sábado, 7 de noviembre de 2015
EL SABOR DEL AMOR: CAPITULO 20
Lo primero que Pedro vio cuando abrió los ojos a la mañana siguiente fue la cajita roja de la joyería. La noche anterior, la había dejado sobre la cómoda de su dormitorio.
¿Tenía Paula idea de lo mucho que le había humillado al juzgarlo por la vida que llevaba? ¿Sabía lo mucho que lo ofendía que le hubiera tirado su regalo a la cara? ¿Acaso el mensaje que le había escrito en la tarjeta no había significado nada para ella?
Al volver de su encuentro del día anterior, se había dedicado a llamar a los mejores reformistas de interiores que conocía para hacer planes para su nueva adquisición junto al río.
Como había previsto, todos habían estado deseando trabajar para él.
Al final, cuando había estado agotado, se había dejado caer en la cama y había dormido con la ropa puesta.
Sin embargo, ni siquiera en sueños había podido quitarse a Paula de la cabeza, ni su hermoso rostro, ni sus increíbles ojos violetas.
Estaba enamorado de ella sin remedio, por primera vez en su vida. Pero, en vez de alegrarle, le llenaba de angustia que el objeto de su afecto fuera una mujer que ni lo quería ni lo valoraba.
A Paula no le impresionaban ni su riqueza, ni su poder. De hecho, para ella eran cualidades negativas.
Era completamente distinta de las demás mujeres que él había conocido. Lo único que quería de él era que mirara a su alrededor y reconociera lo que de verdad era importante, las cosas que podían adquirirse sin precio, como la naturaleza, la belleza o la posibilidad de estar junto a alguien especial.
Nada que Pedro hiciera podía convencerla de que, tras su fachada de riqueza y poder, era en el fondo un buen hombre que había tomado decisiones equivocadas.
Tras la muerte de su hermana, había sentido la urgencia insaciable de hacer dinero para asegurar el futuro de sus padres y el suyo propio. Aunque había empezado a hacerlo por una buena causa, su ambición se había convertido en una adicción. No conocía la paz. Lo único que hacía era trabajar. Tenía que invertir demasiada energía en mantener su posición y, por eso, no tenía tiempo para mantener relaciones.
Se había hecho construir un refugio con la esperanza de poder afrontar a solas su dolor y, algún día, poder curar su insaciable ansia de tener siempre más.
Si, al menos, pudiera confiar en Paula y explicarle el porqué de su adicción… Si pudiera contarle que su ambición había sido solo una manera de sobrevivir a la pérdida de su hermana, que había muerto con solo tres años… Había sido la niña mimada de la familia y nadie había podido olvidarla.
Hundiendo la cabeza entre las manos, Pedro intentó pensar en algo. La única solución que se le ocurría para recuperar la ilusión era conquistar a Paula. Porque la mera idea de vivir sin ella le resultaba demasiado insoportable
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