martes, 12 de enero de 2016
DESTINO: CAPITULO 8
El domingo había partido de fútbol americano. Pedro ardía en deseos de verlo, y tenía intención de volver a Miami para disfrutar de él en compañía de sus amigos. Sin embargo, el sábado terminó tan tarde de trabajar que no tenía ganas de subirse al coche y hacer un montón de kilómetros.
Solo tenía dos opciones: ver el partido en algún bar, que indudablemente estaría lleno de gente, o quedarse en casa y sentarse delante del televisor con unas cuantas cervezas, una bolsa de patatas fritas y un par de hamburguesas para comérselas en el descanso.
Al final, se decidió por la segunda. No imaginaba que Paula reaccionaría como si estuviera cometiendo un delito.
–¿Qué has dicho que quieres ver? –preguntó indignada cuando Pedro le pidió que cambiaran de canal.
–El partido del fútbol –respondió–. Hoy es la final del campeonato, y todo el mundo lo quiere ver…
–¿Todo el mundo? Solo los cretinos.
Él suspiró.
–Dios mío, Paula… Tu educación tiene demasiadas lagunas.
–Mi educación no tiene ninguna laguna. Te recuerdo que tengo una carrera y un doctorado –se defendió.
–Sí, pero no sabes nada de deportes.
–Gracias a Dios.
Paula lo dijo con tanta vehemencia que él estuvo a punto de sonreír.
–Te lo plantearé de otra forma… ¿Cómo vas a ser una buena psicóloga si no sabes nada de los gustos de la mayoría de la población? Puede que el fútbol americano te parezca irrelevante, pero hay millones y millones de personas que no opinan lo mismo –declaró Pedro.
–Millones y millones de descerebrados que se sientan delante de un televisor a pegar gritos –puntualizó ella.
Él sacudió la cabeza.
–Es obvio que no entiendes el juego.
–Ni lo entiendo ni lo quiero entender.
Pedro comprendió que no tenía ninguna posibilidad de convencer a Paula. Y como solo faltaban diez minutos para el partido, preguntó:
–¿Hay otro televisor en la casa?
–Joaquin y Pablo tienen uno viejo en su habitación, pero es muy pequeño.
Pedro se maldijo para sus adentros. No podía ver el partido en un televisor minúsculo.
–¿Seguro que no te puedo convencer?
–Ni en un millón de años –dijo ella.
Atrapado entre la perspectiva de marcharse rápidamente a un bar o de ver la final en un televisor de juguete, Pedro decidió echar mano de su encanto e intentar que Paula cambiara de opinión. En principio, parecía un objetivo imposible. Pero confiaba en sí mismo hasta tal punto que se creyó capaz no solo de convencerla, sino de lograrlo antes de diez minutos.
–¿Qué estás viendo?
–Un documental sobre medicina tradicional en China.
Pedro se acercó al sofá y se sentó a su lado.
–¿Y es bueno?
–Es fascinante.
–¿Ah, sí? Entonces, dime qué ha pasado.
Ella frunció el ceño.
–¿En el documental?
–Claro. Si es lo que vamos a ver, quiero saber lo que ha pasado.
–Por Dios, Pedro… No es una película de suspenso. No ha pasado nada.
–Pero has dicho que es fascinante, ¿no?
–Sí.
–Pues fascíname.
–¿No querías ver el partido?
–He cambiado de opinión. Pensándolo bien, prefiero quedarme aquí y pasar una noche tranquila contigo.
Pedro le acarició la pierna con delicadeza. Paula se puso tensa de inmediato, pero ni siquiera apartó la vista del televisor.
–Márchate, Pedro.
–¿Te molesto?
–Sí.
Él soltó una carcajada y ella lo miró con cara de pocos amigos.
–Márchate –repitió.
–¿Por qué? Aquí se está muy bien, y quiero saber más de las cosas que te gustan. Si ese documental es tan bueno como dices, estoy seguro de que lo disfrutaré tanto como un partido de fútbol.
Ella suspiró y le dio el mando del televisor.
–Está bien, tú ganas. Puedes ver el partido.
Pedro cambió rápidamente de canal.
–¿En serio?
–En serio.
Paula se levantó del sofá, pero él la agarró de la muñeca y la sentó de nuevo.
–¿Se puede saber qué haces?
–Nada. Solo quiero que te quedes y que veas el partido conmigo.
–No digas tonterías…
–Oh, vamos, dale una oportunidad. Yo estaba dispuesto a ver el documental de medicina china –le recordó.
–Eso no es cierto.
–Por supuesto que lo es.
Paula rio sin poder evitarlo.
–Te está creciendo la nariz, Alfonso.
–Bueno, admito que ha sido un riesgo calculado… Pero quédate de todas formas. El fútbol no tiene gracia cuando se ve solo.
Pedro alcanzó las cervezas que había escondido detrás del sofá y le ofreció una. Para su sorpresa, Paula la aceptó y echó dos tragos tan largos como preocupantes.
–Deberías tomártelo con más calma, Pau.
–¿Por qué? Tenía entendido que la gente bebe litros de cerveza cuando ve un partido de fútbol americano –alegó–. Y ahora que lo pienso, ¿dónde están las patatas fritas? Porque seguro que las tienes escondidas en alguna parte.
Él sonrió y alcanzó las patatas, que también había escondido detrás del sofá. Paula sacó un puñado y preguntó:
–¿Eso es todo? ¿No hay salsa para mojar?
–Sí, en el frigorífico –respondió, desconcertado con su extraño comportamiento–. Espera un momento. Voy a buscarla.
Cuando Pedro volvió de la cocina, se llevo otra sorpresa: Paula no había cambiado de canal. Le ofreció la salsa, ella la aceptó y, tras mojar una patata frita, se la llevó a la boca.
–¿Te encuentras bien, Pau?
–Perfectamente.
–Pero si tú odias la comida basura…
–Claro que la odio. Pero, si es lo que se come en estos casos, haré de tripas corazón. Y ahora, cállate… Están tocando el himno nacional.
Paula se mantuvo en silencio durante la primera parte del partido, bebiendo cerveza y comiendo patatas fritas con voracidad, como si la vida le fuera en ello. Pero era evidente que no se estaba divirtiendo. De hecho, cerraba los ojos cada vez que un jugador placaba a otro o estaba a punto de hacerlo.
En determinado momento, se produjo un lance especialmente duro y ella se estremeció.
–¡Qué brutalidad! ¿Se puede saber qué diablos te pasa? ¿Cómo es posible que te guste un deporte tan violento?
–Pau, el fútbol americano es mucho más que un juego con entradas duras. No consiste en que los jugadores se peguen tan fuerte como puedan.
–¿Ah, no? Pues a mí me parece lo contrario.
–Porque cierras los ojos constantemente y no le das ninguna oportunidad –declaró Pedro–. Fíjate en esa jugada, por ejemplo… Mira el pase que acaban de hacer a ese jugador. Ha saltado en el aire y se ha girado a recoger la pelota con la habilidad y la soltura de un bailarín de ballet.
–¿Qué sabes tú de ballet? –preguntó con sorna.
–Mucho más de lo que imaginas. Soy abonado de la compañía de ballet clásico de Miami.
Pau lo miró con asombro.
–¿Tú?
–Sí, yo.
–Increíble…
–¿Sabías que los bailarines se lesionan tanto como los jugadores de fútbol? Muchos acaban en el quirófano por problemas de espalda o de rodilla. Pero seguro que no cierras los ojos cuando ves una representación.
Ella sopesó un momento sus palabras.
–Nunca me lo había planteado de ese modo.
–Es obvio que no. Pero los hombres que salen en esa pantalla son igual que los bailarines. Y si ves el partido como un ejercicio de habilidad, en lugar de verlo como una demostración de fuerza bruta, tendrás una perspectiva completamente distinta del juego.
Paula volvió a mirar el televisor y también lo miró a él.
–Ballet, ¿eh?
Pedro asintió.
–En efecto. Con piruetas, saltos y todo lo demás.
–Entonces, me quedaré a ver el segundo acto.
Él gimió y dijo:
–No es el segundo acto. Es la segunda parte.
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