martes, 12 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 9




Una hora después de que se fuera el último de sus pacientes, Paula ya había ordenado sus notas, guardado los archivos, vaciado la tetera y limpiado la mesa. Incluso había colocado los cojines del sofá y echado las persianas venecianas. Lo único que le faltaba era arrodillarse para quitar las pelusas de la moqueta. Y todo, con tal de no volver a casa.


Echó un vistazo a la consulta y se maldijo en voz alta, consciente de haberse metido en un buen lío. Ya no podía negar que estaba perdiendo la partida. Lo sucedido la noche anterior eliminaba cualquier duda al respecto.


Había llegado al extremo de sentarse delante del televisor, ver un partido de fútbol americano y, por si eso fuera poco, de sorprenderse animando a los jugadores mientras bebía cerveza y mojaba patatas fritas en una salsa. Más tarde, permitió que los chicos pidieran pizza para cenar. Y no contenta con concederles el capricho, también permitió que la pidieran de salchichas y pepperoni.


Pero nada era tan terrible como el disgusto de tener que admitir que se lo había pasado en grande. O, para ser más exactos, que se lo pasaba en grande con Pedro.


Su vida había dado un vuelco. Ya no se imaginaba sin salir a correr con él por las mañanas. Cuando se despertaba y salía de la habitación, descubría que Pedro ya había preparado el café y que la estaba esperando en el porche. Y se divertía tanto que los ocho kilómetros se le pasaban volando.


Por eso seguía en la consulta. Porque sabía que Pedro estaría en la casa, tan seguro y sexy como siempre, dispuesto a someterla a otra tentación en la que, sin duda alguna, caería. De hecho, parecía no tener más propósito que el de hacerle olvidar sus antiguas y más que racionales creencias. Y estaba haciendo un gran trabajo. Era la prueba evidente de que los contrarios se atraían.


Desesperada, miró las fichas de los pacientes y consideró la posibilidad de revisarlas de nuevo para quedarse un poco más en el trabajo. Justo entonces, sonó el teléfono.


–Consulta de la doctora Davies…


–Hola, Paula, soy Sebastian. ¿Tienes tiempo libre esta noche? ¿Te apetece cumplir con tus deberes cívicos?


Paula sonrió al oír la voz del alcalde. Aparentemente, los dioses se habían apiadado de ella.


–Por supuesto que sí –respondió con entusiasmo.


Sebastian rio.


–¿Ni siquiera vas a preguntar de qué se trata?


–Confío en ti, Sebastian. Sé que, si no fuera algo importante, no me lo pedirías.


–Bueno es saberlo… Pero ¿por qué no eres tan complaciente cuando te pido que salgas conmigo?


–Porque, si saliera contigo, tendría que competir con toda la población femenina de los Cayos de Florida.


–No tendrías que competir con nadie. Te aseguro que renunciaría al resto de las mujeres –afirmó Sebastian.


–Solo dices eso porque sabes que no corres el peligro de que te tome la palabra. Si te la tomara, te daría un infarto – declaró en tono de broma–. Pero ¿qué quieres que haga exactamente?


–Esta noche hay un acto en Key West sobre prospecciones petrolíferas en la costa. ¿Puedes ir? Te llevaré en mi coche… Necesitamos que vaya gente.


–¿Solo para hacer bulto?


–Sabes perfectamente que no.


–En ese caso, cuenta conmigo. Tengo que llamar a casa para hablar con los chicos y organizar algunas cosas, pero te estaré esperando en la consulta.


–Excelente. Pasaré por allí dentro de diez minutos… Y discúlpame por haberte avisado tan tarde. Pensaba que sería un acto sin importancia, puramente informativo; pero me acaban de decir que van representantes del Estado.


–No te preocupes. Te estaré esperando.


Paula se despidió de Sebastian, colgó el teléfono y llamó a casa. Sabía que Pedro se podía hacer cargo de todo, pero tomó la decisión de pedirle a Tamara que preparara la cena porque no quería que él se sintiera demasiado indispensable.


Al cabo de unos segundos, oyó la voz de Melisa.


–¿Quién es? –dijo la niña.


–Hola, cariño. Soy yo, Paula.


–Ah, hola…


–¿Puedes decirle a Tamara que se ponga?


–Tamara no está.


–¿Y Joaquin?


–Sí. Joaquin está.


–¿Podrías llamarlo?


–Claro…


En lugar de dejar el auricular a un lado, Melisa colgó. Y Paula se vio en la obligación de llamar de nuevo.


–¿Quién es? –dijo la niña con malicia.


Paula suspiró. No tenía tiempo para las bromas de la pequeña, de modo que se dirigió a ella con el más severo de sus tonos.


–Melisa, llama inmediatamente a Joaquin.


Esta vez, el auricular del teléfono cayó al suelo. Paula oyó que Melisa se alejaba entre sollozos y cruzó los dedos para que llamara a Joaquin. Un momento después, alguien se acercó al aparato y dijo en voz alta:
–¡Eh! ¿Quién ha dejado el teléfono descolgado?


Paula reconoció la voz de Pablo y gritó su nombre, pero no sirvió de nada. Pablo colgó y ella tuvo que llamar por tercera vez.


Por fortuna, el chico seguía cerca.


–Pablo, soy yo, mamá…


–Ah, hola, mamá. ¿Habías llamado? Acabo de pasar por aquí y he visto que el teléfono estaba descolgado, así que…


–Lo sé, lo sé –lo interrumpió–. ¿Puedes buscar a Joaquin y decirle que se ponga?


–Por supuesto… ¡Joaquin! ¡Paula quiere hablar contigo! –gritó–. ¿Vas a volver pronto, mamá? Melisa está llorando desconsoladamente.


–No te preocupes, ya se le pasará. Pero ¿dónde se ha metido Jason?


–Está llegando –afirmó el chico–. Por cierto, ¿te parece bien que Pedro nos lleve a Tomas y a mí a la obra donde trabaja?


Paula frunció el ceño porque le extrañó que Pedro se hubiera prestado a llevarlos a su trabajo.


–¿Ha sido idea suya? ¿O tuya? –quiso saber.


–Paula, pero ha dicho que le parece bien.


Ella suspiró.


–No estoy segura de que me agrade esa respuesta. Pero, si dice que le parece bien… ¿Cuándo vais a ir?


–Esta noche.


–De acuerdo. Pero tened cuidado y haced exactamente lo que os diga.


–No te preocupes. Ah, Joaquin ya está aquí…


Pablo pasó el teléfono a Joaquin, que se puso enseguida.


–Hola, mamá. ¿Qué quieres?


–Para empezar, dile a Pablo que vigile a Tomas cuando vayan a la obra. No quiero que sufra un accidente.


–Se lo diré. Pero ¿por qué no se lo has dicho tú?


–Porque te ha pasado el teléfono antes de que se lo pudiera decir.


–¿Eso es todo? ¿O querías algo más?


Paula respiró hondo e intentó no perder la paciencia.


–Tengo que ir a Key West, a una reunión. ¿Te puedes asegurar de que los chicos cenen? Supongo que Tamara llegará pronto.


–No, me temo que no… Llamó hace un rato para decir que esta noche se iba a quedar en Key West.


Paula empezó a dudar sobre la conveniencia de asistir al acto del ayuntamiento. Joaquin tenía edad suficiente para cuidar de los más pequeños, pero carecía de experiencia como niñera. Si se quedaba a cargo, no conseguiría que se acostaran antes de que ella volviera a casa.


–¿Sabes cuándo piensa ir Pedro a la obra?


–No, no lo sé. Pero no lo necesito –dijo con orgullo–. Soy perfectamente capaz de cuidar de los niños.


Ella decidió arriesgarse. A fin de cuentas, solo tendría que echar un vistazo a David y Melisa durante un par de horas. Y de paso, serviría para que Joaquin desarrollara su sentido de la responsabilidad.


–Está bien. Pero asegúrate de que se acuesten a su hora.


–Trato hecho.


Paula cortó la comunicación. Y ya se dirigía a la salida cuando se arrepintió de la decisión que había tomado, así que sacó el teléfono móvil y buscó el número de Pedro


Tras unos momentos de duda, lo marcó y esperó a que contestara. Desgraciadamente, le saltó el contestador automático. Pero, en lugar de desesperarse, Paula pensó que estaría en el coche y se sintió mejor. Cuanto antes llegara a la obra, antes volvería a la casa. Y no había necesidad de dejarle un mensaje.


Más tranquila, salió de la consulta, cerró la puerta y se marchó a Key West. Al menos, había encontrado una excusa para no pasar otra noche con el hombre que estaba despertando sus sentidos.





2 comentarios: