domingo, 13 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 8





Con las luces brillantes y la multitud de personas que se paseaba por allí, Pedro se dio cuenta de que el Strip de Las Vegas era un mundo completamente distinto por la noche. 


Seguramente parecía haber un mundo de distancia con el ambiente desolado que había visto aquella mañana. Dado que los sucesos de ese día habían conspirado para que conociese a la encantadora Paula y luego volviera a encontrarla, reconoció que tal vez había algo de cierto en la creencia de que Las Vegas era un lugar con suerte. Observó a unos seis metros de distancia mientras Paula hablaba con un joven en el mostrador de reservas. Era imposible oír lo que ella decía debido a la banda de mariachis que tocaba en el patio del restaurante El Sol, pero el joven parecía tan fascinado con Paula como lo estaba Pedro.


Una sonrisa burlona se dibujó en sus labios. ¿Qué demonios pensaría su abuela si supiera que había abandonado el trabajo para pasar la velada con una hermosa pelirroja que acababa de conocer? No lo creería. Conocía a Pedro demasiado bien para creer que elegiría socializar en lugar de trabajar, en especial en vista del proyecto más reciente que les había arrojado a sus nietos esa misma mañana. Pero en ese preciso momento lo último en lo que Pedro quería pensar era en los millones de los Alfonso.


Observó con admiración mientras Paula regresaba junto a él. 


Había una pizca de sensualidad en su modo de caminar. 


Algo aún más excitante era la sensación de que ella era de todo menos fácil. Era una dama.


—¿Hubo suerte? —preguntó él cuando ella llegó.


—Vegas no se trata tanto de suerte, sino de contactos. Sígueme.


Pedro obedeció, consciente de que en ese momento la seguiría a cualquier parte. Se recordó a sí mismo controlar cuántos margaritas tomaba.


La maître los acompañó hasta una mesa alejada, entre una fuente grande inspirada en la cultura maya y una pared cubierta de macetas con plantas. Por encima de estas colgaban de las paredes coloridos serapes, y los acordes de la música mariachi invadían el aire. Pedro corrió la silla para Paula y luego se sentó frente a ella.


—Esto es perfecto. Considerando la fila de la puerta, supongo que debes tener bastantes contactos en la ciudad.


Paula rio.


—No es para tanto. Digamos que los locales nos mantenemos unidos.


—Hablaste como una experta en conseguir lo que quieres. Me impresionas. —Le causó gracia ver que Paula se había sonrojado.


El camarero se acercó para tomar la orden de bebidas. Pedro descubrió enseguida que Paula hablaba “Margarita” como si fuera un idioma. Él nunca había oído hablar de un margarita de pomelo y chipotle.


—Estimo que los margaritas son de tus bebidas preferidas —comentó él cuando se quedaron solos.


—Disfruto uno de vez en cuando —explicó ella. Se inclinó hacia adelante y cruzó las manos sobre la mesa—. Al contrario de lo que has presenciado esta noche, no bebo en exceso.


—Cuéntame qué otra cosa no sé sobre ti.


Ella inclinó la cabeza hacia un lado y lo miró pensativa.


—¿Qué te gustaría saber?


—Todo, pero puedes comenzar por algo simple: cuéntame sobre tu familia.


Paula rio.


—Las familias suelen ser de todo menos simples. Al menos la mía no lo es.


—La mía definitivamente tampoco lo es —concordó él—. Declaremos tabú el tema de la familia esta noche. El trabajo y la familia quedan descartados. —Aceptó un vaso con el borde cubierto de sal por parte del camarero y lo levantó—. ¿Sal?


—Eres virgen de margaritas, ¿verdad? —Paula tomó su vaso—. Obsérvame y haz lo que yo hago. —Bebió un poco y luego se lamió los labios.


Pedro probó su trago. Le sentó como un sueño. La cena pasó demasiado rápido para su gusto. Comieron una amplia variedad de especialidades del sur de México. Los platos picantes se digerían fácilmente con varias bebidas más. La conversación superó la comida y la bebida, y Pedro no recordaba un momento en el que se hubiese reído tanto. 


Sabía que nunca había pasado una velada tan agradable con nadie. Jamás.


Después de haber pagado la cuenta y de haber salido al aire fresco de la noche, Pedro supo que no estaba listo para dejar ir a Paula. Se acercó lo suficiente como para que lo oyera por encima de los mariachis.


—Imagino que bailas muy bien.


—Imaginas mal —replicó ella—. Pero tengo otro talento oculto.


Él no dudaba de eso.


—¿Cuál?


—Soy buena oyente.


Pedro la miró a los ojos. Había una sinceridad en el modo en que lo miraba, una dulzura en su manera de comportarse, que actuaba como una atracción magnética hacia ella. Una atracción a la que no estaba seguro de querer resistirse.


—Eso es fácil de creer, pero ¿por qué me lo dices?


—Porque te está carcomiendo; lo veo en tus ojos. —Estiró la mano y tocó suavemente su brazo—. ¿Te puedo ayudar?


“¿Te puedo ayudar?”. Tres palabras simples. Palabras que Pedro no solía oír, si es que alguna vez lo había hecho. Por lo general, era su trabajo ayudar, encontrar soluciones para los problemas de otros, apagar incendios. Daba gusto estar del otro lado. Miró a su alrededor. El Strip de Las Vegas no era el lugar para una conversación; un sitio tranquilo para charlar era demasiado pedir. Volvió a mirar a Paula.


—Aunque valoro tu oferta, a menos que tengas un barco zozobrante al que pueda salvar para no perder algo de suma importancia para mí, no veo cómo puedes ayudarme.


Ella levantó las cejas.


—¿Necesitas un barco zozobrante?


—En forma de un negocio en aprietos, sí.


Pedro observó una sonrisa dibujarse lentamente en los labios de Paula mientras ella estiraba su mano. Él dudó solo un instante antes de tomarla.


—¿Por qué sonríes?


—Es su día de suerte, señor Alfonso. Creo que tengo justo la cuota de cultura estadounidense en aprietos que está buscando.


La suerte de Las Vegas. Pedro oprimió la mano de Paula.



—Adelante.




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