sábado, 8 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 18



Ella asintió con otro murmullo. Había hecho el amor voluntariamente, pero todavía sentía la tensión de saber que él no estaba plenamente comprometido con la relación, aunque ella sí lo estuviera. Era maravilloso para él porque había conseguido lo que quería. Sentía la satisfacción de la victoria, una satisfacción que no iba a durar toda la vida, y ella sí quería algo para toda la vida. Su sinceridad innata le obligó a reconocer ante sí misma que aceptaría lo que pudiera, mientras se lo ofreciera, porque un poco de él era mejor que nada. Sin embargo, la perspectiva del final colgaría sobre ella como la soga de un verdugo y cada vez que hicieran el amor, cada vez que se riera con él, cada vez que la abrazara, sentiría un poso de tristeza. Podía notar el peso del final incluso antes de que hubiese terminado. Se preguntó qué pasaría si supiera lo que lo estimulaba, o, al menos, algo que lo estimulara.


—Mañana es domingo —comentó ella lánguida y satisfecha—. ¿Qué harás? ¿Volverás a Londres? Yo sigo ofreciéndome a pasar por Harrisons antes de que vuelva el martes.


Pedro pensó que era muy fría, muy inmutable. No intentaba engatusarlo para que se quedara. Era la mujer perfecta, pero no podía evitar que esa actitud tan franca lo irritara un poco. 


Se encontró pensando que un poco de afán de posesión sería agradable. Al fin y al cabo, había viajado hasta allí para verla. Eso ya era algo que no había hecho nunca.


—¿Qué planes tienes tú?


Paula se tumbó de espaldas y miró al techo. Sus planes eran los mismos de siempre, aunque al día siguiente tendría una conversación con su madre sobre el hombre que había en su vida. Aparte, daría un paseo con ella, quizá llegaran hasta el pueblo para tomar el té, verían la televisión un rato y haría algo de cena. Lo que le gustaría de verdad era estar con Pedro todo el tiempo, pero eso era algo que no reconocería jamás.


—Me quedaré tranquila.


—Entonces, a lo mejor podría quedarme tranquilo contigo.


Pedro se apoyó en un codo y le pasó la punta de un dedo por un pezón hasta que se endureció. Por muy fría que fuese, su cuerpo era tan ardiente como el de él.


—¿De verdad? —preguntó ella sin disimular la sorpresa—. ¿No tienes otros planes para el fin de semana?


—En este momento, los considero cancelados.


—¿Porque prefieres quedarte aquí?


—Es una parte del mundo muy bonita.


—Sí, lo es.


Ella se había dado cuenta de que no podía reconocer que iba a cancelar sus planes, fueran los que fuesen, porque prefería estar con ella.


—Aunque puede parecerte un poco aburrido —siguió ella—. Creo que no sabes muy bien lo que es vivir en el campo.


—Prefiero la agitación de la ciudad. Va con mi personalidad.


—¿Agresiva?


—Tú lo has dicho.


Él bajó la cabeza, le tomó el pezón entre los labios y volvió a levantar la cabeza para mirarla. Tenía los ojos de un color marrón muy claro y unas pestañas largas y tupidas, unos ojos que lo miraban con cautela.


—Véndeme esta parte del mundo —le pidió él con indolencia—. Háblame de lo bucólico que es pasear por el campo, tomar té con pastas en un pequeño salón de té, un baile rural en la sala de bailes del pueblo.


—¿Te gustaría hacer algo de eso?


—Creo que podemos prescindir del baile rural.


—Menos mal, porque no sé si hay alguna sala de bailes en el pueblo —bromeó ella—. Tampoco puedo imaginarme que disfrutes paseando por el campo o tomando té con pastas en un salón de té del pueblo. ¿Eres una de esas personas urbanas cien por cien? ¿De las que han nacido y se han criado en la ciudad y no pueden abandonarla más de cinco minutos?


—No exactamente.


Se puso un poco rígido. No iba a contar nada más.


—Entonces, ¿naciste y te criaste en el campo? No irás a decirme que tus padres te sacaban a pasear por el campo los domingos. Mi madre siempre me llevaba a dar un paseo muy largo los domingos por la tarde, hiciera el tiempo que hiciese. Le gustaba alejarse de la casa, de mi padre. Aunque siempre tenía que volver a tiempo para prepararle el té, si él estaba en casa. Cuanto más nos acercábamos a casa, más nerviosa y ansiosa se ponía. Esos paseos terminaron cuando cumplí once años, cuando prefería esconderme en mi cuarto para estudiar o leer.


—Yo no di paseos por el campo, no di paseos por ningún sitio.


Pedro se dio cuenta de que había sido brusco. Se sentía desasosegado, inquieto, y se sentó en el borde de la cama. 


Luego, se levantó y se acercó a la ventana, que tenía las cortinas abiertas. Desnudo, de espaldas a ella, miró los campos oscuros y una pequeña arboleda que había a la derecha. Paula pensó que eso era como si le hubiera cerrado una puerta en las narices. Se sentó y se tapó con el edredón hasta la barbilla. Él acabó dándose la vuelta, pero no volvió a la cama.


—Entonces —una sonrisa radiante iluminó la sombra que le había cruzado el rostro—, ¿qué cosas apasionantes vamos a hacer mañana?


—¿Aparte de ir al baile? Podemos dar un paseo, a lo mejor con mi madre, y echar una ojeada por el pueblo, podemos tomar el té con pastas —fingir que era una relación normal—, pero lo primero que haré por la mañana será tener una charla con mi madre.







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