–Un momento…, ¿muerta? –el SEAL, Pedro Alfonso, se tapó la oreja izquierda. Estaba en la base de Virginia, Fort Story, en unos entrenamientos de combate. Si su comandante lo pillaba con el móvil, sería el infierno. Por si acaso, se encerró en el baño–. No he entendido bien.
–Pedro. Lo siento, pero me has entendido perfectamente. Melissa y Alex han muerto. Su avión se estrelló y… –Paula se interrumpió.
Tenía que ser un error. Porque, aunque su exmujer lo hubiera traicionado de las peores maneras posibles, no se imaginaba la vida sin ella en el planeta.
–Siento comunicártelo por teléfono, pero estabas muy lejos.
–Lo entiendo –lo que no entendía era su propia reacción.
Melisa lo había engañado con su viejo amigo, Alex, hacía seis años. ¿Por qué sentía las piernas entumecidas? ¿Por qué se sentía vulnerable, expuesto, incluso algo atemorizado?
–Pedro, sé que seguramente será lo último que quieras oír en un momento como este, pero el abogado de Melisa y Alex necesita verte. Dice que estás en el testamento y…
–¿Y por qué iba a estar yo en el testamento? –la interrumpió él.
–No tengo ni idea. Quería llamarte él, pero le pedí que me dejara hacerlo a mí. No quería que recibieras esta noticia de un extraño.
«¿Y no es eso lo que somos tú y yo?». Aunque Paula y él habían estado muy unidos, tras la ruptura con Melisa, esta última se había llevado consigo al resto de la familia.
–¿Pedro? ¿Vas a venir?
Él soltó un gruñido.
Desde el exterior llegaban los sonidos de las armas de fuego. Aquel era su mundo. Se sentía cómodo en Virginia.
En su pueblo natal de Conifer, Alaska, era un paria, algo que resultaba irritante, considerando que había sido él la víctima.
–¿Pedro? El abogado de Melisa insiste en que estés presente para la lectura del testamento.
–De acuerdo –murmuró al fin–. Allí estaré.
*****
El jueves por la tarde, Paula Chaves se ofreció a ir al aeropuerto. Su madre seguía postrada en la cama, y su padre no estaba mucho mejor. Acomodó a las gemelas de su hermana, de cinco meses, en una fila de asientos vacíos en el aeropuerto de Conifer, recién construido tras el hundimiento del anterior por culpa de una tormenta de nieve.
El modesto edificio alojaba tres aerolíneas regionales, dos compañías chárter, una agencia de alquiler de coches, una cafetería, una tienda y un restaurante.
A las nueve de la noche todo estaba cerrado y allí solo había tres grupos más esperando la llegada del último vuelo de la noche, procedente de Anchorage.
Las pequeñas, que al fin se habían dormido en sus cucos, pesaban mucho, pero nada que ver con el peso del dolor que le agarrotaba el corazón.
La avioneta bimotor del marido de su hermana se había estrellado por culpa del mal tiempo el martes anterior. Alex había muerto en el acto, pero Melisa había sido rescatada e ingresada viva en el hospital de Anchorage, donde había fallecido el miércoles por la mañana.
Todavía no se había hecho a la idea de que su hermana había desaparecido para siempre. Era lo más parecido a una pesadilla de la cual uno no lograba despertar.
Como era de esperar, los padres de Alex, Taylor y Cindy, no se habían tomado bien la noticia. Vivían en Miami y era a quienes estaba esperando Paula. Tenían idea de quedarse hasta los funerales del sábado. Después, no se sabía qué iban a hacer. ¿Compartirían las dos parejas de abuelos la custodia de las gemelas?
Cubriéndose el rostro con las manos, Paula reprimió una nueva oleada de las náuseas que la invadían desde el accidente de su hermana.
Y además estaba Pedro.
Tiempo atrás había pensado mucho en él. Y no dejaba de ser otro dolor añadido al que ya sentía.
Estaba resignada a verlo en el funeral del sábado, y durante la lectura del testamento el domingo. Por suerte, hasta entonces no tendría que encontrarse con él.
¿Cómo debía comportarse una con un tipo del que había estado secretamente enamorada? Un tipo que no solo se había marchado, también se había casado con, y divorciado de, su hermana.
Paula intentó jugar con el móvil, pero, tras perder una docena de partidas, desistió.
Por fin el rugido del motor de un avión le indicó que el tormento estaba a punto de concluir. Aunque dudaba mucho poder conciliar el sueño al regresar a su casa, si lo lograba, el aislamiento que le proporcionaría de la realidad sería más que bienvenido.
Dado que las gemelas seguían dormidas, Paula se apartó de ellas los treinta metros que la separaban de la puerta de llegadas.
–¿Paula?
Sobresaltada, miró a su izquierda y se encontró con Javier Alfonso, el padre de Pedro.
–¡Chica! Hace siglos que no te veía, aunque tengo entendido que ves a Fernanda a menudo.
–Es verdad, nunca me harto de sus galletas –Fer era la anciana vecina de Javier.
Pero para ir a verla tenía que pasar delante de la casa de Pedro. Su mera visión le recordaba tiempos más felices, y por eso solía pasar muy deprisa para evitar un encuentro casual con Javier. Lo último que quería era tener noticias de su hijo. Saber de Pedro le recordaría lo mucho que lo echaba de menos.
–Pues ya somos dos –el hombre rio, pero su sonrisa rápidamente se borró–. ¿Qué tal lo lleváis en casa? Tu hermana y Alex, ambos muertos –sacudió la cabeza–. Un golpe tremendo.
–Sí –Paula contuvo las lágrimas–. He venido a recoger a los padres de Alex.
–Y yo a Pedro. Tengo muchas ganas de verlo, aunque ojalá fuera en mejores circunstancias.
«¿Pedro estaba a punto de llegar? ¿Allí?».
Considerando que su hermana acababa de fallecer, no se había molestado en arreglarse mucho. Paula iba vestida con vaqueros y una sudadera verde descolorida. Los cabellos estaban recogidos en un desordenado moño y en cuanto al maquillaje, ni había pensado en ello.
«¿Pero qué te pasa? ¿Por qué te preocupa tanto tu aspecto?».
Era evidente que Pedro estaría para el funeral, pero había supuesto que no se verían hasta el mismo sábado.
Era demasiado pronto. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué iba a hacer?
El dolor y la pena que había dictado los latidos del corazón hasta ese momento se vieron sustituidos por el pánico. No podía verlo. Todavía no.
Pero un empleado del aeropuerto le arrebató todas sus opciones al abrir la puerta de llegadas.
Paula reculó varios pasos. Con suerte, no la vería.
El plan parecía sencillo, y eficaz, ya que Pedro y su padre se centraron el uno en el otro.
Dos extraños más entraron en la terminal, seguidos de los padres de Alex. ¿Cómo se habían sentido al compartir vuelo con Pedro?
–¿Cindy? ¿Taylor? –Paula agitó una mano en el aire–. Hola. ¿Qué tal el vuelo?
Los ojos de Cindy estaban rojos e hinchados, y Taylor no tenía mucho mejor aspecto.
–Estuvo bien –contestó Taylor–, pero ya tenemos ganas de retirarnos a descansar.
–Lo entiendo. ¿Traigo un carrito para el equipaje?
–No llevamos gran cosa –el hombre sacudió la cabeza.
–De acuerdo, entonces. Recojo a las gemelas y nos vamos.
Incomodidad ni siquiera se acercaba a describir el momento, sobre todo cuando miró en dirección a Pedro y lo vio apartar la mirada. ¿A propósito? Esperaba que no.
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