domingo, 31 de enero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 1




Londres, 1847


—Aún no me puedo creer que estemos aquí —susurró nerviosa Paula a su amiga mientras se cubría más el rostro con aquella enorme máscara—. Si mi hermano se entera de lo que estamos haciendo, me mata. —Al ver la sonrisa petulante en el rostro de Clara, se alteró aún más—. Y a ti también, por arrastrarme en tus locuras —la regañó recitando una de las frases favoritas de su hermano Richado, quien no veía con buenos ojos la influencia que decía que Clara ejercía sobre ella.


—No sea ridícula, señorita Chaves —le dijo Clara adoptando pose de matrona mientras sus enormes ojos verdes chispeaban de emoción—. Además, recuerde que está haciendo un favor a una amiga —señaló tras colocarse bien el pronunciado escote del vestido negro de satén que se había puesto en su intento de simular ser una joven viuda. 


Tomó de la mano a Paula y la empujó en dirección al saloncito en el que podrían observar cómo se llevaba a cabo el acto sin ser vistas por sus protagonistas.


Paula se dejó llevar, murmurando por lo bajo y mirándose con pesar el desastroso escote de su propio vestido. Le quedaba holgado debido a que ella no había sido bendecida con el exuberante busto de la otra y, a pesar de que había intentado rellenarlo con unas medias gastadas, parecía que no tenía muy buena pinta. «En fin —pensó encogiéndose de hombros—, qué remedio.» Siempre sería la amiga con lentes de la belleza de la temporada. La amiga insulsa, tímida y aburrida. Por fortuna para ella, y para su sobria existencia, normalmente Clara andaba metida en líos y la obligaba a acompañarla; de no ser así, su vida sería un verdadero hastío. Aunque, por supuesto, negó con la cabeza, eso jamás de los jamases lo reconocería ante ella.


Ya estaba demasiado pagada de sí misma.


—Tiendo a pensar que tu hermana se ha indispuesto sospechosamente. Resulta mucha casualidad que se sintiera mal unas horas antes de salir.


—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó la hermosa rubia mirándola directamente—. En realidad, no importa si Sara está o no verdaderamente enferma; lo primordial es que estemos aquí nosotras.


—No me digas —masculló Paula.


—Mi hermana no estaba de acuerdo con el plan. —Al decir esto se encogió de hombros, restándole cualquier transcendencia a ese hecho—. Por suerte, Justino no es tan mojigato como ella y ha decidido ayudarme. Ayudarnos —le recalcó con suficiencia—. En el fondo te estoy haciendo un favor, Pau, así te saco a ti también de la ignorancia. No es justo que nos mantengan en tal estado de desconocimiento hasta después del matrimonio.


—¿Sara no sabe que estamos aquí? —preguntó Paula guardando en su memoria sólo la primera parte de la frase de Clara—. Me has mentido otra vez para conseguir que te acompañara. ¡Cómo no lo imaginé! —protestó mordiéndose el sobresaliente labio inferior—. Cuando mi hermano se entere, me va a matar. Me va a matar. —Paula estaba segura de que si Ricardo llegaba a saber lo que habían hecho, lo que ella, una mujer soltera, había hecho, la internaría en algún manicomio por inconsciente. Y a Clara le haría algo peor—. Esta vez hemos ido demasiado lejos, Clara, y como tu esposo se entere de esto…


—Vamos, Pau —la consoló la otra mientras le daba un pequeño apretón para tranquilizarla—. No va a pasar nada malo —intentó calmarla—, y por supuesto que mi hermana sabe que su prometido es quien nos acompaña. —La miró cómplice—. Es más, le ha hecho prometer que no se separará de nosotras hasta que estemos de vuelta en casa sanas y salvas.


Como Paula la miraba contrariada, Clara prosiguió.


—Además, tu hermano es tan mojigato como Sara.


Ante ese comentario, ella tuvo que callarse, porque era cierto. Ricardo constituía el paradigma del decoro y las buenas formas. Y resultaba demasiado estricto.


—¿Sabes, Clara? —le preguntó su amiga con resignación mientras la seguía dentro de aquella extraña estancia—. Pensé que al convertirte en una mujer casada te habrías reformado. Pero veo que nunca vas a cambiar.


—¿Se supone que eso es un insulto?


—No me parece nada graciosa esta situación —le reprochó la pequeña pelirroja.


—Me haces parecer una bruja. —Al decirle esto, hizo un gesto para indicarle que tomara asiento junto a ella. Susurró con pesar—: Y te pareces a Julian al criticar todo lo que hago.


Paula se percató de que su amiga verdaderamente necesitaba hacer aquello e intentó, como siempre solía hacer, soltarle uno de aquellos comentarios que Clara adoraba en ella, por lo poco comunes.


—Una bruja, no. —Pau sonrió mientras murmuraba—: ¡Un pequeño demonio!


Ambas mujeres estallaron en delicadas carcajadas que provocaron, sin saberlo, el interés de muchos de los caballeros que se encontraban en aquel lugar.


Entre ellos, el del marido de una de éstas.


Estaban boquiabiertas, sonrojadas y entusiasmadas.



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