sábado, 8 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 17




La casa estaba oscura cuando llegaron. Eran casi las once y Pamela Chaves se acostaba temprano. Él no sabía cómo había conseguido llegar sin salirse de la carretera. No podía concentrarse. La mujer que tenía al lado había hecho añicos el dominio de sí mismo. Aunque había aliviado parte de su anhelo… Tomó una bocanada de aire al acordarse del clímax que había alcanzado en su boca. Había sido indescriptible, pero, en ese momento, necesitaba mucho más. También la habría llevado al clímax, habría puesto la mano y los dedos donde no llegaba con la boca por la estrechez del coche, pero ella lo había detenido con la respiración entrecortada y le había dicho que lo quería en su cama.


En ese momento, mientras ella abría la puerta con los dedos temblorosos, le sujetó la mano.


—Podemos esperar —dijo él con la voz ronca—. No quiero, te tomaría contra el muro de la casa si me dejaras, pero tampoco quiero que parezca que abuso de la hospitalidad de tu madre.


—Empiezo a pensar que no he considerado a mi madre como una mujer adulta —replicó Paula con pesadumbre—. Probablemente, ha estado esperando que trajera a un hombre a casa, pero no se ha atrevido a decírmelo.


Abrió la puerta, se llevó un dedo a los labios y se rio en voz baja porque se sentía joven, alocada y muy feliz. Además, ¡él no había podido sacársela de la cabeza! Se dio permiso para recrearse con eso que le había reconocido. París había sido una aventura, pero se había convencido a sí misma de que había sido aceptable porque ella estaba en el extranjero, como si fuese una fiebre pasajera. Sin embargo, eso era una aventura de verdad porque estaba en su terreno, porque había tomado la decisión de hacer algo que le parecía inevitable y, en cierta manera, acertado, aunque era erróneo.


No podía explicárselo ni a sí misma. Solo sabía que tenía que acostarse con él y llegar hasta el final, aunque fuese amargo y tuviese que despedirse de su empleo por el camino.


Subieron las escaleras en silencio y Paula comprobó que la luz de su madre estaba apagada. Giró a la izquierda, se alegró de que su dormitorio estuviese al fondo del estrecho pasillo y abrió la puerta con el corazón tan acelerado que tuvo que tomar varias bocanadas de aire. Todavía podía sentirlo dentro de la boca, y eso la excitaba.


—¿Es tu dormitorio? —preguntó Pedro mirando alrededor.


La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba algunas de sus cosas; una mecedora con un oso de peluche enorme; unos muebles que parecían hechos para no durar; un tocador con algunas fotos enmarcadas.


—No hables.


Se estrechó contra él y cerró los ojos cuando él introdujo las manos por debajo del jersey. Esa vez, le soltó el sujetador y ella se separó un instante para quitárselo con el jersey por encima de la cabeza. Se quedó medio desnuda delante de él.


—Eres preciosa…


Le tomó los pechos con las manos y le pasó los pulgares por los pezones. Contuvo la respiración. Él le besó el cuello y se lo lamió hasta que alcanzó la boca para darle otro de sus besos devastadores. Ella también introdujo las manos debajo de su jersey y le acarició los pequeños pezones oscuros.


Lentamente, sin dejar de besarse, fueron hacia la cama hasta que las rodillas chocaron con el borde y cayeron encima. Ella tuvo que contener otra risa. Ese dormitorio no se parecía nada al de París, con un cuarto de baño ridículamente lujoso, pero, si era justa, no había notado que él fuese condescendiente con la casa de su madre. Pedro se incorporó, se quitó la camisa y el jersey y los tiró al suelo despreocupadamente. Luego, se quitó los pantalones, los calzoncillos y los calcetines. Los zapatos ya se los había quitado con los pies.


Entonces, volvió a la cama y, muy lentamente, le bajó los pantalones negros y las bragas de encaje a la vez. Los tiró con una mano y le separó las piernas con la otra, aunque no habría hecho falta que lo hiciera. Su cuerpo sabía lo que tenía que hacer cuando se trataba de hacer el amor con él. 


Se tumbó con un brazo sobre los ojos y con una indolencia maravillosa. Sabía lo que él haría. Sabía cuánto le gustaba tenerlo entre las piernas, y, sin embargo, cuando notó la lengua, no pudo evitar que se le escapara un gemido. Se arqueó mientras le lamía la pequeña protuberancia palpitante. Estaba muy húmeda, muy excitada, muy preparada para que entrara, pero él siguió atormentándola, dedicando toda su atención a su esencia anhelante y a los delicados pliegues. Hasta que subió a los pechos dejándola al borde del clímax. Le tomó un pezón con la boca y jugó con el otro mientras ella intentaba por todos los medios no hacer ruido.


—Rodéame con las piernas —le ordenó él.


Sin embargo, tenía que conseguir un preservativo antes, algo muy complicado porque tenía que encontrar la cartera en la oscuridad, pero él nunca jamás corría ese riesgo. Eso indicaba muy claramente que no estaba dispuesto a que una mujer lo atara. Aun en el punto más álgido de la pasión, él prefería no hacer el amor a correr el riesgo de un embarazo no deseado. ¿Por qué? ¿Acaso no todo el mundo tenía, en mayor o menor medida, la necesidad de procrear y de continuar su estirpe? Nunca se lo había preguntado porque sabía que era un límite peligroso de traspasar. Sin embargo, él ya sabía todo lo que podía saberse de ella. Conocía su desdichada infancia y las consecuencias que había tenido en su madre y en ella. Conocía las circunstancias que habían llevado a su madre a refugiarse en su casa, a quedarse atrapada en sus miedos. Él podía entender cómo era por todo lo que había pasado. Sin embargo, todavía quedaban muchas incógnitas sobre él y ella sabía que ese era uno de los muchos motivos por los que resultaba peligroso acostarse con él. Lo sabía en lo más profundo de su ser, pero también sabía que prefería acabar maltrecha que acabar arrepentida por no haber aprovechado la ocasión. 


Con Pedro, la probabilidad del dolor siempre iba acompañada de la certeza del placer. Todo lo que pensaba la llevaba a algún sitio, pero no sabía a cuál porque sus caricias hacían que su cabeza se quedara en blanco
Obedeció, lo rodeó con las piernas y notó cómo entraba toda su poderosa extensión. Entonces, aceleró el ritmo y ella sofocó los gemidos contra su cuello. Estaba tan desbocada que tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y que alcanzaran juntos el orgasmo, pero lo consiguió.


Él se incorporó con los hombros rígidos y se dejó arrastrar por las oleadas de placer, el mismo placer que la elevaba a ella a otra dimensión. Sin embargo, las preguntas que habían ido disipándose volvieron a brotar de entre las sombras. ¿Solo podía tener relaciones sexuales? ¿No le interesaba tener una familia o algo más permanente en su vida? Además, si solo quería sexo, ¿por qué? Había visto muchas facetas aisladas de él, pero seguía sin saber cómo se había formado el conjunto y le encantaría descubrir más cosas. Era el inconveniente de estar enamorada, que se quería saber más de la persona amada. En el caso de Pedro, eso sería una misión suicida.


—Ha sido… maravilloso —murmuró él mientras salía y se tumbaba de lado para mirarla.






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