lunes, 1 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 2




La habitación se hallaba totalmente a oscuras y la única luz existente procedía de la estancia anexa, separada de la primera tan sólo por un ventanal que ocupaba casi toda la pared a través del cual ellas podían ver todo lo que ocurría desde su cómodo asiento en la oscuridad. Se encontraban colocadas directamente frente a dicha ventana y, según habían sido informadas por Justino, las personas que iban a actuar tras el cristal sabrían que estarían allí en todo momento pero no podrían reconocerlas debido a la penumbra. Antes de que las dejaran a oscuras, Clara y ella se habían entretenido investigando la estancia y comentando con verdadero asombro cómo, para ser un lugar con tan mala reputación, todo estaba decorado con exquisito buen gusto. Resultaba extremadamente elegante y costoso. Allí se percibía el lujo y el dinero. Incluso podría asemejarse a sus propias residencias, cosa que no había dejado de sorprenderlas, puesto que esperaban hallar suciedad y desorden por doquier, así como comentarios vulgares y gente corriente que las molestara. Esperaban encontrar un lugar mezquino y depravado; sin embargo, para su sorpresa, había resultado todo lo contrario y estaban maravilladas. Es más, estaban seguras de que todo lo que habían
oído decir en los saloncitos de té referente a lugares como aquél sólo era producto del desconocimiento. Paula reafirmó su creencia de que no debía dejarse llevar por lo que opinaran los demás; después de todo, aquel sitio no estaba tan mal, y las habían tratado con toda la consideración que podían esperar dado su rango en la buena sociedad.


Gracias a su negro atuendo, el cual incluía llevar la cabeza cubierta con un velo, así como a las máscaras que habían utilizado para esconder su rostro, del mismo tono azabache que el de su vestido, habían pasado desapercibidas, o al menos habían resultado ser unas desconocidas para los caballeros que se reunían allí: despertando la curiosidad de éstos, aunque no sus atenciones. Incluso la mayoría de ellos eran conocidos de ambas, cosa que sorprendió a Pau, porque muchos habían sido los pretendientes más insistentes de Clara. Aunque por lo visto, a su amiga, aquel descubrimiento no pareció sorprenderla.


En cuanto estuvieron bien acomodadas, los sillones eran realmente cómodos y elegantes, con el tapiz floreado y la madera pintada en un dorado resplandeciente, les sirvieron champán por orden del futuro cuñado de Clara para que así se relajaran un poco y, según les dijo éste mientras les guiñaba un ojo sonriendo con socarronería, disfrutaran. 


Ellas, por supuesto, no protestaron, porque rara vez les permitían beber alcohol, por no decir ninguna, y, en cuanto estuvieron instaladas y a oscuras, se tomaron de las manos para darse ánimos en aquella loca aventura.


Paula empezó a sentirse audaz y desinhibida por una vez, quizá por las varias copas de aquella bebida burbujeante que le cosquilleaba la nariz y que sabía tan bien, o por culpa de la taimada Clara, e incluso un poco porque sentía libre ese yo escondido que tanto se esforzaba por mantener oculto, o tal vez debido al acto que estaba observando a través del cristal. Suspiró con envidia. Aquellos roces, los besos, las caricias, ¡ay, madre!, las embestidas.


—Clara… —Apenas podía articular palabra. Se sentía muy húmeda, muy necesitada de algo que parecía nacer de su feminidad y que la estaba poseyendo.


—¿Sí, Pau? —La voz de la otra era apenas un susurro.


Ninguna apartaba la vista de las imágenes que tenían delante, estaban poseídas.


—Nunca imaginé que pudiera ser así.


—Yo tampoco.


Sin poder evitarlo, Paula empezó a sentirse excitada y a preguntarse cómo sería su prometido. ¿Estaría tan bien proporcionado como el hombre que estaba contemplando? ¿Sería tan atractivo y musculoso? ¿Joven y apuesto? Se sentía intrigada y deseosa de ocupar el lugar de la mujer en aquella enorme cama de sábanas de seda blanca cubierta de pétalos de rosas de infinidad de colores, imaginándose que quien estaba en aquel enorme lecho era ella misma. Y es que lo que estaban presenciando era, era…, estaba acalorándose por momentos. Tragando saliva, tuvo que reconocer que, de no ser por su amiga, no estaría en aquella situación que se le antojaba tremendamente sensual.  Se llevó la mano al pecho a la vez que el hombre estrujaba los pechos de la mujer con ambas manos, llevándoselos hacia su masculina boca. Contrajo su vagina ante la sensación que se apoderó de ella. Tuvo escalofríos; tuvo calor; tuvo…


¿Era posible que su sangre estuviera alcanzando una temperatura tan elevada?


—¿Cómo se atreve a… —fue la pregunta sin terminar que Clara lanzó a alguien que acababa de entrar en la habitación de forma brutal provocando que Paula soltara la copa y que ésta se hiciera añicos en el suelo.


—¡Señor! —Paula no había reconocido aún al marido de Clara, por lo que actuó cual dama ultrajada, envalentonada por el alcohol y olvidándose del lugar en el que se
encontraba. Cualquiera hubiese pensado al verla que estaba echando de su casa una visita indeseada—. Haga el favor de salir inmediatamente. ¡Esto es una reunión privada!


La movía más el miedo a que su hermano descubriera que la habían encontrado en compañía de Clara presenciando aquello que el aspecto de matón que el esposo de su amiga presentaba en aquel instante. Lord Julian Penfried, el futuro conde de Strafford y esposo de Clara, había abierto la puerta de un fuerte golpe, resquebrajándola, y las estaba mirando echando fuego por los ojos. O algo mucho peor.


Enmudeció debido a la impresión de verlo en tal estado de cólera y empezó a temblar de terror. ¿Habría descubierto a Clara? Se encogió ante lo que podría significar aquello: el escándalo del siglo. ¡Oh, Dios santo! Esta vez sí que la iban a matar si Ricardo la descubría. Observó a su amiga estudiando nerviosamente su atuendo, el cual había escogido con esmero para acudir a dicho local. «No» decidió, no podría reconocerla. Ni a ella tampoco, se intentó convencer.


—Por favor, Julian —suplicó Emilia, la dueña de aquel establecimiento, temerosa de que el hombre armara un escándalo de tal calibre en su negocio que nadie lo olvidara y que, debido a ello, éste pudiera perder interés para la gran cantidad de caballeros que se habían vuelto clientela habitual—. La dama tiene razón. Salgamos de aquí inmediatamente.


Mientras le hablaba, le acariciaba el antebrazo al marido de la rubia platino, que era amiga de Paula, sin saberlo, en un intento de aplacar la furia del hombre a la vez que miraba a Clara con una disculpa en los ojos y se hacía mil preguntas.


 Las mismas que se habría hecho cualquiera ante tal escena. Y Paula temió lo peor cuando captó la rabia y los celos en Clara, al observar cómo su marido era manoseado por esa señora.


—¿Julian? —preguntó muy bajito, temerosa ante la certeza de que se trataba del hijo del conde de Strafford, marido de Clara—. ¡Oh, Dios mío! Mi hermano me va a matar —dijo mientras se volvía a mirar a Clara, quien se mantenía tercamente callada, lanzando puñales con los ojos a la señora Emilia—. ¿Qué hacemos? —planteó en un susurro casi inaudible. Sólo esperaba que su amiga tuviera un plan para salir indemnes de aquella situación, y se quedó mirándola, esperando alguna reacción por parte de ésta.


Clara pensó que su marido podía sospechar, pero que no estaba seguro de que fuera ella; en caso contrario, ya habría dicho o hecho algo escandaloso como era habitual en él. Por el momento sólo la miraba; eso sí, le enviaba dardos envenenados con los ojos, como ella a él, pero sólo la miraba.


—Querida —el hombre se dirigió a Clara en un tono que no admitía réplicas—, ¿harías el favor de acompañarme a casa?


Paula contuvo el aliento. Lord Penfried no pensaba dejar que su mujer se saliera con la suya, y estaba segura de que armaría una buena si ésta no lo obedecía. Un escándalo como el que llevó a Clara a casarse con él. Tragando saliva, rezó para que su amiga admitiera la derrota de ese encuentro. Hasta el momento nadie les había visto el rostro, porque lo mantenían bien oculto tras el velo y la máscara. Y ella debía salir con bien de aquella situación porque Clara ya estaba casada, pero, ella, sólo prometida. «¡Por favor, Clara!», le suplicó mentalmente esperanzada en que la oyese de alguna forma. «¡Se obediente por una vez! Esta batalla está perdida.»


—Creo que me confunde, señor. Mi esposo murió recientemente.


Paula no pudo evitar soltar un gritito de sorpresa al percatarse de que la cosa se complicaba por segundos. Y su hermano la mataría, de eso sí que estaba segura.


—Mi gozo en un pozo —murmuró provocando que Clara la mirara por detrás del oscuro velo con un mal gesto, a la vez que le propinaba un codazo, para que no metiera la pata—. Clara… —intentó avisarla, pero se llevó una verde e intensa mirada de reproche de la otra, la cual pudo percibir a través de la oscura tela. Insistió.


—Si ya te ha reconocido —le susurró impaciente—, ¿para qué alargar esta agonía?


—Cállate, Pau.


—Hazle caso —continuó terca.


—Ni hablar.


—Insisto en que obedezcas, porque me voy a meter en un buen lío.


Paula se había percatado de que el hombre mantenía fuertemente cerrado los puños y temió que su amiga lo enojara tanto que perdiera el control con ella. Si ya la había reconocido, ¿para qué prolongar aquella escena? Cuanto antes salieran de allí, mucho mejor; con suerte su hermano no se enteraría de quiénes eran las protagonistas de aquel nuevo escándalo. ¿Cómo explicar al estricto conde de Hastings que su hermanastra había demostrado ser tan casquivana como su madre? No podía, se estremecía sólo de pensarlo.


Por su parte, Julian forzó una irónica sonrisa ante el desliz que acababa de cometer Paula e intentó darle a entender a su mujer que no estaba para jueguecitos.


Sin embargo, ella prefirió ignorar su gesto de advertencia.


Sin que ninguno de los presentes, a excepción de Emilia, se diese cuenta, la estancia se había llenado de silenciosos curiosos, entre ellos Justino, quien las había acompañado al lugar y se suponía que las iba a proteger de miradas indiscretas; éste, para consternación de Paula, observaba la escena con una mueca de diversión.


—¿Seguro?


—Penfried —Emilia estaba deseando que todo aquello acabara de una vez. ¡Qué situación tan embarazosa!—. ¿Se conocen ustedes?


—No —respondió Clara al darse cuenta de que la mayoría de los hombres que antes ocupaban el salón de juego se encontraban dentro de la habitación o con la cabeza asomada a través de la desquebrajada puerta de ésta, gracias a la fuerza de su esposo. Decidió que, como Juliano la delatara delante de todo aquel gentío, quien lo iba a matar iba a ser ella. Ya había tenido suficientes escándalos desde que se conocieran.


Y Paula iba a desmayarse de un momento a otro debido a la presión. Ser testigo mudo de aquella escena, conociendo los antecedentes de ambos, la estaba llevando a la locura.


—¿No? —preguntó su marido arqueando una ceja mientras en un rápido movimiento le arrancaba la máscara del rostro.
— ¿Estás segura, querida esposa?


Paula enmudeció al oír el murmullo asombrado y jocoso de los hombres allí presentes, y al ver la mirada calculadora de la mujer que antes se había atrevido a tocar al esposo de Clara en su presencia. Discretamente, Emilia retiró la mano del antebrazo del hombre. Paula pensó que al menos uno de los presentes demostraba algo de cordura.


—Creo que, al final, no necesitarás que te lleve de regreso —intervino Justino risueño, atrayendo hacia su persona las miradas de las mujeres y de Julian.


«¡A mí, sí!», quiso gritarle Paula al hombre. ¿Es que nadie reparaba en ella? ¿En su comprometida posición?


Clara mantuvo la mirada fija en su esposo, midiéndolo, calculando hasta dónde sería capaz de llegar para conseguir que ella lo obedeciera. Al parecer lo que vio fue suficiente como para que accediera a cumplir sus órdenes por las buenas. Como dama de alta cuna que se consideraba, con gesto arrogante y altivo, cruzó por delante de él para obligarlo a seguirla en un vano intento de ponerlo en su lugar.


—¡Ni lo sueñes!


El hombre la tomó del brazo con brusquedad en el momento justo en que ésta pasó por su lado como si de la misma reina se tratara, para acto seguido arrastrarla hacia la puerta de salida ante la mirada lasciva de los hombres y burlona de las mujeres que trabajaban allí. Y Paula pensó que el mundo había llegado a su fin, porque esta vez sí que no lo contaba; eso pensó cuando la mirada de muchos de los presentes retornó en dirección al lugar donde permanecía ella en silencio. Afortunadamente, Justino la tomó del brazo en un gesto delicado y la acompañó hasta la salida del local, como si fuera lo más natural del mundo.


Tal vez tenía una posibilidad de salir indemne de aquella bochornosa situación. Y decidió que lo conseguiría.


—Lo estás haciendo muy bien, pequeña —le dijo su acompañante en un susurro para confortarla mientras ambos se dirigían hacia la puerta del establecimiento—. Un poco más y estaremos montados en mi coche. Y después, a casa.


—Creo que me estoy mareando. —Paula estaba verdaderamente aturdida, aunque era más bien por el champán, la lujuria insatisfecha y el temor de poder ser descubierta.


—Intenta respirar profundamente, piensa que nadie te ha reconocido, podrías pasar incluso por Sara.


—Sí, claro, por supuesto. —Qué otra cosa podía decir ante tamaña mentira. Sara Stanton era alta y corpulenta, a diferencia de ella, que era menuda y bajita.


—No te subestimes, Paula, eres una muchacha encantadora.


—Sólo quiero salir de aquí —gimió.


—Ya casi estamos, un poco más...


—¡Un momento! —exclamó una voz terriblemente familiar para ella y, en ese instante, fue consciente de que estaba muerta.





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