domingo, 3 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO 3





Llegué al hotel alrededor de las seis de la tarde. Solo me quedaba una hora para arreglarme antes de asistir a la cena de bienvenida. Me registré en la recepción del Omni Dallas Hotel, un lugar elegante y moderno donde se llevaría a cabo El Congreso. Papá se había encargado de asegurarme la estadía. Tenía muchos contactos con los organizadores del evento.


Subí directo a la habitación, desesperada por tomar una ducha que se llevara los restos de la excitación que mi cuerpo había experimentado por la escena sensual del avión. Solté todo junto a la cama y me fui directo al baño. 


Tenía que apurarme si quería llegar a tiempo.


Al salir envuelta en una toalla grande de color blanco, encendí el televisor para tener un poco de ruido. Quería olvidar lo ocurrido con aquella pareja, eso se repetía en mi memoria sin poder evitarlo. Pero sobre todo, quería borrarme de la mente esos ojos azules de mirada intensa, que me habían retado.


Durante las horas del viaje, aquellos ojos comenzaron a recordarme a una persona que había conocido años atrás, y que había significado mucho para mí.


Exhalé con fuerza todo el aire retenido en los pulmones y meneé la cabeza.


—¡Basta Paula!, concéntrate y deja de pensar en él! —Me reproché en voz alta.


Me había prohibido a mí misma recordar al idiota que un día rompió mi corazón.


Mientras me vestía, les envié un mensaje de texto a papá y a Oscar, avisándoles que estaba instalada en el hotel. Se los había prometido.


Al estar lista, me paré frente al espejo de cuerpo entero instalado en la habitación, para evaluar que mi vestido de coctel negro, no muy revelador, se amoldaba a mi cuerpo sin inconvenientes. Los zapatos de tacón me ayudaban a verme unos centímetros más alta y mi sencillo maquillaje me aportaba ese toque especial. Estaba perfecta, muy a mi estilo, y como decía mi mejor amiga Alicia, «una chica siempre debe lucir hermosa».


A las siete en punto entré en el restaurante. La estancia era inmensa, bien iluminada y muy acogedora, decorada de manera sobria pero exquisita. Una melodía de jazz sonaba como música de fondo.


Miré a mi alrededor en busca de algún conocido, fijando mi interés en la barra que se encontraba a un costado.


Me acerqué a ella y ordené una copa de vino. Mientras la esperaba, vi a una mujer alta y, de cabello rubio que me saluda con la mano desde el otro extremo. Esperé a que el barman me entregara la bebida para acercarme. Traté de reconocerla pero me era imposible. «Bueno esta es una conferencia pequeña, seguro encontraré algún conocido», pensé.


A su lado se hallaba un hombre vestido de traje oscuro. No podía verle el rostro porque me daba la espalda, pero por el tamaño de sus hombros, podía predecir que se trataba de un tipo alto y fornido.


El barman se acercó a la mujer y le sirvió un trago.


Me acerqué a saludarla, pensando que de seguro era una amiga de mi padre. Él conoce mucha gente. Más aún en este medio.


—Paula Chaves—me presenté al extenderle la mano.


—Lo sé. Soy Linda Sullivan, un placer conocerla doctora Chaves. —Mientras me saludaba, la mujer le tocó el hombro al sujeto misterioso del traje oscuro parado junto a ella, que parecía estar esperando su bebida—Conozco a Roberto y a ti por las fotos que están en su oficina.


«¡Lo sabía!, seguro que ella y mi padre trabajan juntos».


—Entonces no he cambiado mucho —bromeé, tratando de ser amable. Las dos reímos.


El hombre se volteó lentamente. Sin poder evitarlo, mi mirada se posó en una de sus manos, la que sostenía un vaso corto de cristal, lleno con un licor de color ámbar. Una pulsera trenzada de colores brillantes adornaba su muñeca.


«¡Pero ¿qué demonios?!», dije para mis adentros. Era la misma pulsera que le había visto al descarado del avión, mientras esa mano satisfacía sin pudor a aquella chica frente a los otros pasajeros.


«¡Este mundo es un puto pañuelo!», pensé desconcertada.


La vergüenza se me subió a la cabeza. Lo que quería en ese momento era que se abriera la tierra justo debajo de mis pies. Respiré hondo, esperaba que no me reconociera o iba a darme algo frente a ellos.


—Te presento al doctor Alfonso—habló Linda aumentando mi inquietud.


«¿Alfonso? ¿Ella dijo Alfonso?».


Debía estar oyendo mal. Con tanta gente hablando en los alrededores y al mismo tiempo, mi cerebro era capaz de distorsionar las palabras.


Linda Sullivan no podía estar hablándome de la misma persona que había conocido un montón de años atrás, y quién me había roto el corazón. Papá me dijo que él desapareció sin dejar rastros, para ser exactos hacía ocho años.


Mis ojos impactados, por un momento pasaron de Linda a Alfonso sin que pudieran dejar de mostrar asombro. Hasta que mi mirada se topó con la de él.


Mi corazón se aceleró y mis manos se humedecieron por culpa de los nervios. Era él, el hombre de los ojos azules más bellos de este mundo, Pedro Alfonso, quien en una oportunidad fue el pupilo de mi padre, y el único mortal del que alguna vez me había enamorado.


Aunque eso último él nunca llegó a saberlo, claro, Pedro fue mi amor platónico, ese que nunca podrá ser, pero que jamás se borra del corazón.


—¿Se conocen? —Preguntó Linda un tanto confusa, al ver nuestras miradas de reconocimiento.


—Paula, que agradable sorpresa. —Su voz grave y potente era tan intensa como siempre, haciéndome estremecer. Le di un trago al vino que tenía en la mano, con la esperanza de que el alcohol me hiciera sentir más segura.


—Vaya… casi no te reconozco, Pedro. —No pude evitar que mis palabras sonaran algo falsas. Me sentía tan nerviosa…


Evalué su rostro notando una cicatriz a la altura de la sien, en dirección hacia el ojo derecho. Estaba segura que antes no la tenía.


—Bueno, me alegro que se conozcan —intervino Linda para hacerse notar.


Todos los recuerdos volvieron a mí de repente, aplastándome en ese lugar.


Pedro y mi padre en el pasado fueron muy amigos. Había sido testigo del inmenso aprecio que ambos se tuvieron, el tiempo en que trabajaron juntos Pedro iba a comer
seguido a nuestro departamento. Se le consideraba un miembro de la familia y muchas veces lo había encontrado durmiendo en el sofá antes de entrar a una guardia, ya que no le daba tiempo de ir a su casa. Sin embargo a pesar de esa cercanía, un día desapareció sin despedirse.


Físicamente no había cambiado. Pedro Alfonso seguía siendo un hombre hermoso. Altísimo de un metro noventa de estatura, fuerte, varonil, de cabello castaño, mandíbula cuadrada y con unos labios de pecado. Y esos ojos… tan azules y profundos como el océano.


—¿Cuánto tiempo ha pasado? —exclamó, aunque esa pregunta parecía hacérsela a sí mismo y no a mí—Te aseguro que esta vez no desapareceré por tanto tiempo. —Su voz en esta ocasión fue suave y aterciopelada. Se metía en mis venas como un cosquilleo.


«¡Maldita sea!, todo él era perfecto».


Se me resecó la garganta, por los nervios y la emoción que sentí al volver a verlo. Necesitaba salir de mi asombro y reaccionar, pero el recuerdo de la última vez en que nos vimos me invadió.


Tenía dieciocho años, venía eufórica de una salida con mis amigas. Estaba un poco ebria, nos habíamos tomado unas cervezas de más. Cuando entré al departamento, lo encontré acostado en el sofá con los ojos cerrados. No me pude resistir, me arrodillé a su lado y le acaricié el rostro con el dedo índice. Pedro no movió ni un músculo de su cuerpo, por un momento pensé que estaba dormido, fue entonces cuando me animé y acuné su rostro entre mis manos, me acerqué, y posé mis labios sobre los suyos. Se sentían suaves, carnosos y muy cálidos. Sus manos, se enredaron en mi cabello. Él entre abrió la boca invitándome a seguir y eso fue lo que hice, me deje llevar y arrastrar por esas ganas que sentía. Después de unos segundos, Pedro posó sus manos sobre mis hombros y me apartó de él con rudeza.


«¡Para Paula!, estas tomada», el tono de su voz fue despectivo, fuerte, y severo. Se levantó del sofá y exclamó con fuerza: «¡Eres una niña para mí!», tomó su bata y juego de llaves, que estaban puestas sobre la mesita de la entrada, y salió hecho una fiera. Dando un portazo.


—Me ha encantado verte Pedro —me obligué a responder después de salir de mis cavilaciones. Era lo único coherente que se me ocurría decir.


No podía parar de mirarlo y de preguntarme ¿qué había sido de él todo este tiempo?


Seguía siendo atractivo. No espera, era aún más atractivo que hacía ocho años. La seguridad que emanaba de su cuerpo, lo hacían ver increíblemente varonil. Llevaba un elegante traje hecho a la medida, que hacía buena combinación con su anatomía perfecta.


El timbre de su móvil me sobresaltó y me trae de vuelta al presente.


—Me disculpan, tengo que tomar esta llamada. —habló y me guiñó un ojo antes de alejarse.


—No se preocupe doctora Chaves, el doctor Alfonso tiene ese efecto en todas las mujeres —agregó Linda con una sonrisa irónica.


Mis mejillas se calentaron como brasas. Había sido una tonta. Si esta mujer pudo darse cuenta del efecto que Pedro ejercía sobre mí, no quería imaginarme lo que él estaría pensando. Debía alejarme de allí antes que él regresara.


—Nos estamos viendo, Linda. Voy a seguir saludando —me despedí de la mujer antes de estrecharle la mano de nuevo.


—Seguro que sí, doctora Chaves. Nos estamos viendo —alegó ella haciendo una mueca extraña.


Ignoré su gesto y me marché, dispuesta a disfrutar de la velada que nos ofrecían. Tenía que distraerme y olvidarme de ese encuentro, para no revelarle a Pedro ni a nadie más mis debilidades.


Caminé hacia el buffet de la comida, tomé un plato y me serví un poco de todo. La coordinación me fallaba, todavía seguía nerviosa. Busqué una mesa donde sentarme, topándome con unos amigos de mi padre. Una pareja de médicos, muy agradables.


Dos horas y cuatro copas de vino más tarde, el cansancio comenzó a tomar control de mi cuerpo. Por fortuna, pude pasar una divertida velada sin más contratiempos. No había vuelto a ver a Pedro y eso me tranquilizó.


Salí al pasillo en busca del elevador. Me sentía acalorada, o más bien acelerada. Mis pasos eran rápidos, deseaba llegar cuanto antes a la habitación, para quitarme el vestido, los zapatos y descansar. Lo único que se escuchaba a esa hora, era el sonido de mis tacones contra el piso de mármol.


Antes de alcanzar el elevador, vi a Pedro recostado de la pared hablando por el móvil. Tenía el ceño fruncido, parecía molesto, pero hasta con esa cara seguía luciendo apuesto.


—¿Te retiras tan pronto? —me dijo al divisarme, cortando la llamada y cambiando las facciones. Recorrió mi cuerpo con sus ojos de fuego, tomándose todo su tiempo—Iba a regresar al salón para invitarte una copa —argumentó sonriendo de medio lado.


—Disculpa, pero estoy cansada. Además, creo que tomé una copa de más.


—En ese caso, lo más conveniente es que te acompañarte a tu habitación.


«¡QUE! ¡No!», eso no podía permitirlo.


—Estoy bien, Pedro. No hay necesidad que me acompañes. —Traté de sonar convincente, él cambió, me observó con mayor interés—De verdad —le aseguré, pero una risa nerviosa me delató.


—Aja, te creo —dijo y negó con la cabeza tomándome de la mano.


Me dejé llevar. Además de estar algo mareada, el calor de su tacto me encantó. Deseaba sentirlo un poco más. Eso no era un delito ¿cierto?


Caminamos en silencio hasta el elevador, él pulsó el botón y enseguida las puertas se abrieron. Al entrar, me solté de su agarre, necesitaba espacio. Por un momento sentí que me falta el aire. Me apoyé de la pared y cerré los ojos, Debía controlar mis emociones.


—¿En qué piso estas? —preguntó él con suavidad.


—El siete, digo… el séptimo piso —tartamudeé.


«¡Hay Pedro, ¿qué me haces?!».


Segundos después, sonó la campanita que avisaba que habíamos llegado a mi destino. Apenas se abrieron las puertas, salí tan rápido y sin mirar, que casi choqué contra un señor mayor que esperaba el elevador. Pedro volvió tomarme de la mano y me sacó de allí con cuidado. Le señalé mi habitación y él me guió.


Con delicadeza lo solté para sacar la tarjeta y abrir la puerta del dormitorio. Él se ubicó tan cerca de mí, que podía oler el perfume de su piel. Era embriagador, como su presencia. 


Quería abrazarlo, besarlo y colgarme de su cuello hasta perder la conciencia, pero eso nunca iba a pasar. Pedro lo había dejado muy claro en el pasado.


«Enfócate Paula, abre la puerta y despídete», pensé. 


Introduje la tarjeta en la ranura, y en cuanto parpadeó la luz verde que indicaba que se había pasado la cerradura, bajé la perilla.


—Te veo mañana. —dijo tomando mi mano derecha y llevándosela a los labios. Depositó un casto beso sobre los nudillos. Ese leve contacto me estremeció de pies a
cabeza—Buenas noches Paula, que descanses.


Pedro se aproximó tanto a mí, que podía ser capaz de escuchar los latidos de su corazón. Me tomó de la barbilla y la levantó, antes de acercar su rostro. Mis pulsaciones aumentaron cuando él apoyó su frente en la mía.


Suspiré y cerré los ojos satisfecha. Era evidente que él también se sentía atraído por mí. La paz que nos rodeaba era reveladora, así como la forma tierna en que Pedro acariciaba mi mejilla. La suavidad de su mano arrancó otro suspiro…


Saqué fuerzas de la parte más recóndita de mi interior y me separé enseguida de él.


—Buenas noches, Pedro —me despedí mientras entraba en la habitación, sonriéndole antes de cerrar la puerta con cuidado.


Él quedó afuera, mirándome contrariado, con cierto brillo de desconcierto en sus hipnóticos ojos azules.







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