martes, 12 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 7




Paula oyó la música en cuanto llegó al vado de la casa.


¿Beethoven? ¿A todo volumen?


Su sorpresa fue tan mayúscula que no lo pudo creer. Estaba acostumbrada a que la recibiera el sonido de algún tema de rock. Pero no se había equivocado. Era definitivamente Beethoven. Y el sonido de la sinfonía se combinaba con el oleaje del mar de tal forma que tuvo la impresión de estar en un concierto al aire libre.


Cansada de trabajar, y aún alterada por el efecto del beso de la noche anterior, Paula se recostó en el asiento del coche y cerró los ojos. Entonces, vio la cara de Pedro en su imaginación y los abrió de nuevo. Pero la cara no desapareció.


–¿Pau?


Paula parpadeó.


–¿Te encuentras bien?


Pedro se apoyó en la ventanilla y la miró con una preocupación que hizo que se sintiera extraña. Hacía años que nadie se preocupaba por ella. Siempre había sido la mujer fuerte, la que servía de apoyo a los demás, la que ejercía de roca firme en su vida privada y en su trabajo.


Sin embargo, Pedro parecía creer que ella también necesitaba ayuda de vez en cuando. Y, aunque a veces lo encontraba irritante, aquella noche le gustó.


–Sí, estoy bien. Solo he cerrado los ojos para disfrutar de la música.


Él sonrió con malicia.


–Siento que esté tan alta… Los chicos no se han quejado, y no me había dado cuenta de que se oía fuera.


–No te disculpes. Me gusta mucho. Es justo lo que necesitaba.


–¿Justo lo que necesitabas? ¿Por qué dices eso? –preguntó Pedro–. ¿Es que has tenido un mal día?


Ella suspiró.


–Tan malo como siempre, ni más ni menos. Supongo que hoy tenía menos paciencia.


Paula se calló el motivo, aunque lo sabía de sobra. Estaba asombrada con el efecto que Pedro tenía en ella. Su cuerpo lo añoraba y su sentido común desaparecía cada vez que estaban juntos. Pero no sabía por qué, y eso la sacaba de quicio. Siempre había sido una mujer lógica, ordenada, que no se dejaba llevar por las emociones.


–¿Has comido algo?


Ella sacudió la cabeza y dijo:
–No.


–Entonces, siéntate en el porche y te traeré algo de comer. Tamara ha preparado sopa de verduras –le informó–. Te sentará bien… La noche es bastante fresca.


Paula lo miró con desconcierto.


–¿De quién ha sido la idea?


–¿La idea de qué?


–De todo esto. De la música, de la sopa…


–Bueno, no hay mucho que decir. Cuando volví del trabajo, vi que Tamara había encontrado un libro de recetas. Dijo que tenía ganas de experimentar un poco.


–¿De experimentar?


–Sí. Me pareció un poco peligroso, pero le ha quedado bien. De hecho, Pablo y David se han tomado dos platos llenos – contestó.


–No me lo puedo creer…


–Pues créelo. Todo ha salido a pedir de boca. Salvo por Tomas, que se puso a jugar con las zanahorias y las tiró… Pero las hemos recogido.


Paula lo volvió a mirar con extrañeza. Por lo visto, Pedro y los chicos habían disfrutado de la velada. Y eso le gustó, aunque también le incomodó un poco. Tenía miedo de que los chicos se acostumbraran a él y se llevaran un disgusto cuando se marchara.


–¿Y qué me dices de Beethoven?


–Ah, eso… –Pedro se encogió de hombros–. Cuando terminamos de cenar, me apeteció escuchar un poco de música. Espero que no te haya molestado.


–Ni mucho menos. Aunque me sorprende tu elección.


Pedro sonrió.


–¿Pensabas que no me gusta la música clásica?


–Sí, algo así.


–Pues te has equivocado. No solo me gusta, sino que además sé tocar el piano.


–¿Tú?


–Sí, yo. Di tres años de clase. Incluso soy capaz de interpretar razonablemente bien a Chopin –dijo.


–Dios mío… ¿Qué tuvo que hacer tu madre para convencerte de que aprendieras a tocar el piano?


–Mi madre no tuvo nada que ver –declaró con orgullo–. La decisión fue mía.


Ella se quedó boquiabierta.


–¿Tuya?


–En efecto. Aprendí hace poco, a mis treinta y cuatro años.


Paula sacudió la cabeza, asombrada.


–Vaya, quién lo habría imaginado…


–Sí, ¿verdad? Siempre quise aprender, pero mis padres no tenían dinero suficiente para pagarme las clases. Y, en cierta forma, me alegro. Mis antiguos amigos del equipo
de fútbol se habrían reído de mí si hubieran sabido que estaba aprendiendo solfeo –declaró Pedro–. Pero, a los treinta y cuatro, ya no tenía excusas.


–Pues me alegro por ti…


Pedro le guiñó un ojo y dijo, con humor:
–Será mejor que tengas cuidado conmigo, Pau. Como ves, estoy lleno de sorpresas.


El pulso de Paula se aceleró. De repente, recordó todas las sensaciones que los labios de Pedro habían despertado en ella. Sintió una tensión extraña en la parte baja del abdomen y una ansiedad irracional que se apoderó de su corazón.


Era evidente que llevaba demasiado tiempo sola. Había permitido que su vida se convirtiera en una sucesión de actos rutinarios que giraban exclusivamente alrededor del trabajo y de los chicos. Había dejado de arriesgarse, y ahora se sentía incapaz de hacer lo que estaba deseando: olvidar sus dudas y disfrutar de una noche de amor con Pedro Alfonso.


Un momento después, él abrió lentamente la portezuela del vehículo y esperó a que ella saliera. Paula sacó las piernas y se puso de pie, mirándolo a los ojos. Solo estaba a un paso de Pedro. A un paso de sus brazos y de los besos que tanto echaba de menos. Pero, en lugar de acercarse a él, mantuvo las distancias.


Él sonrió y asintió como si fuera consciente de su debate interno.


–Oh, Pau… Puedes retrasar lo nuestro tanto como quieras, pero es inevitable. Al final, sucederá.


Al oír su voz suave e intensa, Paula se excitó un poco más y se arrepintió por haber permitido que su sentido común se interpusiera otra vez entre ellos. Luego, pasó a su lado y entró en la casa por la puerta de la cocina.


Pedro la siguió y, tras servirle el plato de sopa que le había prometido, se lo dejó en la mesa y salió de la habitación.


Paula se quedó a solas con sus pensamientos, más alterada que antes. ¿Por qué lo deseaba tanto? Intentó convencerse de que había sido por culpa del maldito Beethoven y del maldito Chopin, pero no se pudo engañar. Lo deseaba por aquel beso. Por un simple y estúpido beso sin importancia que, no obstante, había bastado para que se sintiera como una jovencita dominada por sus hormonas.


Además, ni siquiera se podía escudar en los sentimientos. 


Era una mujer con experiencia, y sabía que aquello no tenía nada que ver con la ternura o las cualidades de Pedro. No era amor, sino simple y puro deseo físico.


Sacudió la cabeza y probó la sopa. Al menos, reconocía los síntomas de su problema. Solo tenía que hacer caso omiso y seguir con su vida como si no pasara nada. Con un poco de suerte, el deseo desaparecería y las cosas volverían a ser como antes.


Pero también cabía la posibilidad de que no desapareciera; de que se dejara dominar por él y terminara haciendo algo verdaderamente irracional. Algo como acostarse con Pedro o, peor aún, como enamorarse de Pedro.


–No, eso no pasará –se dijo en voz alta.


–¿A qué te refieres?


Paula se sobresaltó al oír la voz del hombre de sus desvelos.


Había regresado y la estaba observando desde el umbral, con Melisa en brazos. ¿Cómo era posible que un hombre de su tamaño fuera tan silencioso? No tenía ni idea; pero, de haber podido, le habría exigido que llevara un cascabel al cuello, para oírlo en la distancia y tener tiempo de preparar sus defensas cada vez que se acercara.


–Hola… –dijo Melisa con voz somnolienta.


La niña extendió las manos hacia Paula, que la tomó en brazos y dijo:
–¿Has tenido un buen día, preciosa?


Melisa asintió.


–Sí. Pedro y yo hemos hecho un castillo de arena. ¿Quieres que te lo enseñe?


–Ya es de noche. Ha oscurecido demasiado y no lo vería bien –comentó–. Pero dejaré que me lo enseñes mañana por la mañana.


Pedro dice que mañana habrá desaparecido.


–Oh, vaya…


–Pero no importa, porque podemos hacer otro –dijo la pequeña–. ¿Verdad, Pedro?


Él se rio.


–Por supuesto que sí. Y ahora… ¿recuerdas lo que me has prometido?


Melisa asintió otra vez.


–Sí. Que me iría inmediatamente a la cama.


–Exacto –dijo Pedro–. Paula te acostará enseguida.


–Paula, y tú –se empeñó la niña.


–Bueno, yo también iré… 


–¡Genial!


Al cabo de unos minutos, Melisa se durmió y los dos adultos volvieron a la cocina. Pedro alcanzó entonces una silla y se sentó.


–Jamás habría creído que llegaría a ver un momento como ese –dijo con humor.


–¿Un momento como ese? ¿A qué te refieres? –preguntó Paula.


–A ti. Te has quedado sin habla cuando me has visto con Melisa en el umbral. ¿En qué estabas pensando?


–En unos clientes que vienen a mi consulta –respondió, improvisando una mentira–. Es un caso difícil, que me tiene perpleja.


–¿Ah, sí?


–Sí… Es una pareja que no sabe lo que quiere.


Pedro pareció interesarse por el caso.


–¿Y qué les has dicho?


Ella sacó fuerzas de flaqueza y lo miró a los ojos.


–Que si desconfían tanto el uno del otro, es posible que su relación sea un error.


–Sin embargo, las dudas son normales en una relación – alegó Pedro–. Especialmente, cuando se trata de una relación nueva.


–Sí, son normales hasta cierto punto. Pero, si son más fuertes que el amor, existen grandes posibilidades de que ese amor no sea suficiente.


–Puede que tengas razón –Pedro pasó una mano por encima de la mesa y le acarició los nudillos–. Además, en el amor no hay garantías…


A Paula le incomodó tanto el contacto de sus dedos que su voz sonó temblorosa y débil.


–Nunca hay garantías. Ni con dudas ni sin ellas.


Él le levantó la mano y le dio un beso en la palma, con dulzura. Ella sintió una descarga de electricidad.


–Pero siempre merece la pena, ¿no crees? Si no recorres el camino, no sabes adónde te puede llevar.


Paula sacudió la cabeza y apartó la mano.


–A veces, es mejor no arriesgarse.


–¿Cuándo? –preguntó él.


Ella tragó saliva.


–¿Cuándo qué?


–Cuándo es mejor no arriesgarse –insistió Pedro.


Paula estuvo a punto de decir que, en lo tocante a ellos, no se quería arriesgar ni entonces ni en ningún otro momento. 


Pero respiró hondo y dijo:
–No sé. Supongo que depende de los casos.


Él asintió.


–¿Y si ese caso es el nuestro?


Paula parpadeó.


–¿Cómo?


–Estoy hablando de ti y de mí. Hipotéticamente, por supuesto.


–Ah…


–En apariencia, no podríamos ser más distintos.


Ella asintió con debilidad.


–Pero estamos viviendo juntos y es obvio que nos gustamos –continuó Pedro.


–¿Que tú y yo nos gustamos? –preguntó Paula con brusquedad, haciendo un esfuerzo por fingirse indignada.


–En efecto –afirmó él–. Deseo, atracción… llámalo como quieras. Sabes lo que quiero decir.


–Y estás hablando hipotéticamente…


–Sí, eso he dicho. ¿Crees que nos deberíamos arriesgar y ver lo que pasa?


–De ninguna manera.


–¿De ninguna?


–No.


–¿Por qué?


–Por lo que tú mismo has afirmado hace un momento. Es evidente que no estamos hechos el uno para el otro.


–En apariencia –puntualizó él.


–Pero la apariencia es todo lo que tenemos. Nos conocemos muy poco, Pedro.


–¿Y no te apetece que nos conozcamos mejor? Puede que tengamos más cosas en común de lo que creemos… Por ejemplo, hoy hemos descubierto que Beethoven nos gusta a los dos. Y hasta es posible que también nos guste Wagner.


Ella volvió a sacudir la cabeza.


–No.


–¿No? ¿Te refieres a Wagner? ¿O a nosotros?


–A nosotros –respondió, cada vez más nerviosa.


Él se inclinó hacia delante, le dio un beso en la frente y susurró:
–Cobarde…


Pedro se levantó de la silla y se fue sin decir nada más. Paula se quedó sola, pensando que uno de esos días tendría que hablar con él sobre su fea costumbre de marcharse en mitad de las conversaciones.


Siempre la dejaba con la palabra en la boca.







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