martes, 19 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 30





Pedro no sabía qué hacer. Había pensado que la oferta de matrimonio serviría para convencerla de que iba en serio, pero no había conseguido nada. De hecho,Paula se mostró más asustadiza que nunca durante los días posteriores.


¿Qué podía hacer? Paula no se parecía nada a las mujeres con las que había salido hasta entonces. Con ella no valían los ramos de rosas ni los vinos caros ni las cajas de bombones de chocolate. Para empezar, porque tenía un jardín lleno de rosales; para continuar, porque el vino no le gustaba demasiado y, para terminar, porque era una fanática de la comida sana.


Eso complicaba mucho las cosas. Regalar zumo de naranja o un paquete de copos de avena no habría sido precisamente romántico. Y si la invitaba a cenar, seguramente insistiría en que los chicos los acompañaran.


Por lo visto, no tenía más opción que dar tiempo al tiempo. 


Le demostraría que no se iba a ir a ninguna parte, que su felicidad y la felicidad de los chicos eran lo más importante para él, que sus días de solitario empedernido habían terminado.


Lamentablemente, esos días no eran lo único que había terminado. El proyecto de Marathon estaba prácticamente concluido, y tendría que volver a Miami si no encontraba una buena excusa para quedarse.


Estaba pensando en la solución a su dilema cuando Tamara salió de la casa y se acercó a la hamaca donde estaba sentado.


–¿Pedro?


–Hola, Tamara… Siéntate un rato conmigo.


La chica se sentó.


–¿Qué ocurre?


–¿Me podría llevar el coche?


–Eso se lo deberías preguntar a Paula… 


–No puedo preguntárselo a ella.


–¿Por qué no? No será la primera vez que se lo pides, y nunca te lo ha negado. ¿Es que piensas ir a un sitio que no le gusta?


–No exactamente.


–Eso merece una explicación…


–Lo sé.


–Pero no se lo vas a decir.


–No –dijo, sacudiendo la cabeza.


–Entonces, tendrás que olvidarte del coche.


–¿Y tu camioneta? ¿Me la podrías prestar?


–Si no me dices para qué, no.


–¿Es que no confías en mí?


Pedro sonrió.


–Eso no es justo, jovencita.


–Claro que lo es. Si confiaras en mí, aceptarías mi palabra y me prestarías la camioneta sin hacer preguntas.


–Ese argumento sería aceptable si tuvieras veintidós años, por ejemplo. Pero solo tienes dieciocho –replicó Pedro–. ¿De qué se trata? ¿No me lo puedes decir?


–No. Lo arruinaría todo.


–¿Arruinar qué?


Ella se levantó.


–Olvídalo. Ya se me ocurrirá otra cosa.


Pedro suspiró.


–Tamara…


–¿Sí?


–Está bien, puedes usar mi camioneta.


La chica le dio un abrazo, entusiasmada.


–Gracias, Pedro. No te arrepentirás. Te prometo que tendré mucho cuidado.


–Será mejor que sea cierto, o Paula nos matará a los dos.


Tamara pasó aquella tarde por la obra, a recoger la camioneta. 


Pedro tuvo que volver a casa con el capataz, que se prestó a llevarlo. Y se quedó atónito cuando entró en la cocina.


La mesa estaba preparada para una cena. Tenía un mantel blanco, dos velas en el centro, un jarrón lleno de rosas y platos, cubiertos y vasos para dos personas. Era obvio que había sido idea de Tamara. Le había pedido la camioneta para llevarse a los chicos y dejarlo a solas con Paula. Hasta se había tomado la molestia en pedirle a Joaquin su iPod, que había conectado a un par de altavoces.


Pedro sonrió al ver la lista de música. Eran canciones románticas.


Luego, vio lo que había en el horno y en la encimera y sonrió un poco más. Tamara había preparado pollo y lo había dejado a fuego lento, lo justo para que no se enfriara. 


También había dejado arroz, un plato de verduras, dos cuencos con fresas y nata y una botella de vino blanco. No necesitaba ser muy listo para darse cuenta de que había contado con la colaboración de los demás, lo cual significaba una cosa: que los chicos los querían juntos.


Rápidamente, se duchó y se puso el único traje que se había llevado, dispuesto a tener el mejor aspecto que fuera posible. Además, Pau siempre lo había visto con vaqueros. 


Y le quería causar una buena impresión.


Cuando terminó de vestirse, regresó a la cocina, encendió las velas, puso música y, tras servirse una copa de vino, se sentó a esperar. Estaba tan nervioso como emocionado, y se llevó una pequeña decepción cuando Paula llegó a la casa y miró la mesa. 


No parecía sorprendida. 


No parecía contenta. 


Cualquiera habría dicho que le acababan de pegar un puñetazo en la boca del estómago.


Preocupado, se acercó a ella y preguntó:
–¿Te encuentras bien?


Ella no contestó.


–¿Qué ocurre, Pau? Me estás empezando a asustar.


Paula se abrazó a él y rompió a llorar al instante.


–No pasa nada, cariño –susurró él–. No pasa nada… 


–Claro que pasa –dijo entre lágrimas.


–Pues cuéntamelo. Deja que te ayude.


–Es por Melisa.


–¿Melisa? ¿Es que ha sufrido un accidente?


–No, no es eso. Es que han llamado.


–¿Llamado? ¿Quién ha llamado? –preguntó.


–Se la van a llevar, Pedro… Me la van a quitar.





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