sábado, 7 de noviembre de 2015

EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 19




Cuando Paula llegó al hospital a ver a Philip, ya era tarde y solo quedaba media hora para las visitas. Al acercarse a la cama, lo vio ojeando un catálogo de antigüedades.


Todavía tenía el corazón agitado por lo que había pasado en el restaurante. Pedro tenía que haber sido de piedra para no dejarse afectar por las verdades que le había echado en cara. Ella no había querido ser cruel. Pero había querido dejarle claro que no pensaba mantener una relación insustancial con él.


Por eso le había regalado el brazalete. Tal vez, él estaba acostumbrado a hacer regalos caros para pagar a las mujeres por tener sexo con ellas. Paula sentía algo demasiado profundo por él y, de ninguna manera, estaba dispuesta a comportarse como si su relación fuera algo que se pudiera comprar con bienes materiales.


–Paula… ¡qué alegría verte!


–Lo mismo digo – contestó ella, y se inclinó para besar a Philip en la mejilla– . Siento no haber llegado antes, pero perdí la noción del tiempo. He estado hablando con mis contactos para vender el resto de las antigüedades. Esta tarde, no me ha ido tan mal, por lo menos.


Sin mucho entusiasmo, Paula se sentó en una silla junto a la cama. No tenía ganas de sonreír, aunque se esforzó en hacerlo. Del bolso, sacó la bolsa de uvas que le había comprado a su jefe.


–Sé que te gusta más el chocolate, pero esto es más sano. La próxima vez, intentaré pasar algo de chocolate sin que me vean los médicos, ¿de acuerdo? ¿Qué te han dicho hoy?


El tiempo pasó volando y ya era casi la hora de marcharse cuando Paula decidió compartir con su jefe lo que más le preocupaba.


–¿Philip? ¿Puedo contarte algo? Es personal.


–Claro que sí. ¿Tiene que ver con la tienda? ¿Te resulta demasiado difícil vender las antigüedades y ocuparte de todo antes de que Alfonso tome posesión del edificio?


Solo de oír mencionarlo, a Paula se le encogió el corazón. 


Se preguntó si, después de lo que había pasado, volvería a verlo. ¿Y si Pedro decidía mandar a su secretaria a darle los recados para no tener que reunirse con ella nunca más?


Se le partía el corazón de pensar que él pudiera olvidar con tanta facilidad el apasionado encuentro que habían tenido en el despacho de Philip.


Sin embargo, Pedro le había confesado en el restaurante que no podía arriesgarse a amar a nadie. Y eso la llenaba de tristeza. Si había albergado la secreta esperanza de que pudiera llegar a quererla, él la había hecho trizas.


–No, eso no es ningún problema. Quería hablarte de algo mucho más personal.


En silencio, Philip esperó a que la hija de su mejor amigo continuara. Mirándolo a los ojos, ella se dijo que podía confiar en él, que la comprendería y no la juzgaría.


–Yo… me he enamorado de alguien.


–¿Estás enamorada, Paula?


Ella asintió con labios temblorosos y el alma en los pies.


Philip sonrió feliz.


–Eso es maravilloso. ¿Quién es el afortunado?


–No es necesario que te diga su nombre. Es mejor que lo mantenga en secreto por ahora, si no te importa. Solo puedo decirte que es alguien que no me conviene en absoluto.


–Pero eso no te ha impedido sentir algo por él – señaló Philip con suavidad.


–No – admitió ella, sorprendida por su comentario– . Aunque es totalmente opuesto a mí. Yo misma no entiendo por qué me gusta.


Philip se quedó pensativo.


–Algunas personas se enamoran poco a poco, según se van conociendo. Para otras, es algo instantáneo y nada más ver a alguien por primera vez saben que quieren pasar con él el resto de su vida. Y hay a quien le toma por sorpresa, justo cuando piensa que nada puede desviarle de su camino. A mí me da la sensación de que tú perteneces al tercer tipo, Paula.


–Es verdad. Yo nunca quise enamorarme, sobre todo, después del desengaño con Joel. ¿Lo recuerdas? Pero ahora ya no sé qué hacer, ni sé lo que está bien o mal. Amar a este hombre no puede ser lo correcto. Me hace sentir tan culpable… como si estuviera decepcionando a todo el mundo.


–¿Sí? ¿A quién crees que estás decepcionando?


–A ti, Philip. Has hecho mucho por mí y yo…


–Tesoro… – dijo el anciano, tomándole las manos– . Actúas como si hubieras cometido algún terrible crimen. ¿Desde cuándo enamorarse es un delito? Tus sentimientos son solo asunto tuyo. Sí, la gente que te quiere solo desea lo mejor para ti, pero eso ya lo sabes tú. Creo que es mejor arriesgarse a amar que huir por miedo a decepcionar a los demás y pasar el resto de tu vida lamentándote por lo que no te atreviste a hacer.


–Hablas como si lo hubieras experimentado tú mismo – observó ella, perpleja– . ¿Alguna vez te apartaste de alguien por miedo a lo que la gente pensara?


El anciano asintió despacio, lleno de tristeza.


–No fue solo por eso. Fue también porque preferí centrarme en mi carrera, antes que lanzarme con ella a lo desconocido. Era pintora, bastante notable. Era diez años menor que yo y quería viajar por el mundo para inspirarse con todo tipo de paisajes. Decía que no tenía tiempo para dedicarse a un trabajo estable, casarse y vivir de una manera convencional. Era un espíritu libre.


Philip tosió y apartó la vista un momento con los ojos empañados por la emoción.


–Se llamaba Elizabeth y la amaba más que a la vida.


–¿Esa es la razón por la que nunca te casaste?


El anciano asintió.


–Nunca quise a nadie más que a ella. Por eso, tú debes seguir los dictados de tu corazón, Paula. No tienes que sentirte culpable. No seas como yo o te pasarás toda la vida sufriendo por lo que podía haber sido y no fue. Estoy seguro de que, si tu padre estuviera aquí, te aconsejaría lo mismo.


–¿Y qué pasó con Elizabeth? ¿Volviste a verla?


–Por desgracia, no. Me dijo que era mejor que no siguiéramos en contacto. Solo rezo por que siga disfrutando de sus pinturas y de sus viajes. Me hace feliz imaginármela haciendo lo que le gusta.


Con cariño, Paula le dio un beso en la mejilla.


–Gracias, Philip. Me has ayudado mucho con tus palabras. Siento como si me hubiera quitado un peso de encima. Ahora tengo más esperanza de que las cosas salgan bien. Aunque todavía me asusta que él no sienta lo mismo que yo.


–No creo que debas tener miedo por eso.


–Gracias. Eres genial para subir la autoestima, ¿lo sabías?


En la puerta, una enfermera con gesto severo le indicó que había terminado la hora de las visitas.


–Es mejor que me vaya – dijo Paula, mirando a su jefe– Te llamaré y te contaré cómo va todo. Avísame cuando sepas cuándo te van a dar el alta, ¿de acuerdo?


–Claro. Ahora ve con tu hombre misterioso. Quizá, algún día quieras decirme su nombre. Mientras tanto, dile de mi parte que la fortuna le sonrió el día que puso los ojos en ti.









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