viernes, 15 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 40




Paula no tenía intención de ir corriendo a casa de su madre, pero no disponía de otro lugar adonde ir. Y a pesar de que no se llevaban bien en los asuntos cotidianos, uno siempre podía contar con Renee en un aprieto. Además, cuando se trataba de los hombres y sus trampas, Paula podía confiar en que la cuidara bien.


Otra ventaja de Renee era que nunca juzgaba a nadie. Incluso cuando Paula había descubierto que estaba embarazada, en plena adolescencia, Renee nunca la había juzgado.


La noticia no la había hecho feliz, pero ella no la había juzgado.


Damian se había quedado dormido en el sofá, decepcionado porque por ahora no regresarían a su casa. Fuera, en el porche de la caravana de su madre, Paula estaba sentada, acurrucada bajo una manta. El frío la mantenía anestesiada. 


Estar anestesiada era algo positivo. No sentir nada sería aún mejor.


¿Cómo había podido estar tan ciega? Qué tonta. Paula ni siquiera había sentido satisfacción al ver la expresión de sorpresa en la cara de Pedro cuando irrumpió en la reunión. 


Ambos habían quedado aturdidos, en silencio. Ella por verlo vestido con ropa que le costaría un mes de trabajo. El hecho de que estuviera sentado en la cabecera de la mesa significaba que era el gran jefe, el líder, el multimillonario ante quien todos en la mesa respondían.


Si pudiera llorar, tal vez entonces se sentiría mejor. La puerta de la casa se abrió y salió la madre de Paula.


—¿Damian sigue durmiendo?


Renee sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. El hábito había hecho envejecer a su madre de manera prematura, Paula lo notaba.


—Como un bebé —dijo Renee.


—Bien. Ha sido un día intenso para él.


Renee se sentó junto a Paula en la hamaca, y movió el cigarrillo para que el humo no acabara en la cara de Paula.


Renee era más delgada de lo que a Paula le gustaría, y su piel estaba demasiado curtida para sus sesenta y dos años. Su madre parecía cansada.


—También ha sido un día intenso para ti.


Paula había oído a Mónica explicar a su madre lo que había sucedido, antes de irse deprisa a casa de un amigo. Paula la hizo prometer que no iría corriendo a decirle a Pedro dónde estaba. Las promesas de meñiques y las promesas entre hermanas podían llegar muy lejos en situaciones como esta. 


Paula deseaba con todas sus fuerzas no volver a estar nunca en una situación igual.


—Él me mintió, mamá.


Renee inclinó la hamaca, que comenzó a moverse suavemente hacia atrás y hacia adelante.


—Mónica me lo ha contado y me he quedado pensando en una cosa…


—¿Pensando en qué?


—En cómo habrías reaccionado si hubieras sabido la verdad acerca de su nombre, su dinero.


Paula había pensado en eso también. ¿Lo habría tratado igual sabiendo que estaba forrado de dinero? Habría aceptado salir con él antes, que era lo que él había estado buscando desde que se conocieron.


—Eso no justifica que haya otra mujer en su vida de la que yo no sabía nada.


Renee le dio una calada a su cigarrillo y exhaló el humo. Se tomó su tiempo para hablar.



—Puede ser. O tal vez los medios estén mal informados. No sería la primera vez.


—Tú no has visto a la mujer con la que estaba. Sería una tonta si pensara que puedo competir con eso.


—Detente ahí, jovencita. Estás hablando de mi hija. La hija que conozco y amo no necesita ropa cara ni maquillaje para competir. Ella tiene todo lo que necesita de forma natural. —Renee señaló con el dedo hacia ella—. El tal Pedro sería muy afortunado si encontrara su gran amor a tu lado.


Paula quedó sorprendida con la alabanza de su madre. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que ella le había dicho algo parecido.


—Yo vengo con equipaje, mamá. No soy la primera que eligen.


—Ahí es donde te equivocas. Cuando el padre de Damian se fue, dejándote sola para criar a tu hermoso hijo, yo estaba dispuesta a ir tras él y obligarlo a quedarse contigo. Después me di cuenta de que estarías mucho mejor sin él. Tendrías más oportunidades de enamorarte si no cargabas con ese vago a tu lado.


—Enamorarse está sobrevalorado.


—Muérdete la lengua. Enamorarse es lo que hace que esta miserable vida valga la pena. Yo debería saberlo; me he enamorado unas cien veces.


Paula sonrió, y sintió que una carcajada se formaba en su garganta.


Renee se rio con ella. Tras aplastar el cigarrillo bajo la suela del zapato, Renee le dio unas palmaditas en la rodilla.


—Sé que no apruebas la forma en que vivo mi vida.


—No es que no esté de acuerdo, mamá. Solo quiero que sientes cabeza y seas feliz.


—Hace mucho que senté cabeza, niña. He estado en esta casa desde justo después de que tú nacieras. En cuanto a ser feliz… Soy feliz la mayor parte del tiempo.


—Y desgraciada cada vez que tus relaciones se desmoronan. —Paula cubrió la mano de su madre con la de ella.


—Eso no se puede negar. Creo que amo enamorarme. Es emocionante ver a un hombre que te mira con ese brillo de diamante en los ojos, la emoción del primer beso, la excitación de cada caricia y cada beso. —Renee se quedó pensativa, perdida en sus recuerdos.


—Con toda esa chispa y ese fuego, me sorprende que no hayas enterrado a tus maridos —Paula bromeó.


Su madre echó la cabeza hacia atrás y se rio.


—La vida es demasiado corta para vivirla sola.


—Bueno, parece que Damian y yo estaremos solos durante un poco más de tiempo.


Más que un poco. Paula no se veía metida en la vorágine de las citas a corto plazo. A su madre podía gustarle la excitación del principio, pero la caída que venía después no era algo que Paula quisiera experimentar de nuevo.


—Te lo dije, era tan fácil enamorarse de un hombre rico como de un hombre pobre.


Como si Paula pudiera olvidar esas palabras.


—Para lo que me sirve.


—Me parece que te has enamorado de los dos.


Paula no estaba de acuerdo con eso.


—Me enamoré de Pedro. Un camarero cowboy que conduce una vieja camioneta destartalada.


Renee se levantó.


—Saldrás de esto, Paula. Nunca me preocupó que no fueras a caer con los pies en la tierra. Incluso después de que te quedaras embarazada, sabía que estarías bien.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta.


—Gracias mamá.


Renee asintió y se metió en la casa, dejando a Paula sola con sus pensamientos.


Entonces llegaron las lágrimas.



***


Era la víspera de Navidad, y Pedro no tenía ni idea de dónde estaba Paula. Por más que lo intentara, no recordaba ninguno de los apellidos que Paula había mencionado como pertenecientes a su madre. Dar vueltas por Fontana en busca de una casa con el auto nuevo estacionado en la puerta no dio resultado.


Las horas de sueño que había tenido se podían contar con los dedos de una mano, las comidas ni siquiera llegaban a eso.


El anillo que había encargado a la joyería había llegado y Pedro se sentó en la cama de su habitación a mirarlo. 


Estaba hecho para el dedo de Paula. Solo tenía que ponérselo.


Se oían las voces de su hermana y su padre desde el salón. 


Habían unido fuerzas para hacerle la vida imposible a Pedro por haber engañado a Paula de esa forma. Era agradable ver que Pedro podía lograr que su padre dominante y su hermana entrometida estuvieran en la misma sintonía.


Uno pensaría que alguno de los dos tendría una manera infalible de encontrar a Paula. Cuando era niña, su hermana siempre se había entrometido sin que nadie la llamara, así que, ¿qué la detenía ahora?


«Hermanas». Pedro pensó en Mónica.


Horacio estaba criticando lo ajustado de los vaqueros de Catalina cuando Pedro entró en la habitación.


—Me los pongo solo para molestarte, papá.


—No creas que no lo sé —la reprendió Horacio.


—Ahí estás —dijo Catalina mientras Pedro pasaba delante de ellos camino a su equipo informático.


—¿Vas a comer?


—Ahora no, Cata.


—¿Has descubierto alguna manera de encontrarla? —le preguntó su padre.


—La hermana de Paula, Mónica. Solo tengo que encontrar su número de teléfono.


Pedro se sentó en su escritorio y se volvió hacia el aparato. 


Catalina gritó una serie de números, pero Pedro no le hizo caso. Luego alzó la cabeza y se volvió lentamente en su asiento.


—¿Ese es el número de Mónica? —le preguntó a su hermana.


Su hermana le guiñó un ojo con picardía.


—Dudo que te diga donde está Paula. Yo no tuve suerte.


—¿Hablaste con Mónica?


Al menos Catalina tuvo el buen tino de borrar la sonrisa burlona de su cara.


—No estés tan sorprendido. Las hermanas siempre se cuidan entre ellas.


—Tú no tienes una hermana. —Pedro esperaba que su hermana notara la severidad en su voz.


—Tengo el divino placer de guardarte las espaldas.


—¿Cuándo hablaste con Mónica?


—Antes de que fuéramos a casa. Después le he dejado un mensaje, pero no me ha devuelto la llamada.


Durante todo ese tiempo Catalina podía haber tenido la clave para encontrar a Paula y no se lo había contado. ¿Por qué? 


Pedro tomó el teléfono.


—¿Me repites su número?


Catalina repitió los siete dígitos y Pedro los marcó. Mientras el teléfono llamaba, Pedro se trasladó a la terraza en busca de un poco de intimidad.


Estaba a punto de darse por vencido cuando de repente la voz de Mónica dijo:
—Vaya, pero si es la serpiente del pueblo. ¿Cómo está tu nido de mentiras? —No había ni una gota de humor en la voz de Mónica.


—Puedo explicarlo todo.


—Guárdatelo. No me interesa.


Pedro sabía que perdería si no actuaba rápido.


—No hay otra mujer. La mujer de la televisión era mi hermana. La chica atrevida que te llamó la semana pasada.


Se oía la respiración de Mónica en el teléfono, pero no decía nada.


—Tengo que hablar con Paula. Por favor, Mónica.


—Después me vas a decir que no eres millonario, ¿o sí que eres millonario?


Tener que disculparse por tener dinero era un poco irónico.


—Tuve mis razones. Razones que tengo que explicarle a Paula, no a ti. ¿Dónde está ella, Mónica?


El viento fresco de la tarde soplaba contra su rostro. Pedro se dio la vuelta para esquivarlo.


—No lo sé.


—No puedo arreglar esto si no hablo con Paula. Sé que puedo arreglarlo.


«Por favor, maldita sea, dame una dirección».


—¿La mujer de la foto es Catalina? —Estaba funcionando…, lo sabía.


—Te lo juro por mi vida. Ella está aquí, ella te lo dirá.


—Si me estás mintiendo…


—No estoy mintiendo.


Después de una larga pausa, Mónica dijo:
—Está en casa de nuestra madre.


—Necesito una dirección.


—Juro que si me estás tomando por tonta, Pedro Alfonso, te voy a mandar de vuelta a Texas de una patada en ese culo de cowboy.


—La dirección, Mónica. Por favor.


—Ah, bueno, bien. Solo te la daré porque Paula está destrozada y tu hermana fue sincera cuando hablamos.


Le dio la dirección mientras Pedro volaba al interior de la suite para anotarla.


—Gracias. —Pedro leyó la dirección y la memorizó.


—Agradécemelo haciendo feliz a mi hermana —lo reprendió.


—Esa es mi intención. —Pedro colgó y se dio cuenta de que su padre y su hermana lo estaban mirando.


—¿Y bien? —preguntó Horacio.


Al otro lado de la habitación había un enorme reloj colgado en la pared.


—La he encontrado.


Con un poco de suerte, sería capaz de traer a Paula y a Damian de vuelta antes de la cena. Eso esperaba.




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