lunes, 11 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 6





Las aguas del golfo estaban tranquilas, y el sol era una enorme bola naranja que se empezaba a hundir en el horizonte de la interminable extensión azul. Pedro se alegró de haber sacado la chaqueta del vehículo, porque empezaba a hacer fresco; y, cuando se acercó a Joaquin, se dio cuenta de que el chico tenía la carne de gallina.


Al llegar a su lado, echó el sedal al agua y apoyó la caña en el muelle. Joaquin ni siquiera lo saludó.


–¿Has pescado algo?


El chico no dijo nada.


–Siento llegar tarde. He tenido un problema en el trabajo.


Joaquin se mantuvo en silencio, y Pedro se empezó a impacientar.


–Estoy hablando contigo, ¿sabes?


–¿Y qué?


–Que espero que me contestes.


–¿Por qué?


–Por simple y pura educación.


–Cumplir las promesas también es un asunto de simple y pura educación –alegó el chico–. ¿O me equivoco?


Pedro suspiró.


–No, no te equivocas… Pero ya me he disculpado. Siento haber llegado tarde.


–Está bien –dijo con escepticismo.


Pedro decidió cambiar de conversación.


–Tengo entendido que me voy a alojar en tu dormitorio.


Joaquin se encogió de hombros.


–Es la casa de Paula. Puede hacer lo que quiera.


–Lo sé, pero también es tu dormitorio, y te quería dar las gracias por prestármelo –declaró–. Por cierto, me encantan tus pósters.


Joaquin hizo caso omiso y, como Pedro no sabía qué decir, se quedó callado. Hasta que, al cabo de unos momentos, el chico pescó algo.


–Vaya, parece grande…


Joaquin sacó el pez del agua y sonrió.


–Tienes talento para la pesca –continuó Pedro.


El chico quitó el anzuelo al pez.


–No es para tanto.


–¿Que no es para tanto? Yo no he pescado nada todavía… 


–Puede que sea por el cebo. ¿Qué has puesto?


–Pedazos de gambas.


–Pues es un buen cebo –comentó Joaquin.


Pedro esperó unos momentos y preguntó:
–¿Pescas a menudo?


–Sí.


–¿Quién te ha enseñado?


–Nadie. Aprendí solo. Todos los chicos de Key West pescan.


–Ah, así que eres de Key West… 


Joaquin asintió y dijo:
–¿Por qué no preguntas de una vez lo que estás pensando?


–¿A qué te refieres?


–A que quieres saber cómo he terminado en casa de Paula.


Pedro supo que se estaba internando en un terreno peligroso, así que optó por la cautela.


–Sí, es cierto que me gustaría saberlo. Pero solo si te apetece contármelo.


–Estuve en la cárcel –declaró el chico, sin rodeos–. Paula pagó mi fianza y me llevó a su casa. 


Pedro se quedó atónito.


–¿En la cárcel? ¿Qué hiciste?


–Robar un coche.


–¿Por qué?


Joaquin respondió con sorna:


–Porque llegaba tarde a una cita.


–Oh, vamos… ¿por qué robaste un coche? –insistió Pedro.


–Porque mi padre necesitaba dinero.


Pedro se estremeció.


–¿Tanto como para que su hijo tuviera que robar?


–Cuando tienes un problema grave, lo solucionas por los medios que sean necesarios –contestó el chico–. Además, no era la primera vez que robaba. Solo fue la primera que me pillaron.


Pedro sacudió la cabeza.


–Robar no es la solución de ningún problema.


Joaquin lo miró con expresión desafiante.


–No sé si es la solución, pero a mí me enseñaron que un hijo tiene que cuidar de sus padres –declaró con amargura.


Pedro no dijo nada. Podía entender que el chico se hubiera arriesgado por su familia, pero su actitud lo dejó preocupado. 


¿Hasta dónde llegaba su desprecio por la ley? ¿Había sido algo excepcional, limitado al robo de aquel vehículo? ¿O estaba dispuesto a cometer un delito cada vez que las cosas se complicaran?


Pedro pensó que no era asunto suyo, pero le asustó la posibilidad de que Joaquin fuera una mala influencia para el resto de los chicos y decidió hablar con Paula. Sin embargo, tuvo que esperar hasta después de las nueve, cuando los más jóvenes ya se habían acostado o estaban en sus dormitorios, haciendo los deberes.


Entonces, sacó una cerveza del frigorífico y se la ofreció.


–¿Quieres?


–No, gracias.


–¿Te apetece otra cosa?


–No.


–Podríamos salir a pasear. Hace una noche preciosa.


Paula lo miró con tanta desconfianza que Pedro sonrió.


–No me mires de ese modo –protestó–. Te prometo que no tengo intención de arrancarte la ropa y abalanzarme sobre ti.


Mientras hablaba, Pedro pensó que mentía como un bellaco. 


A decir verdad, ardía en deseos de arrancarle la camiseta y la falda larga que se había puesto aquella noche. La encontraba tan deseable que casi no se podía refrenar.


–No es necesario que lo prometas. Ya supongo que no te atreverías.


Paula pasó a su lado y abrió la puerta que daba al exterior, sin decir nada más. Pedro la siguió y se preguntó por qué le gustaba tanto aquella mujer seca y cortante, que lo consideraba un fastidio. Sobre todo, cuando podría haber salido con una docena de mujeres mucho menos complicadas que ella.


Caminaron en silencio durante unos momentos, hasta que Paula lo rompió:
–¿Por qué me has invitado a pasear? ¿Querías hablar de algo?


–¿Por qué piensas que quiero hablar de algo? Puede que solo quiera caminar y disfrutar de tu compañía –contestó.


Ella lo miró con escepticismo.


–Sí, es posible, pero no me pareces de esa clase de hombres.


–¿Ah, no? ¿Y de qué clase te parezco?


Pedro lo preguntó con verdadero interés. Al fin y al cabo, Paula era psicóloga. Cabía la posibilidad de que hubiera visto algo en él que ni él mismo sabía.


–De la clase de hombres que están acostumbrados a conseguir lo que quieren. Empezando por las mujeres.


Él soltó una carcajada.


–Sí, no lo puedo negar –dijo–. Aunque la vida está para vivirla, ¿no crees? Cuando quieres algo, debes luchar por ello.


–Bueno, eso depende… 


–¿De qué?


–De a quién compliques la vida para conseguirlo.


–¿Es que te estoy complicando la vida, Pau?


–De momento, no. Pero solo llevas dos días en mi casa.


Paula cruzó los brazos y se puso a la defensiva. Pedro sintió el deseo de apartarlos de su cuerpo y apretarse contra ella, pero estaba seguro de que le habría dado una bofetada, de modo que cambió de conversación.


–Está bien, te diré la verdad. Te he pedido que salgamos porque quiero hablar contigo sobre Joaquin.


Ella frunció el ceño.


–¿Sobre Joaquin?


–Sí. Creo que te arriesgas mucho al tenerlo en tu casa.



Paula se detuvo en seco y lo miró con expresión desafiante.


–¿Por qué dices eso? Apenas lo conoces…


–Lo digo porque sé que ha tenido problemas con la policía. Y también sé que no se arrepiente de lo que hizo.


Ella se quedó atónita.


–¿Joaquin te ha dicho que no se arrepiente?


–Sí, bueno… más o menos.


Para sorpresa de Pedro, los ojos de Paula se iluminaron de repente. Como si le hubiera dado una noticia maravillosa.


–Pero eso es magnífico… –dijo.


–¿Magnífico? ¿Qué tiene de magnífico? –preguntó, desconcertado–. Habla de robar coches como si fuera lo más normal del mundo.


–Porque lo era. Al menos, en su vida.


–No entiendo nada, Paula… ¿No comprendes que Joaquin es una mala influencia para los otros chicos?


–Joaquin no intenta influir a nadie –afirmó–. No habla casi nunca… Pero el hecho de que haya hablado contigo significa que empieza a confiar otra vez en los adultos. Es evidente que buscaba tu aprobación.


–¿Mi aprobación? Pues a mí me ha parecido que solo quería asustarme. Ese chico podría ser peligroso.


Ella sacudió la cabeza.


–Joaquin no es peligroso. Simplemente, está asustado.


Pedro quiso creer a Paula. Pero había conocido a muchos chicos como Joaquin, y sabía que las cosas podían ser más complicadas. Algunos crecían y se convertían en personas decentes. Otros, no.


–¿Y qué pasará si te equivocas?


–No me equivoco –insistió ella con obstinación–. Joaquin solo necesita apoyo, cariño y un poco de estabilidad.


Pedro suspiró.


–Eres demasiado confiada, Pau.


–Y tú, demasiado desconfiado.


–No es desconfianza, sino realismo. Pecas de ingenuidad.


–Prefiero pecar de ingenuidad a ser una egocéntrica como tú.


–¿Egocéntrico? ¿Por qué? –bramó–. ¿Por preocuparme por ti y por los chicos?


Pedro le indignó que Paula lo insultara de ese modo, pero su indignación no apagó el deseo que sentía por ella. Y cuando Paula abrió la boca para responder a sus palabras, él bajó la cabeza y la besó.


No se le ocurrió otra forma de acallarla. Ni otra forma de afrontar la necesidad irresistible de sentir su contacto.


Pero, extrañamente, Paula no se resistió. Tras un instante de asombro, le pasó los brazos alrededor del cuello y lo besó a su vez con una curiosidad que, enseguida, se transformó en pasión desenfrenada.


En ese momento, Pedro supo que se había metido en un buen lío. Un lío mucho más grave que las antiguas andanzas de Joaquin.







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