sábado, 13 de junio de 2015
LA PRINCESA: CAPITULO 18
Paula esbozaba una sonrisa de simpatía mientras Ernesto, a regañadientes, conducía por una carretera de tierra. Iba a buscar a Pedro y averiguar qué hacía allí.
Había casas a cada lado de la carretera; algunas eran edificios sólidos pintados de colores, otras simples barracas que parecían hechas con cualquier tipo de material. Olía a hogueras, a comida picante y a algo muy desagradable. No era la primera vez que visitaba un barrio pobre, pero allí había miles de casas… o lo que pasaba por casas.
Llegaron a un edificio pintado de color azafrán y los guardaespaldas que Ernesto había llevado se abrieron en abanico. El hombre le hizo un gesto para que lo acompañase, aunque no parecía tenerlas todas consigo.
Paula vio a Pedro enseguida. Estaba sentado frente a una mesa de metal con un grupo de hombres, concentrado en la conversación mientras tomaba café. Incluso en vaqueros y camiseta llamaba la atención entre los demás.
Tras ellos había una cancha de baloncesto en la que jugaban un montón de adolescentes flacos, animándose unos a otros.
De una puerta a la izquierda llegaba ruido de cacerolas y un delicioso aroma a comida brasileña. Y frente a ella, en una pared deslucida, había una colección de fotos.
Pedro estaba ocupado y no con una mujer como había temido.
¿Por qué había sentido la imperiosa necesidad de verlo?
Podía lidiar con las maquinaciones de su tío sin necesidad de pedirle ayuda. Lo había hecho durante toda su vida.
Paula se acercó a las fotos y, de repente, su pulso se aceleró. Una de ellas era el retrato de un adolescente flaco de expresión recelosa y ojos demasiado viejos en un rostro tan joven, pero su postura era altiva, como si estuviera retando al mundo entero. En otra, una anciana de rostro arrugado miraba a una joven pareja bailando en un suelo de cemento…
–¿Qué haces aquí, Paula?
–Admirando las fotos –respondió ella, sin volverse–. Algunas son preciosas.
–No deberías haber venido. Ernesto no debería haberte traído aquí.
–No culpes a Ernesto –Paula se volvió por fin para enfrentarse con su oscura mirada, preguntándose qué habría interrumpido. La tensión de Pedro era palpable–. Él no quería traerme, pero su obligación es mantenerme a salvo no tenerme prisionera.
Había aceptado alojarse en su casa, pero con la condición de que no hubiese imposiciones y restringir sus movimientos sería una imposición.
–¿Este sitio te parece seguro? –le preguntó él, haciendo un esfuerzo para mantener la calma.
–He venido con guardaespaldas, de modo que no hay ningún peligro.
Aunque no le habían pasado desapercibidas las miradas de la gente o cómo algunos se escondían entre las sombras al ver el coche.
–Pero sí hay peligro.
–Sentía curiosidad.
–Y ahora que lo has visto, puedes marcharte.
–¿Qué es este sitio?
Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón.
–Un sitio donde se reúne la gente, una especie de centro cultural por así decir.
–Siento haber interrumpido la reunión –se disculpó Marisa, señalando al grupo de hombres.
–Ya hemos terminado –Pedro la tomó del brazo–. Es hora de irnos.
–¿Qué intentas esconder?
Él echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiese abofeteado.
De modo que no estaba equivocada, escondía algo.
Instintivamente, Paula apretó su mano.
–Ya que estoy aquí, podrías enseñarme este sitio. Debe ser importante para ti.
¿Pero qué haría un empresario como él en una zona tan pobre de la ciudad?
Pedro exhaló un suspiro.
–No vas a irte hasta que lo haga, ¿verdad?
–No.
–Muy bien.
Pedro pretendía que la visita durase unos minutos, pero el inevitable interés que despertaba en Paula los retrasó. La gente salía de las casas para ver a la guapa rubia que Pedro Alfonso había llevado allí.
A medida que crecía el numero de gente, la tensión aumentaba. No estaba en peligro yendo con él y, sin embargo, no podía estar cómodo con Paula en aquel sitio.
Pero ella no parecía asustada o molesta; al contrario, se mostraba interesada por todo. No se apartaba de nadie y los saludaba en su rústico portugués, que Pedro encontraba enternecedor y sexy.
La gente se sentía atraída por su energía y entusiasmo, por cómo estrechaba sus manos y compartía la bromas, por su interés en todo, especialmente en los niños. Un grupo de chicas estaba ensayando un baile y cuando una de ellas tropezó al intentar hacer una voltereta Paula se quitó los zapatos y le enseñó a sujetar su cuerpo en vertical.
Pedro tuvo que disimular una sonrisa al ver las caras de sorpresa. Los niños la miraban con una mezcla de admiración e incredulidad que lo hacía sentir orgulloso… y enfadado al mismo tiempo.
–Esto está riquísimo –Paula sonrió a la mujer que servía la comida en una gran mesa comunitaria, metiendo la cuchara en el cuenco que habían puesto frente a ella–. ¿Cómo se llama?
–Feijoada, un estofado de carne, arroz y judías negras.
Incluso en aquel momento, con un presupuesto que le permitía vivir de champán y langosta, la feijoada seguía siendo el plato favorito de Pedro. Claro que cuando lo comía de niño había poca carne y mucho arroz.
–¿Crees que Beatriz lo haría para nosotros?
–Sí, claro.
Beatriz también había crecido en un barrio como aquel.
Pedro la observaba charlar amablemente con todo el mundo, mostrando interés por lo que decían, encantadora con todos. Siendo una princesa, sin duda estaría acostumbrada a sonreír para enamorar a las multitudes.
Pero aquello era otra cosa. No estaba ensayado. Pedro sentía la calidez de su personalidad y, sin embargo, algo se rebelaba contra su presencia allí, algo que lo hacía desear llevársela a su mundo, un mundo de lujo y facilidades donde podía cuidar de ella mientras Paula cuidaba del hijo que habían creado entre los dos.
Era eso, el niño.
Paula tenía que pensar en el bienestar del niño, no en salvar su conciencia visitando a los pobres.
–Es hora de irnos.
Incluso a sus propios oídos sonaba como una abrupta orden y vio que todos lo miraban, sorprendidos. Pero no podía controlar el deseo de llevársela de allí inmediatamente.
Paula se levantó del banco de madera con la elegancia de una emperatriz y tardó una eternidad en despedirse de todos. Y, mientras les daba las gracias por su hospitalidad, Pedro sintió que lo dejaban fuera, como si estuviera solo en la oscuridad, apartado de una felicidad a la que no sabía se hubiera acostumbrado.
¡Absurdo!
El era un hombre de éxito. Lo tenía todo. Todo lo que había soñado siempre y más.
Sin embargo, cuando Paula por fin se volvió… hacia Ernesto, no hacia él, algo se rompió en su interior.
En dos zancadas estaba a su lado, tomándola del brazo.
Por fin había perdido la paciencia.
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