viernes, 4 de marzo de 2016
CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 7
–Bonita noche, ¿verdad?
Paula miró al hombre que se había sentado en el banco de la parada de autobús donde ella esperaba. Estaba tan absorta en sus pensamientos, todos sobre Pedro Alfonso, que ni siquiera había notado su presencia hasta aquel momento.
Era un hombre grande y corpulento, con la cara sonrosada cubierta por una barba rojiza. Llevaba tan solo un chaleco vaquero, ridículo para el frío que hacía, que dejaba ver los tatuajes que le recorrían los enormes brazos y que formaban una tela de araña azul y le cubrían casi cada centímetro de
piel.
De pie al otro lado del banco había otro tipo desaliñado que parecía un espantapájaros, con una gorra y una camiseta de franela raída, aspecto lechoso y que mostraba una ristra de dientes amarillos. El olor a cerveza y tabaco solapaba la brisa de enero, tanto que Paula sintió náuseas.
–¿Le importa que se siente mi amigo? –le preguntó el hombre grande, señalando a su compañero con la cabeza.
Antes de que Paula pudiera protestar, el segundo se había sentado al otro lado. De pronto estaba flanqueada por dos delincuentes infames.
Paula fijó la mirada al frente y con el rabillo del ojo fue consciente de que los dos hombres la observaban fijamente.
–¿Quieres fumar, nena? –preguntó el delgaducho con voz ronca.
–No, gracias –contestó ella, que se apretó más los brazos que tenía cruzados y lo fulminó con una mirada de desdén.
–A lo mejor quieres bajar a tomar una cerveza con nosotros –dijo el grandullón–, dar un paseo por el lado salvaje.
–No bebo.
–Oh, vamos. Todo el mundo necesita una copa de vez en cuando –replicó el «ogro», que se acercó más a ella y le tocó la pierna con su enorme muslo.
Por su aliento, Paula pensó que probablemente ya se había tomado unas cuantas y sintió un escalofrío.
–Yo no.
–Eres muy dulce –le dijo el tipo, acercando más la cabeza a su hombro.
Paula saltó del banco y se puso frente a ellos, tratando con todas sus fuerzas de ocultar el miedo tras una fachada de dureza que desde luego no sentía.
–No se fíe de las apariencias, señor, puedo ser muy desagradable si tengo que serlo.
–Apuesto a que también puedes ser muy mala –gruñó el mismo, mientras el delgado se reía.
Paula metió la mano en el bolso y entonces recordó que no había metido el spray la noche anterior al cambiar de bolso.
Se giró hacia la calle, pero manteniendo a los dos a la vista, maldijo su estupidez por no haber salido del lugar a la primera señal de problemas y se preguntó una vez más dónde estaría el maldito autobús.
Entonces sintió un movimiento y después el peso de un enorme brazo alrededor del cuello y una mano en el hombro.
Paralizada por el miedo, pensó en darle una patada en la entrepierna y correr hasta el hospital Pero entre medias estaba el aparcamiento, uno enorme con tan solo unos pocos coches y probablemente menos gente.
Decidió que no correría, no les permitiría que vieran su miedo. Con un suspiro, se quitó el brazo del hombro y se puso a un lado.
–Mira, no me interesa ni una cerveza ni pasar un buen rato. Voy a casa con mi marido policía. Así que si yo fuera tú, me guardaría las manos antes de meterme en líos.
–Yo haría lo que dice la señorita, porque si ella no se encarga de ti, lo haré yo.
Paula desvió la mirada de sus atacantes a Pedro, que estaba de pie detrás del banco con las manos en los bolsillos de una cazadora de cuero negra, con una mirada oscura e intensa. Parecía una fiera lista para saltar.
Entonces rodeó el banco y se puso entre Paula y los asaltantes.
–Moveos, «amigos». Buscaos a otra.
La pareja lo miró. El grande era unos centímetros más alto que el médico e igual de amenazador.
–A lo mejor no queremos a otra.
Pedro abrazó a Paula de forma protectora y entonces ella oyó un «clic» y se dio cuenta de que alguien había sacado un cuchillo o una navaja. Se le formó un nudo en la garganta y se quedó paralizada. Se dio cuenta de que era el doctor el que tenía el cuchillo cuando el gigante miró la mano que ella no veía y se echó hacia atrás; parecía un paranoico.
–Vale, llévatela. Tampoco es tan fantástica –dijo, y se volvió, con su compañero pisándole los talones y mascullando.
–Poli loco.
Pedro puso las manos sobre los hombros de Paula y la giró hacia él.
–¿Está bien? –le preguntó, preocupado.
–Lo estaba manejando bien.
–A mí me parece que era él el que lo manejaba todo.
–Estoy segura de que era inofensivo. Desde luego no ha podido huir de usted lo suficientemente deprisa. Además, quizá haya sido el cuchillo.
Pedro le quitó la mano, sacó el arma en cuestión de la chaqueta y abrió la larga hoja con un «clic».
–La tengo desde los trece años. Está sucia y oxidada, pero parece que aún puede hacer algo de daño –dijo, y se la volvió a guardar en el bolsillo.
–Obviamente ha sido suficientemente convincente –dijo.
–Eso o quizá crea que soy su marido trabajando de paisano. ¿Es verdad?
–Estoy divorciada y no, no era policía. Lo más probable es que mi ex les hubiera dado dinero para que me dejaran en paz; eso si no hubiera decidido dejar que me llevaran.
Paula se calló de repente. Nunca le había hablado a nadie de forma tan abierta sobre Adam. Y no le apetecía mucho mostrar su resentimiento.
–Parece que se libró de una buena –comentó el doctor.
–¿Qué hace aquí? –le preguntó entonces Paula, que no comprendía la repentina aparición de Pedro Alfonso, por mucho que la agradeciera.
–Vine a buscarla, y me alegro de haberlo hecho.
–¿Le pasa algo a la señora Gonzáles? –que también se alegraba, aunque no lo admitiría.
–No, está genial.
–Entonces, ¿qué puedo hacer por usted?
–Pensé en tratar de convencerla para que tomara esa taza de café conmigo –dijo, y se quedó mirándola un rato–. ¿Seguro que está bien?
–Estoy bien, de verdad.
–Está temblando.
–Tengo frío –mintió.
Él se quitó la chaqueta y se la puso a ella sobre los hombros. Olía a cuero y al aroma picante que había llenado sus noches de fantasías.
–¿Mejor? –preguntó Pedro.
–Mucho, pero ahora usted va a tener frío.
–No se preocupes por mí, casi siempre tengo calor.
Paula no tuvo respuesta para aquello, al menos no una verbal, pues en aquel preciso instante su respuesta fue un calentón.
–Intuyo que no tiene coche –dijo él.
–Tengo, pero está en casa, roto.
–Entonces la llevo.
En aquel momento llegó el autobús, haciendo chirriar los frenos y soltando humo.
–No es necesario, ya tengo transporte.
–¿De verdad quiere subir? –preguntó Pedro, señalando con la cabeza a los dos matones, que se estaban montando en el autobús.
–Bueno, la verdad…
–Prometo que llevaré las manos en el volante –dijo él, levantando las palmas–. Estará a salvo conmigo.
Paula no se sentía en absoluto a salvo con él, y no porque supusiera una amenaza física, o al menos no la amenaza que resultaban el par de granujas. Pero había algo peligroso en Pedro Alfonso, un peligro del que podría disfrutar, un peligro que debía ser lo suficiente inteligente como para evitar.
Tampoco le gustaba la idea de que Pedro viera dónde vivía, un vecindario lleno de crímenes en las afueras de la ciudad.
Pero más que todo, le aterraba la idea de subirse al autobús con dos personajes bastante cuestionables, así que sin darse cuenta aceptó.
–Sí, si no es mucho problema.
–En absoluto –contestó Pedro, con una sonrisa completa, una explosión sensual.
Paula deseaba poder creer que no se estaba metiendo en líos con el doctor Pedro Alfonso.
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