mujer y hacerlos pasar por circonio. Podría haberlos dejado tirados dentro de la cómoda y podrían haberse perdido.


Eso no había sucedido, pero podría haberlos perdido fácilmente como tantas otras baratijas de las tiendas de todo a un dólar.


—Yo estaba trabajando la noche de la fiesta de Navidad en el hotel —continuó el relato donde lo había dejado.


—¿Qué? —Paula aún estaba conmocionada por lo de los pendientes.


—¿Quieres que te diga toda la verdad? Te estoy diciendo que estaba sirviendo a los invitados en el hotel la noche de la fiesta. Hicimos un intercambio entre la gerencia y los camareros esa noche. Sam, que era el hombre que estaba teniendo problemas para mantener la bandeja en equilibrio…


Recordaba al hombre y la conversación que habían tenido entre ellos. Nada de ello le dio un indicio de que Pedro fuera algo más que un camarero.


—Me acuerdo.


—Él es el gerente del Alfonso Ontario.


—¿Me llevaste a la fiesta para ayudarme a encontrar un candidato, o todo eso también fue una gran mentira?


Aunque la pregunta salió de su boca, Paula sabía la respuesta. Los poco convincentes intentos de Pedro para mostrarle otros hombres en la fiesta habían sido como mínimo un desastre.



Pedro se sentó en el apoyabrazos del sofá y se pasó la mano por su oscuro cabello.


—Me estaría mintiendo a mí mismo si te dijera que quería que conocieras a alguien que te deslumbrara. —«Él ya lo había hecho», pensó Paula—. Quería pasar más tiempo contigo, conocerte. Quería demostrarte que el dinero no compra la felicidad. Todos los hombres de la fiesta podían tener dinero, pero ninguno de ellos te habría hecho feliz. He tenido dinero durante toda mi vida, pero nunca he sido tan feliz como lo soy ahora con vosotros.


Pedro, detente.


—No, Paula, estoy diciendo lo que siento. Quería decirte toda la verdad. La primera noche que hicimos el amor, fui a tu habitación para contártelo todo. Para contarte sobre mí, el hotel y que no era camarero.


—¿Por qué no lo hiciste?


La estaba mirando fijamente, sin dejar que sus ojos se alejaran de los suyos.



—Porque me quedé sin palabras cuando te quitaste aquel camisón ridículo e hiciste el amor conmigo. Luego, a la mañana siguiente me dejé llevar y te propuse matrimonio.


—Una propuesta que sabías que no iba a aceptar.


Fue entonces cuando Paula recordó a la mujer que estaba del brazo de Pedro en la imagen captada por el fotógrafo.


—Además, ¿no tendría problemas la otra mujer, la del hotel, con que hubiera una segunda mujer en tu vida?


Pedro quedó boquiabierto.


—¿De qué estás hablando? No hay otra mujer.


—Vi la foto en las noticias, Pedro, me enteré de los rumores de tu inminente matrimonio en las noticias.


La imagen la había lastimado de verdad. Pedro comenzó a sacudir la cabeza.


—La única mujer en mi vida eres tú.


—¿Y la rubia del hotel?


Pedro abrió grande los ojos.


—¿Catalina? Estás hablando de mi hermana. ¿Rubia, con una falda demasiado corta?


Paula parecía recordar haber visto mucho de las piernas y poco de la cara de la mujer.


—¿Era tu hermana?


—Sí —dijo, aliviado, con una media sonrisa—. Los rumores de matrimonio eran todos acerca de ti.


—Yo te rechacé.


Los labios de Pedro formaron una sonrisa plena.


—¿De verdad crees que me habría dado por vencido después de proponértelo una vez?


No. Lo sabía. Pedro no era el tipo de hombre que se da por vencido tan fácilmente. Pedro se puso de pie, se acercó a ella y se arrodilló. Cuanto más se acercaba, más difícil se le hacía a Paula dejar sus sentimientos de lado. Le puso una mano en la rodilla. Paula se estremeció, pero no se apartó.


—Mi padre se enteró por mi hermana. Catalina tiene la costumbre de inmiscuirse en los asuntos de los demás.


«Igual que Mónica».


—Donde va mi padre, allí va la prensa.


Pedro tomó una de sus manos entre las suyas. Sus ojos grises se clavaron en los de ella, por lo que le fue difícil recordar lo enfadada que estaba con él por haberla engañado.


—Eres la única mujer en mi vida, Paula. Eres la que quiero presentar al mundo como mi esposa. Te mentí acerca de mi riqueza por razones egoístas. —Respiró hondo y continuó—. Necesitaba saber si podrías amarme por mí mismo. Tu obsesión con buscar un marido rico me hizo preguntarme si serías capaz de separar tus sentimientos por mí de mi dinero. Si hubieras sabido desde el principio que era rico, ¿cómo podría saber yo si me amabas de verdad?


Paula sintió nuevamente un dolor en el pecho.


—¿Cómo puedo saber si amo a Pedro Alfonso? Ni siquiera sé quién es ese hombre.


—Sí, lo sabes, Paula.


Se levantó y la hizo pararse frente a él. Pedro le soltó las manos y abrió los brazos.


—Este soy yo, pantalones vaqueros y botas. Uso traje en la oficina, pero no todo el tiempo. En el rancho, te costaría bastante distinguirme de los empleados que se ocupan del lugar.


—¿El rancho?


—El rancho de mi padre. Me siento cómodo en la sala de conferencias y en el granero. Sin contar cuando estoy tratando desesperadamente de convencer a la mujer que amo de que soy perfecto para ella, soy honesto como como el que más.


Paula se mordió el labio y sintió que el hielo de su corazón comenzaba lentamente a derretirse.


—¿Me amas?


Pedro se quedó sin aliento.


—Por Dios, Paula, ¿no me estás escuchando? Te amo más que las cucarachas a los bollos azucarados.


Paula se echó a reír. No quedaba mucho del poeta que había entrado por la puerta media hora antes.


—No es la frase más acertada, ¿verdad? —preguntó con esa sonrisa arrogante enmarcada por los hoyuelos.


—Es algo singular. Creo que nunca voy a olvidar que comparaste nuestro amor con una cucaracha.


Pedro le puso las manos sobre los hombros.


—Dame una oportunidad, Paula. Démonos una oportunidad. —De repente, su boca se secó y sus labios empezaron a temblar.


—La confianza es importante para una relación, Pedro. ¿Cómo puedo confiar en que estás diciendo la verdad?


—Pregúntame lo que sea. Nunca volveré a ocultarte nada.


Ese era el momento de poner a prueba todas las preguntas.


—Mónica piensa que compraste el auto para mí.


—Está en lo cierto. Lo compré. Sabía que no lo aceptarías si te lo regalaba, así que me inventé la historia del incendio.


Había pocas posibilidades de que aceptara un auto nuevo de un hombre que trabajaba como camarero. O del millonario que tenía en frente, en cualquier caso.


—¿Estropeaste a propósito mi otro auto?


La idea se le había pasado por la mente en un momento de oscuridad.


—No. Jamás os pondría en peligro ni a ti ni a Damy.


Se dio cuenta de que era una tontería pensar que haría algo tan perverso.


—¿Qué quieres decir con que eres rico?


Sonrió, con hoyuelos incluidos, y le acarició los brazos de arriba hacia abajo y luego al revés.


—Cantidades enormes de dinero. Tenemos más de doscientos hoteles bajo el nombre de Alfonso. Mi padre insistió en repartir la mitad de los bienes cuando Catalina y yo cumplimos la mayoría de edad. Nos dio a cada uno una cuarta parte de esa mitad. Créeme cuando te digo que las mujeres con sueños de grandeza y gustos caros harían cualquier cosa por conseguir lo que tengo.


Paula le puso la mano en el brazo y sintió que el resto del hielo que cubría su corazón se derretía.


—Lo entiendo, Pedro. No me gusta que me hayas mentido, pero entiendo por qué lo hiciste.


—Nunca volveré a hacerlo. —Se acercó más, hasta que el calor de su piel encontró la de ella—. Te amo, Paula. Los últimos días han sido un verdadero infierno, pensaba que te había perdido.


Una sonrisa separó sus labios y una sola lágrima cayó de uno de sus ojos.


—Más vale que no vuelvas a mentirme nunca más.


Pedro la tomó en sus brazos antes de llevar sus labios a los de ella. Fue un breve beso, cargado de emoción.


—Nunca más.


Se inclinó y la besó de nuevo. Esta vez inclinó más la cabeza y la unión de sus labios fue mucho más placentera. 


Con las emociones oscilando constantemente en su interior, Paula se sintió un poco mareada. Además, el fuerte abrazo de Pedro casi no la dejaba respirar.


Una leve risa vibró desde sus labios hacia los de él.


—¿Qué? —preguntó, apartándose.


—No puedo… respirar —dijo con dificultad. —Pedro relajó un poco sus brazos.


—Lo siento.


—Yo no.


—Yo tampoco.


Perdida en sus ojos, Paula sintió su amor por ella de una manera que no podía describir. Quizás la prueba para determinar si ella realmente lo amaba acabaría por ser algo positivo. Siempre y cuando la prueba hubiera terminado.


—Te amo —le dijo.


—Yo también te amo. A veces me vuelves loca, pero te amo.


Pedro se apartó de repente y miró a su alrededor. Al ver lo que buscaba, la condujo a una silla.


—¿Qué haces?


Él sonrió.


—Lo que debería haber hecho hace tiempo. —Pedro se hincó sobre una rodilla. Paula quedó con el corazón en un puño.


Pedro sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo negro. Las lágrimas brotaron de los ojos de Paula, y el rostro de Pedro comenzó a desdibujarse frente a ella.


—Paula Chaves —comenzó—, ¿me harías el honor de ser mi esposa?


Pedro no vaciló. La miró fijamente y contuvo la respiración. 


Su cabeza comenzó a balancearse antes de que pudiera susurrar las palabras.


—Sí. Me casaré contigo, Pedro.


Pedro puso la mano detrás de su cabeza y selló la proposición con un beso que hizo temblar su alma. Con labios, lengua y un poco de dientes, y ambos se rieron al apartarse. Pedro abrió la caja y levantó su mano izquierda.


Le puso el anillo en el dedo anular y se quedó mirándola. 


Paula bajó la mirada hacia su mano.


—Por… Dios.


—¿Te gusta?


Paula volvió a quedarse sin aliento y experimentó nuevamente la sensación de vértigo que había sentido al besar a Pedro, solo que esta vez vio las estrellas, literalmente. Comenzó a jadear, ínfimas cantidades de aire entraban y salían a lo loco de sus pulmones.


Como sabía poco y nada sobre los quilates y el color, Paula no tenía idea de cuánto había costado la piedra que llevaba en el dedo.


El imponente solitario, ligeramente más pequeño que la uña de su dedo pulgar estaba rodeado de pequeños diamantes. 


La piedra estaba engarzada en lo que Paula suponía que era platino. Era algo impresionante.


—Es magnífico —dijo en un ronco susurro.


—Va junto con una alianza —anunció.


«¿Más? ¿Hay más?»


— No sé qué decir. —Levantó la mano y sintió el peso del anillo.


—Solo di que sí, y estaremos bien.


Paula puso la mano al costado de la cara de Pedro. La barba que le cubría el mentón le pinchó la mano y disfrutó de esa sensación.


—Sí. Pero…


—¿Pero? —Pedro se puso serio.


Toda una vida para coquetear con él, ¿qué podría ser mejor que eso?


«Que alguien me pellizque».


—Tienes que preguntárselo a alguien más. —Ella se echó hacia atrás.


Una expresión de desconcierto pasó por el rostro de Pedro


Luego sonrió.


—Damian


—Correcto.


Pedro se levantó y la ayudó a ponerse de pie.


—Tengo el plan perfecto para él.



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