domingo, 10 de abril de 2016

NO EXACTAMENTE: CAPITULO 24






—Permíteme que lo lleve a la cama —susurró Pedro.


Luego levantó al niño con sus fuertes brazos, lo apoyó contra su pecho, y se dirigió a la habitación de Damy.


El corazón de Paula iba a mil. ¿Qué estaba haciendo Pedro en su apartamento, y dónde diablos estaba Mónica?


Dos horas antes, Paula se había dado cuenta de que había dejado su teléfono en casa; había estado a punto de pedir el teléfono del restaurante para llamar a su hermana. Pero no lo hizo, y continuó con su desastrosa cita hasta que no pudo soportarlo más.


De pie en la puerta, Paula observó a Pedro arropar a Damy en la cama como si lo hubiera hecho mil veces. Damian se dio la vuelta, aún dormido, arrastrando consigo a Tex, la serpiente. Pedro salió silenciosamente de puntillas, pasando entre Paula y el marco de la puerta para llegar al pasillo. Ella cerró la puerta y le indicó que la siguiera.


—¿Qué haces aquí? —le preguntó de nuevo.


—Mónica me ha llamado. Su amiga, la chica que estaba aquí esta noche…


—¿Lynn?


—Correcto. La madre de Lynn ha tenido un accidente y Mónica ha ido a llevarla al hospital. Tu hermana no creyó que fuera un buen lugar para Damy y tú estabas sin teléfono, así que me llamó a mí.


—¿Por qué tú?


«¿Quién más?», pensó Paula. Su madre vivía demasiado lejos y no venía a ver a Damian muy a menudo, pero vendría en caso de emergencia.


—Yo estaba cerca y disponible. Fue idea de Damian.


La explicación era razonable, pero a Paula no le hacía ninguna gracia ver al hombre que se había inmiscuido sin saberlo en su cita, incluso antes de que empezara. Pedro le lanzó una sonrisa. Sus hoyuelos aparecieron. Maldita sea.


Había pensado en esa sonrisa durante la última media hora. 


Durante los últimos treinta minutos, mientras caminaba desde donde había dejado su auto de nuevo averiado, ese pedazo de chatarra.


—¿Podría pasar algo peor esa noche? —dijo mientras apartaba la mirada de la relajada sonrisa de Pedro y sus brillantes ojos grises.


—¿Qué has dicho? —preguntó Pedro.


—Nada, nada.


Paula tomó sus zapatos de donde los había dejado y abrió el cerrojo y la cadena para que Mónica pudiera entrar cuando llegara.


—¿Estás bien? —le preguntó.


Su voz ya no tenía un tono risueño y, de repente, Paula se encontró al borde de las lágrimas. No, no estaba para nada bien.


Pero, maldita sea, no necesitaba que su corazón lastimado, y sus probablemente lastimados pies, alertaran a Pedro sobre su estado. Parecía que siempre estaba en deuda con Pedro y hacía apenas un mes que lo conocía.


—¡Muy bien! —le dijo, casi ladrando.


—No pareces estar muy bien, Paula.


—Y ¿cómo sabes si estoy bien o no? Te conozco desde hace, ¿cuánto?, ¿un mes? Un mes, y mi familia ya te llama cuando hay una crisis —reconoció verbalizando su frustración y sus sentimientos.


—Me gustaría pensar que somos amigos —dijo Pedro acercándose más a ella.


¡Qué pedazo de patraña! Paula no fantaseaba con sus amigos. Durante toda la noche había estado comparando a Pedro con Bruno.


Pedro tenía hoyuelos y unos ojos sonrientes, genuinos. Los ojos de Bruno no tenían gracia y ni siquiera eran convincentes. Pedro habría sido puntual. Bruno había llegado tarde.


Pedro prestaba atención a sus deseos y no habría pedido la comida para ella como lo había hecho Bruno. Pedro le preguntaba sobre su vida, la había conocido a través de largas conversaciones y no basándose en una batería de preguntas que la hacían sentir como si estuviera en el banquillo en un tribunal de justicia.


Y lo más importante, Pedro nunca habría dicho o sugerido lo que Bruno había intentado una vez que habían terminado de cenar. Pedro era demasiado caballero, demasiado buena gente. Respetaba sus deseos, incluso cuando no creía en ellos. El hombre del momento se acercó a ella y le levantó el mentón para que lo mirara.


—Somos amigos, Paula.


—De verdad, Pedro. ¿Es eso lo que somos…, amigos?


—Claro.


—Solo amigos. ¿Quieres decir que, si me quitara la ropa en este momento y me ofreciera ante ti, no aceptarías?


Primero, las palabras hicieron que los ojos de Pedro se abrieran grandes. Una corriente cálida de deseo iluminó su rostro. El efecto disparó un calor abrasador hasta lo más profundo de Paula. Después, aquellos chispeantes ojos grises se entrecerraron.


—No soy un santo, Paula, y tú sabes lo que siento por ti. —Su voz ronca confirmó lo que su expresión ya había revelado.


—Los amigos no duermen juntos. —Sus palabras eran débiles.


—Una sola palabra y convertiré esta amistad en una relación más rápido de lo que una serpiente de cascabel ataca a su presa.


Lo haría, ella sabía que lo haría. El fuego en su mirada decía más que cualquiera de sus palabras.


—¿Con qué fin, Pedro?


Paula se apartó de él, sintió el ardor de las lágrimas en sus ojos.


—¿Cuál es mi problema? Tiene que haber algo más por ahí que fantasear con botas de cowboy y abogados que piensan que soy fácil porque soy camarera y tengo un hijo.


Pedro la agarró del brazo y la giró hacia él. Su rostro se puso frío como piedra. Todo el fuego y el calor desapareció.


—¿Qué has dicho?


—Nada. —Trató de apartarse, pero él no la dejaba.


—¿Te ha hecho daño, Paula? Por Dios, más vale que no lo haya…


—No. Mi orgullo. Mi ego. Pero no físicamente.


¿Por qué no podía encontrar una clase de hombre que tuviera una estabilidad financiera como Bruno, pero que también tuviera todas las cualidades de Pedro? Un sollozo escapó de su garganta y Paula dejó caer la frente sobre el pecho de Pedro. El consuelo de sentir su calor hizo que algunas lágrimas corrieran por sus mejillas. Pedro puso la otra mano alrededor de ella y la atrajo hacia sí.


Tenía ganas de llorar, una larga sesión de llanto con pañuelos y ojos hinchados. Bruno había dominado la cena, había hablado de su trabajo, su dinero, y después le había
preguntado si quería ir a su casa un par de horas para «terminan la cita».


A ella le sorprendió la propuesta, no sabía muy bien cómo reaccionar. Paula Hasta ese momento no se había percatado de su ego grande como una montaña. No podía creer que lo estuviera rechazando. No tenía ni siquiera interés en tener una segunda cita con ese tipo, mucho menos en acostarse con él.


Con toda la dignidad de la que fue capaz, Paula estimó el precio de lo que había comido, arrojó unos billetes sobre la mesa y salió del restaurante. Cuando su auto se quedó a mitad de camino, gritó y pataleó, con golpes al tablero incluidos. En realidad, la caminata a casa con tacones probablemente había ayudado a aplacar un poco su ira.


Después, encontrar a Pedro sentado en el sofá, Damy acurrucado en su regazo, dio lugar a una nueva ola de emociones.


Pedro era tan… Pedro.


Allí estaba, llorando en sus brazos, unos brazos que no le correspondía disfrutar.


Paula levantó la cabeza de encima de su camisa blanca y vio la mancha de rímel en su hombro.


—Soy un desastre. Mira cómo he dejado tu camisa.


Pedro tomó su cara con ambas manos y la obligó a mirarlo a los ojos.


—No es más que una camisa.


Se dio cuenta de que era una camisa de vestir y que Pedro no iba vestido con los vaqueros y el sombrero de siempre. ¿La llamada de Mónica había interrumpido una cita?


Quería preguntar, pero en realidad no quería saber. Pedro le secó las lágrimas con el dedo pulgar.


—¿Quieres que le pegue una paliza al tal Bruno?


Se echó a reír, a pesar de sí misma.


—Es abogado.


—Probablemente pelea como un muñeco.


—Te denunciará y saldrá ganando.


Las palabras de Pedro eran como una agradable inyección de testosterona.


—Te agradezco el ofrecimiento.


La sonrisa de Pedro se desvaneció lentamente mientras la abrazaba. Sus ojos recorrían su rostro, sus pulgares pasaron de enjugarle las lágrimas a acariciarle el contorno del labio inferior. Era como si estuviera tratando de memorizar sus facciones, apreciando cada detalle, cada línea, y guardándolo todo en su memoria.


Paula se descubrió estudiándolo. Los ojos grises tenían manchitas plateadas que resplandecían de vez en cuando. 


Al pasar el dedo a lo largo de su mandíbula, se pinchó con su barba de un día. Estaba bien afeitado la mayor parte del tiempo, pero sus mandíbulas tenían un atractivo más masculino cuando estaba así. Le gustaba. La parte recia de Pedro que le daba ganas de pelearse por ella y patearle el trasero a Bruno.


Su mirada se centró en los labios suaves de Pedro, junto a su barbilla que pinchaba.


Labios besables. Quería tener esos labios contra los suyos más que nada en el mundo. Paula tembló en sus brazos y se mordió el labio inferior. Todo su rostro parecía estar haciéndole una pregunta, sus manos se tensaron, ella se inclinó hacia adelante y puso sus labios sobre los de él. No hubo fuego lento, largo hervor ni vapor. Hubo solo un fuego instantáneo. Pedro inclinó la cabeza y el beso se hizo más profundo. La mano de Paula estaba en su pelo, disfrutaba de tocar su textura sedosa, de tocarlo a él. Sus lenguas se disputaban el control y se exploraban mutuamente.


Pedro era perfecto. Fuerte y duro en todos los lugares correctos y suave y tierno en los demás. Su boca atacó la de ella, mientras sus manos le acariciaban lentamente la espalda y la cintura. El deseo y la necesidad de este hombre, este soñador, socavó su voluntad. Sus pezones ya se endurecían, convirtiéndose en firmes capullos, y su cuerpo murmuraba melodías.


La mano de Pedro bajó por su espalda hasta que sintió que le asía su trasero. El gesto íntimo le trajo alivio y frustración. 


Alivio porque las manos de Pedro estaban sobre ella, y no solo en un sueño. Frustración por la certeza de que no debería estar disfrutando tanto de sus besos, sus caricias. 


Pedro despegó sus labios de los de ella y comenzó a explorar su cuello, sus orejas. Ella abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. Su ropa de repente comenzó a apretarla, a quemarla. Amigos con derecho a roce. Podrían hacerlo…, ¿no?


Pero no podían. No sería justo para Pedro. Sería fácil para ella llevarlo a su cama fría y solitaria, y después, ¿qué?
¿Qué ocurriría mañana? Paula odiaba no poder eliminar los pensamientos que acechaban en su mente y simplemente disfrutar del tacto de ese hombre. Y, ¿si no funcionaba? ¿Cómo sobreviviría la amistad?


Paula se dio cuenta de que su mano se había deslizado dentro de la camisa de Pedro y estaba aferrada a su piel desnuda. Retiró la mano.


Pedro —susurró.


Él paró de besarle el cuello y la miró a los ojos.


—No deberíamos… estar haciendo esto.


No ahora, no después de ese infierno de cita, no con sus emociones a flor de piel. Necesitaba pensar, tomar calculadas decisiones acerca del hombre que tenía en sus brazos.


—Deseas esto tanto como yo —Pedro verbalizó lo obvio. Imposible negarlo.


—No quiero arrepentirme, Pedro. Provocas tantas emociones dentro de mí, que no puedo ver con claridad.


—Cariño, somos dos.


—Pero… nos arrepentiríamos. Tal vez no hoy, pero sí mañana o al día siguiente.


Cuando Pedro estuviera satisfecho y partiera para perseguir su próximo sueño, tendría una montaña de remordimientos.


—Yo nunca, jamás, me arrepentiré del tiempo que paso contigo.


Sus sobrias palabras la hicieron darse cuenta de cuánto se arrepentiría.


—Valoro nuestra amistad… Si hacemos esto, ya no habría amistad.


Paula sabía que él no podría negarlo. Pedro gimió y la besó en la frente antes de despegarse de ella. Su cuerpo se enfrió al instante, la realidad se enraizaba ya en su corazón, apretándolo fuerte.


Pedro agarró su chaqueta e introdujo sus brazos en las mangas. En la puerta, se volvió hacia ella.


—Tienes mi número.


Lo que significaba que le tocaba hacer el próximo movimiento.


—Gracias.


Pedro asintió con la cabeza, le echó una larga mirada apasionada y salió por la puerta.




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