Pedro se metió en la ducha y se quejó del agua fría. No había nada remotamente satisfactorio en una ducha fría.
Para lo único que servía era para enfriar sus hormonas enfurecidas que estaban en un ciclo de continua ebullición cuando Paula estaba presente.
Había estado muy vulnerable esa noche. En retrospectiva, le alegraba que ella se hubiera apartado. Abandonado a sí mismo, él no lo habría hecho. Se habrían disfrutado mutuamente en la cama, pero había visto el dolor en los ojos de Paula; ella se habría arrepentido.
Habría tenido razón al hacerlo. Una vez que durmieran juntos, aquella pseudoamistad volaría en pedazos y Pedro se aferraría a Paula tan fuerte como pudiera. No más citas siniestras con abogados que la tomaran por una chica fácil.
No más la farsa de que no le importaba si otro hombre la miraba con deseo. Pedro Alfonso era muchas cosas, pero no compartía sus mujeres, y ninguna había significado tanto para él como Paula.
Pedro dejó que el agua fría le corriera por el rostro antes de girar para que se escurriera por su espalda. Sus motores comenzaron a enfriarse, pero aún le ardían las entrañas.
Solo que ahora el combustible que los alimentaba era una ira incendiaria hacia Bruno, la serpiente traicionera. ¿Cómo se atrevía a esperar algo en una primera cita con una mujer a la que apenas conocía?
¿Cómo podía haber confundido a Paula con ese tipo de mujer? Paula era amable y cariñosa, y merecía respeto.
Pedro sabía que se preocupaba por sus sentimientos y por eso decidió no dormir con él esa noche. No quería que él se enamorase de ella, porque no estaba dispuesta a corresponderlo. Pero Paula no se daba cuenta de que ya era demasiado tarde.
Pedro cerró el grifo y salió de la ducha. Agarró una toalla y se secó. Demasiado tarde. Pedro estaba perdido. Y también estaba Damy… Dios, se había encariñado con el niño. El hecho de que su verdadero padre se hubiera ido sin mirar atrás una sola vez indignaba a Pedro.
Envolvió sus caderas con la toalla y se pasó los dedos por el pelo mojado.
—Ten paciencia —se dijo a sí mismo en el espejo. La paciencia estaba totalmente sobrevalorada.
****
Había trabajado un par de horas extra cada mañana para uno de los camareros de día, y así hacerle las cosas más fáciles a Mónica, que tenía que llevar y traer a Paula del trabajo, ya que tenían un auto menos. Su vehículo estaría listo en un par de días, pero los gastos extras le estaban haciendo mella a su presupuesto de Navidad.
Damy se merecía mucho más de lo que le podía ofrecer. Un hombre como Bruno habría podido proporcionarle alguna ayuda financiera, pero se habría quedado corto en el aspecto emocional.
¿Qué era peor —se preguntaba—, un hombre a quien le importaba más que nada en el mundo, pero que solo se quedaría por un rato, o un hombre a quien no le importaba en absoluto? ¿El dinero duraría más que los recuerdos? ¿El dolor duraría más que el dinero?
Era medianoche en su primera noche libre desde la desastrosa cita con Bruno. Pedro no había llamado, ni había pasado a visitarla. Mónica había terminado el semestre y estaba disfrutando de un muy merecido descanso con un viaje a Big Bear, donde el nivel de la nieve se medía en metros en lugar de centímetros. Mónica no esquiaba, pero disfrutaba de la nieve y de los chicos que se desplazaban en masa hacia ella.
Paula se quedó mirando el techo de su dormitorio, sin poder dormir. Damy se había ido a dormir temprano con un poco de tos. Paula se levantó de la cama, se echó una bata sobre los hombros y se puso sus pantuflas. De camino a la cocina en busca de un poco de leche tibia para ver si le ayudaba a dormir, oyó toser a Damy en su dormitorio.
Al abrir la puerta, vio que se había quitado el edredón. Entró y fue a taparlo. Al ver que su frente estaba sudando, se detuvo. Al colocar el dorso de la mano sobre su cara, se dio cuenta de lo caliente que estaba.
Damian comenzó a toser de nuevo, y esta vez sus ojos se abrieron, vidriosos y desenfocados.
—Hola, chiquitín.
Los ojitos de Damy se llenaron de lágrimas al instante.
—Me siento mal, mamá.
Paula lo sentó en la cama, y empezó a toser aún más fuerte. Bajo el pijama, su piel ardía de fiebre.
—Espera aquí —le dijo antes de salir corriendo hacia el baño en busca del termómetro.
—A ver, chiquitín. Vamos a ver cómo estás.
Le introdujo el termómetro entre los labios y se lo puso bajo la lengua. Damian tosió encima del aparato mientras le quitaba el pijama caliente de su cuerpecito. El frío de la habitación lo tenía temblando, pero Paula recordó lo que Mónica había dicho de los niños que llegaban enfermos a la clínica: no es cruel dejar a un niño que arde de fiebre en ropa interior. Es mucho peor dejar que la fiebre suba y el calor se acumule dentro.
Damy seguía tosiendo, solo que no sonaba como si tuviera flema. Incluso hacía un ruido chirriante cuando tomaba aire.
Por dentro, Paula comenzó a entrar en pánico. Por fuera, sonrió y acarició la cabeza de Damy. Su auto estaba en el taller y Mónica estaba fuera de la ciudad.
Era tarde en plena noche, y el único lugar abierto era la sala de emergencias del Upland Community.
Paula le sacó el termómetro de la boca a Damian y ladeó el tubo de vidrio hasta que vio la línea roja: cuarenta grados.
Ahora era el momento de entrar en pánico.
Corrió al baño y localizó el antitérmico para niños. Leyó la caja para ver cuánto debía darle. La tabla de peso indicaba que hacían falta dos comprimidos, así que se puso dos en la mano y se apresuró a regresar al lado de Damy.
Damian gimió cuando le dio la medicina, su cuerpo se estremeció, y su tos no se detuvo.
—Ten, bebé. Toma estos.
—¿Saben mal?
—Saben bien, pruébalos. Harán que te sientas mejor.
Pero cuarenta grados no estaba bien. Tenía que llevarlo al médico. La tos le preocupaba incluso más que la fiebre.
Deseó que su hermana estuviera allí para ayudarla. Paula corrió a su habitación, tomó un teléfono inalámbrico y regresó volando junto a Damian. Su madre estaba demasiado lejos. Sus dedos volaron sobre los números, sin dudar ni un momento.
Pedro respondió al primer timbre.
—Pedro, gracias a Dios que te he encontrado.
—¿Paula? ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
Había pánico en la voz de Pedro, y eso hizo que el suyo se intensificara.
—Es Damian.
Damy comenzó a toser de nuevo.
—Está enfermo y mi auto está en el taller. Necesita…
—Quédate tranquila. Voy para ahí.
—Date prisa.
Pero él ya había colgado el teléfono.
Paula le puso rápidamente una camiseta a Damian, y lo sentó en el sofá con la ayuda de unos almohadones. En su habitación, se puso la ropa que había llevado el día anterior y tomó su bolso del tocador.
De vuelta en la sala de estar, le quitó el cerrojo a la puerta y después tuvo que esperar. Los ojos de Damian se cerraban a ratos, entre sus accesos de tos. Paula nunca se había sentido tan impotente en toda su vida.
Mecía a su hijo hacia adelante y atrás mientras él se aferraba a Tex. Paula hacía lo posible por ignorar el temblor de su cuerpo. Esa parte de la maternidad realmente era horrible. ¿Por qué no podía ser ella la que se pusiera enferma? ¿Por qué Damy?
Oyó a Pedro correr por el pasillo antes de que la puerta se abriera. Allí estaba, gracias a Dios. Paula sintió deseos de llorar de alivio. Pedro ralentizó sus pasos y se agachó para tomar a Damy en sus brazos.
—Hola, compañero —dijo, saludando primero a su hijo.
Damy trató de sonreír, pero solo consiguió toser.
—Ves, esa tos es mala —dijo Paula, alarmada.
Pedro negó con la cabeza.
—Chsss, yo me ocupo. Toma tu bolso y cierra la puerta.
—Está bien —dijo ella, siguiendo sus instrucciones y caminando a su lado.
El aire frío de afuera le pegó con fuerza. Pedro abrió la puerta del acompañante y aseguró a Damian en el asiento del medio con el cinturón de seguridad. Paula se sentó junto a él y Pedro dio la vuelta corriendo y se sentó en el asiento del conductor.
—¿Dónde queda el consultorio de emergencias más cercano? —preguntó.
Paula le dio instrucciones y Pedro arrancó. No conversaron, no sonrieron. Pedro parecía tan preocupado como ella.
Pedro entró al hospital llevando a Damy en brazos. Había bastante gente en la sala de espera, en su mayoría estaban dormidos, parecían esperar a sus familiares.
—Hola —dijo la señora que estaba detrás del vidrio blindado, con una sonrisa, mientras ponía frente a ellos una hoja de registro.
Paula escribió el nombre de Damian de forma automática.
—Tiene más de cuarenta de fiebre y dificultad para respirar a causa de la tos.
La señora la miró con un gesto comprensivo y dijo:
—Llamaré a la enfermera.
Paula miró a Pedro, que no se había sentado. Damy tosió en su hombro.
—¿Por qué se demoran tanto? —preguntó, aunque no hacía ni un minuto que la mujer se había ido.
Cuando regresó a la ventanilla, había otra señora mayor con un estetoscopio alrededor del cuello y un bolígrafo en la mano. Miró a Damian a través del vidrio e hizo un gesto con la mano mientras decía:
—Vengan aquí atrás.
Al dar la vuelta, Paula y Pedro fueron hacia la ajetreada sala de emergencias y los instalaron en una pequeña habitación.
Pedro se sentó junto a la mesa y puso a Damian en su regazo. Paula agarró una silla y se movió más cerca.
—Soy Teresa, una de las enfermeras. ¿Cuánto hace que Damian está enfermo?
—Solo hace unas pocas horas. No se sentía bien antes de irse a la cama, pero no tosía así.
Teresa colocó un sensor en el dedo de Damy y lo ajustó con cinta.
—¿Qué temperatura tenía en casa?
—Cuarenta. Le he dado Tylenol justo antes de venir.
—Bien. La mayoría de los padres solo vienen corriendo y no piensan.
Teresa le hizo una serie de preguntas. Cuánto pesaba Damian, enfermedades previas, vacunas, alergias a medicamentos. Paula respondió todo mientras la enfermera escribía a toda velocidad.
Ella desconectó el sensor de la máquina pero lo dejó conectado al dedo de Damy.
—El oxígeno en sangre está bajo; es bueno que hayan venido.
—¿Eso es malo? —preguntó Pedro.
—Si no se hace nada es malo —confirmó—. No se preocupe, nos encargaremos de su hijo.
Ni Paula ni Pedro corrigieron a la enfermera.
—Su temperatura sigue siendo alta, treinta y nueve. Voy a darle un poco de ibuprofeno.
—¿Se puede si ha tomado antes Tylenol?
—No hay problema. Ambos medicamentos tienen el mismo objetivo, pero funcionan de manera diferente. Muchos niños tienen fiebre alta, y se las bajamos usando ambos medicamentos todo el tiempo.
Teresa se levantó e hizo un gesto para que la siguieran.
—Vamos, papá, venga conmigo.
Pedro siguió a la enfermera con Damy en brazos, y Paula siguió a Pedro.
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