viernes, 22 de enero de 2016

UNA NOVIA DIFERENTE: CAPITULO 9






Paula estaba haciendo la maleta cuando sonó su móvil. Lo encontró bajo un montón de ropa interior y vio que era Chloe, la que había sido su colega desde hacía dos años. 


Sería una de las personas a las que Paula echaría más de menos, además de los niños.


Pero no era el momento para lamentarse.


–¡Hola, Chloe!


–¿Es cierto? ¿De verdad te han despedido? –la chica no le dio tiempo a responder–. ¿Pueden hacer algo así?


–Sí, puesto que mi contrato es temporal y acaba a final de curso –poco antes le habían insinuado que tal vez le ofrecieran un contrato indefinido, pero nada de eso iba a ocurrir–. Me darán una baja remunerada y buenas referencias.


¿Le daría también Pedro buenas referencias cuando acabase su contrato? Sofocó un brote de histeria y escuchó los lamentos de su amiga.


–Me parece increíble, Paula. A mí y a todos... Eres la mejor profesora de la escuela.


A Paula se le llenaron los ojos de lágrimas.


–¿Qué vas a hacer?


–Creo que haré algún viaje... –respondió vagamente, igual que había hecho el día anterior al visitar a Marcos. Su hermano, a diferencia de Chloe, apenas mostró interés en sus planes. Solo sabía hablar de los preparativos para su traslado.


–Sabía que si te tragabas el orgullo todo saldría bien –le había remachado–. No sé lo que le habrás dicho, pero está claro que ha funcionado. Pedro ha hecho lo correcto.


–No le he dicho nada. ¿Cómo sabes que ha sido él?


–¿Quién si no? Y no pongas esa cara... Siempre te las arreglas para estropearlo todo con tu sentimiento de culpa. De esta manera todos salimos ganando... Pedro podrá tener la conciencia tranquila después de rascarse el bolsillo por un pobre lisiado, y tampoco es como si me debiera nada. Al fin y al cabo estoy aquí por su culpa.


La honestidad innata de Paula no pudo seguir soportándolo. 


Se sentía terriblemente culpable por no haber ayudado más a su hermano, y no perdió la ocasión que se le presentaba para descargar la culpa en otra persona.


–Sabía que podía contar contigo, hermanita... Como siempre.


Sin embargo, al evitar mirarla a los ojos, Paula supo que sospechaba algo, pero que no quería saber cómo. Su hermano siempre había tenido el don para ignorar verdades incómodas.


Era una habilidad que Paula le envidiaba.



****


Estaba esperando a que llamaran a la puerta, pero de todos modos dio un respingo al oír los golpes.


Lo que no esperaba era que fuera a buscarla Pedro en persona, y al verlo se quedó boquiabierta y aturdida por la ráfaga de virilidad que la arrolló como un tren de mercancías.


Parpadeó como si saliera de un trance y confió en que sus rodillas la sostuvieran.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó en un tono más acusador del que pretendía.


Él arqueó las cejas y, sin decir nada, entró en el salón y escrutó la estrecha estancia con su mirada crítica.


–Dije a la una en punta. ¿No estás lista?


Paula intentó ignorar sus bruscos modales y asintió fríamente, señalando la maleta que estaba en el sofá.


–Claro que lo estoy. ¿Tengo que ponerme la diadema? –le preguntó con sarcasmo para intentar ocultar una repentina oleada de inseguridad.


–¿De qué estás hablando?


–No sé, quizá debería llevar algo más... –se miró los vaqueros, la chaqueta corta y la camiseta amarilla sin mangas que dejaba a la vista el ombligo.


Él la miró inexpresivamente de arriba abajo.


–Estás muy bien así. Solo es una visita a la oficina del registro.


Verdaderamente sabía cómo hacer que una chica se sintiera bien, pensó ella, furiosa consigo misma por haberle dado a entender que buscaba su aprobación.


–No te esperaba a ti. Pensé que enviarías a alguien a recogerme.


Su compostura era solo superficial, y no podía permitir que él se diera cuenta de lo nerviosa, confusa y asustada que estaba por dentro.


–¿Cuánto tiempo durará?


Pedro alzó la vista de la franja de vientre liso y carraspeó, recordándose que aquello solo eran negocios.


–¿El vuelo o...?


–Las dos cosas.


–El avión de la empresa estaba disponible, así que no mucho. Lo he organizado todo para que podamos casarnos de camino al aeropuerto.


–Eso suena ideal –hablaba en voz clara y despreocupada, pero Pedro advirtió el temblor de sus manos mientras evitaba mirarlo a los ojos. Le recordó a un animal enjaulado.


Y ella lo acusaba de ser orgulloso... Sin duda preferiría caminar sobre ascuas antes que admitir que estaba nerviosa. Era un rasgo desconcertante, tanto como la exagerada lealtad que mostraba hacia su hermano.


–No pasa nada por estar nerviosa.


–No estoy nerviosa. Simplemente quiero acabar con esto cuanto antes.


–¿Ese es todo tu equipaje? –señaló la bolsa de viaje que había en el sofá.


–No sabía muy bien qué llevar –se apresuró a agarrar la bolsa antes que él–. Puedo yo sola –dijo en tono desafiante.


Él sonrió al ver cómo se la colgaba al hombro con tanto ímpetu que casi perdió el equilibrio.


–Por mí, estupendo.


Paula vivía en el cuarto piso de un pequeño edificio sin ascensor, y cuando iba por la tercera planta empezó a arrepentirse. No tuvo más remedio que tragarse su orgullo y detenerse para recuperar el aliento.


Él también se detuvo, pero sin jadear. Parecía una estrella de Hollywood en un plató equivocado. La pintura descascarillada y la alfombra roída no se correspondían precisamente con su entorno natural.


–¿Puedes? –le preguntó.


Ella apretó los dientes, se enderezó y sonrió. El peso la estaba matando, pero por nada del mundo admitiría su derrota ni aceptaría su ayuda.


–Estoy bien, gracias.


–¿Seguro que no necesitas ayuda?


–Sí –respondió escuetamente, pues necesitaba todo el aliento posible para bajar el último tramo de escalones. Se encontraron con una de sus vecinas, quien miró sorprendida a Pedro.


–¿De mudanza?


–Vacaciones.


–Creo que no te ha creído –murmuró Pedro.


–¡Calla! Va a oírte –lo reprendió Paula, luchando contra el creciente dolor en el hombro. Volvió a detenerse y posó la bolsa en el escalón, dándole a Pedro el tiempo suficiente para que le ofreciera ayuda de nuevo. No la aceptaría, naturalmente, pero sería agradable poder elegir.


Él no dijo nada y ella reanudó el descenso, lamentándose por haber metido en la bolsa los libros y las botas.


–Los periodistas han llamado a todas las puertas del edificio. Creo que ofrecieron dinero por...


–Cotilleos –concluyó él. Estaba dos escalones por detrás de ella–. La verdad es que sorprendió –bajó un escalón y se detuvo justo encima de ella.


Demasiado cerca... Paula intentó dominar el pánico y dio un paso atrás.


–¿En serio? Creía que eran gajes del oficio.


–Y lo son, por eso me sorprendió no encontrar detalles escabrosos de tu vida amorosa en la prensa, fueran o no ciertos. Cualquiera diría que tienes un pasado sin mancha alguna –dejó de sonreír al pasar discretamente la mirada sobre sus atléticas curvas. La sensualidad que emanaba su cuerpo haría perder la cabeza a cualquier hombre, incluido él.


La diferencia era que él no cedería a sus bajos instintos, por muy fuerte que fuese la atracción. Iban a ser unos dieciocho meses muy largos...


Por mucho que escarbaran en su pasado no encontrarían nada, pensó Paula. Nunca había tenido un amante, pero no iba a admitirlo. De Adrian había estado, o había creído estar, enamorada. Por eso había sido una desilusión tan dolorosa. 


Había confiado en él y a cambio solo había recibido traición y rechazo. Desde entonces había preferido estar sola en vez de volver a arriesgarse con un hombre.


–A algunos nos gusta ser discretos...


–Sí, ya vi tu discreción en la iglesia –le recordó él.


Paula apretó los labios. Estaba harta de que se lo restregaran en la cara.


–¿Vas a seguir sacando el tema?


–Tienes razón –el enfado era una pérdida inútil de energía–. No estoy de muy buen humor.


Sorprendida por la confesión, Paula guardó silencio.


–Después de una larga ausencia, mis padres vuelven a ser noticia.


Un periodista de tres al cuarto había sacado a la luz una vieja historia de otra novia abandonada en el altar. Su padre había sido el novio, su madre la otra mujer, y su padre había dejado plantada a su nueva novia igual que había hecho Pedro.


El único inconveniente de esa historia desde un punto de vista periodístico era que la mujer abandonada no se había sumido en una depresión, sino que había sido inoportunamente feliz combinando su carrera de médico con un marido y cuatro hijos.


–Harías bien en recordar que un matrimonio de conveniencia es muchísimo mejor que uno normal, de los que abundan ahí fuera –murmuró él, resistiendo el impulso de agarrar la maldita bolsa. Lo único que ella tenía que hacer era pedirle ayuda–. No había periodistas cuando he llegado –la tranquilizó al verla dudar en la puerta.


–¿Estás seguro? –se puso de puntillas para mirar por el polvoriento cristal de la puerta. No quería que la vieran salir con una bolsa de viaje y en compañía de Pedro. Irónicamente, ninguna explicación podría ser tan disparatada como la verdad.


Él soltó un gruñido de irritación, le quitó la bolsa y salió por la puerta. Paula no tuvo más remedio que seguirlo, y se alivió al comprobar que nadie surgía de las sombras con una cámara. Junto a la acera había aparcado un enorme todoterreno con las ventanas tintadas.


–¿Vas a conducir tú?


–Me gusta conducir, a menos que quieras hacerlo tú... –ella negó con la cabeza–. ¿Qué dijo tu hermano de nuestro acuerdo? –él también era hermano, y no le inspiraba mucha confianza un hombre que dependía de su hermana para todo.


–No pido ni necesito la aprobación de mi hermano para nada.


Se le daba bien eludir las respuestas, pensó Pedro mientras ella se subía al asiento trasero.


–¿No vas a preguntarme adónde vamos?


–Las oficinas del registro son todas iguales. Lo mismo da una que otra.


–Tu vida sería mucho más fácil si dejaras de comportarte como una víctima –comentó él.


Ella no respondió y giró la cabeza hacia la ventanilla.


–Si quieres estar en silencio por mí estupendo, aunque nunca he conocido a una mujer que pueda mantener la boca cerrada más de cinco minutos.


Paula se tragó una réplica y se contentó con lanzarle una mirada asesina a través del espejo retrovisor.


Un cuarto de hora después se detuvieron frente a un edificio de ladrillo rojo.


–Quince minutos... Estoy impresionado –admitió Pedro.


Ella lo ignoró y miró el edificio.


–¿Es aquí?


–Aún faltan unos minutos. ¿Quieres que dé una vuelta más a la manzana? –sugirió él, reprimiendo el impulso de disculparse.


Si hubiera sabido que la oficina estaba situada en una calle donde la mayor parte de los escaparates estaban sellados o hechos añicos, habría buscado un lugar más alejado.


Paula negó con la cabeza, respiró hondo y salió del coche sin esperar a que él le abriera la puerta.


–No, estoy bien.


Nunca había estado peor en su vida...


–Seguramente se esté mejor dentro.


En realidad fue mucho peor, pero Paula apenas se dio cuenta. No era el lugar lo que le oprimía el corazón, sino intercambiar palabras vacías intentando que sonaran reales. 


Se sentía como una impostora y una hipócrita, corrompiendo algo que para ella era sagrado.


Al atravesar las puertas giratorias se encontraron con un grupo bullicioso y alegre. En el centro marchaban una novia con un minúsculo vestido blanco que no ocultaba su barriga de embarazada y un novio sin afeitar.


Paula giró la cabeza para echarles un último vistazo mientras abandonaban el edificio.


–Parecen muy felices.


Pedro no supo si fue la expresión melancólica de su rostro o que no hubiera hecho un comentario sarcástico sobre la mujer que se casaba en avanzado estado de gestación, pero mientras se dirigían hacia la sala se sorprendió lamentándose por no haberle comprado unas flores.




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