sábado, 13 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 17




Pero eso es imposible, Alteza!


Paula enarcó una ceja, sabiendo que su silencio sería como un trapo rojo para un toro. Le molestaba la actitud superior del embajador de Bengaria, pero era amigo de su tío y, sin duda, se le había contagiado la actitud petulante de Cyrill.


–Piense en la publicidad, en los cotilleos de la prensa. Tiene que ir a Bengaria para la coronación del rey.


–No recuerdo que eso esté en la Constitución –replicó Paula, que se había visto obligada a aprender de memoria el documento cuando era niña para recordar sus obligaciones.


Lánguidamente, cruzó una pierna sobre otra y el embajador miró sus brillantes sandalias, el pantalón de lino y el top de seda de colores que había comprado la semana anterior en un mercadillo intentando disimular una mueca de horror.


Pero estaba guapa, se recordó a sí misma. De hecho, estaba más guapa que nunca con ese nuevo bronceado. Y el embarazo le sentaba bien. No era así como vestía una princesa de Bengaria, pero no estaba en Bengaria y no tenía intención de volver.


–Alteza, permita que le recuerde que tiene una obligación no solo hacia su país sino hacia su tío, que ha sacrificado tanto por usted. Recuerde que él prácticamente la crio.


–Y soy la mujer que soy gracias a él –replicó Paula–. Nunca hemos tenido buena relación. No me echará de menos.


Sin duda Cyrill estaría rodeado de sicofantes, gente que había hecho su nido gracias a los cofres reales.


–Alteza, eso es muy… –el embajador no sabía qué decir– una actitud que no ayuda nada.


Si esperaba convencerla con eso, tenía mucho que aprender.


–No sabía que nadie esperase nada de mí. De hecho, creo recordar que hace meses se me recomendó salir de Bengaria lo antes y más discretamente posible.


El embajador tuvo el buen gusto de ruborizarse.


–Alteza…


–Gracias por su visita. Como siempre, es estupendo recibir noticias de Bengaria, pero me temo que tengo otras cosas que hacer.


–Pero no puede… –Paula lo vio tragar saliva, su nuez subiendo y bajando torpemente por el delgado cuello. Le daría pena si no supiera que era uno de los hombres de Cyrill, que habían hecho su vida y la de Stefano imposible–. Quiero decir… el bebé.


–¿El bebé? –Paula lanzó sobre él una mirada glacial.


–El rey Cyrill había esperado… quiero decir, ya está haciendo arreglos…


¿Para qué? ¿Para adoptar al niño? ¿Para obligarla a abortar discretamente? Paula sintió un escalofrío.


En el fondo de su corazón temía no tener lo que hacía falta para ser una buena madre, pero a pesar de sus dudas se enfrentaría con el rey de Bengaria y con todo el Parlamento antes de permitir que pusieran una mano sobre su hijo.


–Como siempre, los planes de mi tío son fascinantes. Cuénteme, por favor.


El embajador se aclaró la garganta antes de hablar:
–El rey ha decidido negociar un matrimonio que le dará legitimidad a su hijo y salvará su reputación. Ha hablado con el príncipe de…


Paula lo interrumpió con un gesto. Se le había revuelto el estómago al escuchar esas palabras.


–Con alguien que está dispuesto a olvidar que mi hijo es hijo de otro hombre –le espetó–. A cambio de un título o de dinero.


Cyrill debía estar desesperado y quería una noticia positiva para contrarrestar el enfado que su desastroso gobierno estaba provocando en la población. Y no había nada como una boda real para que la opinión pública se olvidase de los problemas.


Pero no iba a utilizar ni a su hijo ni a ella.


Haría lo que tuviese que hacer para que su hijo no fuese un peón en la corte. Crecería lejos del palacio y de las maquinaciones de Cyrill.


Su hijo tendría lo que ella no había tenido: cariño y un ambiente hogareño. Incluso había empezado a pensar que casarse con Pedro era la solución. No la amaba, pero no tenía la menor duda de que su hijo le importaba de verdad.
Paula respiró profundamente. Tenía miedo, pero estaba decidida a no mostrarlo.


–Dele las gracias a mi tío por su preocupación, pero dígale que tengo otros planes. Buenos días.


Sin volver a mirarlo, se levantó para salir de la habitación, las protestas del embajador un ruido de fondo al que no podía prestar atención. Si no llegaba pronto al baño…


–Señora, ¿se encuentra bien?


Era Ernesto, el guardaespaldas de Pedro, que la acompañaba cada vez que salía de la casa. Y, por primera vez, Paula se alegraba de verlo.


–Por favor, acompañe al embajador a la puerta –le dijo, llevándose una mano al estómago.


Ernesto vaciló durante un segundo, preocupado, pero luego se alejó para hacer lo que le había pedido.


–Y asegúrese de que no vuelva –dijo Paula.


–No volverá a verlo, señora.


Cuando salió del baño, Ernesto apareció con una bandeja.


–Gracias, pero no tengo apetito.


–Sé que no se encuentra bien, pero el té de menta le asentará el estómago. O eso dice Beatriz.


Genial, el ama de llaves y el guardaespaldas hablaban de su salud.


Sin embargo, saber eso la tranquilizaba un poco. Ernesto y Beatriz, como los empleados de Pedro en la isla, no eran como los criados que ella había conocido. De verdad apreciaban a Pedro y, por extensión, a ella.


Pedro… Paula estaba segura de que le importaba. 


Cuando volvía del trabajo no se apartaba de su lado y cada noche la envolvía más y más en su hechizo.


Le importaba de verdad, pero no sabía si era por ella o por el bebé.


Le había contado sus secretos, revelando detalles que nunca había compartido con nadie, y casi podría jurar que la entendía, que estaba de su lado.


Y sin embargo…


Paula se mordió los labios. Las dudas la perseguían desde aquella noche memorable cuando volvió a entregarse a él.


Se había abierto con Pedro como no lo había hecho con nadie. La catarsis de revivir el pasado y entregarse tan completamente la había dejado agotada y, sin embargo, más viva que en muchos años. Incluso la devastadora pérdida de su hermano le parecía más soportable.


A la mañana siguiente había despertado con los ojos enrojecidos, pero con una sensación de renovada esperanza. Hasta que descubrió que Pedro la había dejado dormir mientras él se iba a trabajar.


¿Qué había esperado? ¿Que se quedase a su lado, que lo dejase todo por ella, que compartiese sus secretos?


No era tan ingenua. Algunas barreras habían caído, pero era como si Pedro se hubiese apartado y no lo conocía mejor que un mes antes.


Era tierno en la cama, solícito cuando salían juntos. Paula hizo una mueca al recordar cómo la había tomado del brazo, reclamándola como suya en otra fiesta. Quería creer que sentía algo por ella, pero tal vez solo hacía lo que era necesario para conseguir lo que deseaba: a su hijo.


El problema era que quería confiar en él. No solo confiarle su cuerpo sino el futuro de su hijo. Incluso su corazón.


Paula se mordió los labios de nuevo, sorprendida.


¿Cómo podía pensar eso? Había querido a dos personas en su vida, su madre y su hermano, y sus muertes la habían destrozado. Amar era demasiado peligroso…


–¿Señora?


Ernesto le ofrecía una taza de porcelana y Paula la aceptó. 


Estaba demasiado nerviosa para probar los pasteles que Beatriz había preparado, pero le encantaba el té de menta brasileño.


–Saldré cuando haya tomado el té, Ernesto.


–¿En helicóptero o en coche?


Paula estuvo a punto de decir que solo quería dar un paseo, sin rumbo. Cualquier cosa para olvidar el dolor y el miedo que habían despertado las palabras del embajador. 


Cualquier cosa para olvidar el temor de estar cambiando una jaula de oro por otra.


Estaba a salvo de las maquinaciones de su tío, que no podía forzarla a un matrimonio concertado, pero aún no tenía un plan para el futuro de su hijo. Debía decidir dónde iba a vivir, no podía ir de un país a otro sin destino.


Paula pensó entonces en la isla de Pedro y, sin darse cuenta, esbozó una sonrisa al imaginar a un niño de pelo oscuro nadando en la playa…


–¿Dónde está Pedro?


Era curioso que sus pensamientos volviesen a él continuamente. Nunca había fingido estar interesado en ella más que como la mujer que esperaba un hijo suyo, pero esa última semana había sentido una conexión especial con él.


Aunque la dejaba sola durante todo el día.


Claro que eso era mejor que tenerlo a su lado continuamente, recordándole su petición de matrimonio.


–Está en la ciudad.


–¿En la oficina?


–No, señora.


Las respuestas de Ernesto no la ayudaban mucho. ¿Por qué estaba siendo tan evasivo?


–Me gustaría verlo.


–No sé si es buena idea.


–¿Por qué no?


¿Qué quería esconderle Pedro? Nunca le contaba nada de su vida.


Ernesto vaciló un momento.


–Está en una de las favelas.


–¿Favelas? –repitió Paula.


–Los barrios más pobres de Brasil, donde las casas no son… –el hombre se encogió de hombros–. En fin, son construcciones de barro con tejado de uralita, no son casas de verdad.


Eso era lo último que había esperado escuchar.


–¿Puedes llevarme allí?


–No creo que sea buena idea, señora.


–Pero yo sí.







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