sábado, 12 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 22




–Qué pena –murmuró Pedro–. Tengo que parar o nunca conseguiremos abrir los regalos.


Paula se vistió y maquilló, sintiéndose capaz de resistir los avances más ardientes de Pedro.


Su vulnerabilidad hacia él era mayor cuando estaba relajada. 


Cuando no pensaba racional sino emocionalmente. Cuando dejaba de centrarse en lo mejor para ella y las niñas.


Bajó las escaleras y se detuvo un instante para grabar en su mente la idílica imagen desplegada ante ella. Sonaban villancicos y Pedro estaba arrodillado frente a las gemelas.


–¡Cucú tás! –jugaba él, arrancándoles grandes risotadas a las pequeñas.


En un mundo perfecto, Paula daría cualquier cosa por que se quedara con ellas, pero la perfección no existía. Algo, ya fuera demasiada sal en el pastel de calabaza o su padre golpeando a Pedro, siempre iría mal.


El escalón inferior crujió alertando a Pedro de su presencia.


–¡Vaya! –silbó él–. ¿Debería cambiarme yo también? –todavía llevaba puesto el pantalón del pijama y no llevaba camiseta.


–Estarás bien así hasta que vengan los invitados –«bien», ni se acercaba a describirlo.


–Estupendo. ¿Podemos abrir ya nuestros regalos?


–Claro –Paula rio–. Pero eres tú el que harás de Papá Noel



****

Horas más tarde, el comedor estaba repleto de rostros sonrientes. Pedro contemplaba un mar de papel de regalo y se fijó en Paula, que acunaba a Viviana. Le hacía cosquillas en la barriguita y el bebé respondía con risitas. Y en ese instante, algo cambió dentro de él. Desde que Melisa lo hubiera abandonado, había perdido la fe en su capacidad para el compromiso, pero de repente no concebía la vida sin Paula y las gemelas a las que había llegado a amar como si fueran suyas. Ya no importaba que fueran el resultado de la unión entre Melisa y Alex. En todo caso, las amaba más aún porque, si Melisa no lo hubiera abandonado, jamás habría comprendido la verdad. Paula era la mujer para él.


Como si estuvieran conectados por un hilo invisible, ella levantó la vista. El dulce beso que le sopló le hizo entender al fin el significado del consejo que le había dado su amigo Calder.


«Lo sabrás cuando lo sepas».


*****


–¡Mamá! ¡Dougie ha hecho trampas! –el grito del hijo mayor de Clementina hizo saltar a Paula.


–No es verdad –protestó el pequeño de tres años que jugaba con su hermano.


–Siento que estén tan nerviosos –se disculpó Clementina–. Te advertí que, si buscabas unas fiestas tranquilas y hogareñas, te habías equivocado con la lista de invitados.


–Son adorables –le aseguró Paula–. Además, lo último que quiero es tranquilidad. Me recuerda demasiado que mis padres deben estar ahora cenando comida preparada.


–Creía que habías decidido no preocuparte por ellos –observó Fer.


–Eso es fácil decirlo. Me siento frustrada, pero también preocupada por ellos. ¿Qué necesitan para regresar al mundo real?


–Tiempo –Fer rodeó los hombros de Paula–. Dentro de uno o dos años habrán vuelto a ser ellos mismos, mimando a las gemelas e inmiscuyéndose en tus asuntos.


–Eso último ya lo hacen –intervino Clementina–. Paula, ¿le has contado a Fer que tu padre golpeó a Pedro cuando lo vio besarte?


–Creía que no íbamos a volver a hablar de ello –Paula fulminó a su amiga con la mirada.


–Me enteré al poco de que sucediera –Fer le quitó importancia–. Desde que ha vuelto, Pedro y su padre se han unido mucho.


Paula cerró los ojos y pronunció una silenciosa plegaria en la que no cabían todos sus anhelos. De no estar sus padres al borde de la locura, mejor aún, de no haber muerto Melisa, ¿cómo serían las cosas en ese momento? ¿Cómo sería si Pedro y ella se hubieran encontrado por casualidad y el amor hubiera florecido? ¿Habrían aceptado sus padres la relación? ¿Podría estar segura de que Pedro la quería a ella y no al fantasma de su hermana?



****


–¡Uff! –suspiró Pedro al cerrar la puerta–. Empezaba a pensar que no se marcharían nunca.


–Yo también.


A las diez de la noche, las gemelas llevaban tiempo bañadas y acostadas por Fer y Javier, que parecían disfrutar con su nuevo papel de abuelos adoptivos.


En la cocina, Pedro y ella vaciaron el lavavajillas.


–¿Soy una mala persona por no haber llevado a Viva y a Vane a que vieran a sus abuelos?


–¿Me lo preguntas a mí? –bufó Pedro–. En mi opinión, tus padres y los de Alex tienen mucho tiempo que recuperar con sus nietas, y solo ellos son los culpables.


–En caso de que no te lo haya dicho últimamente, gracias –Paula lo abrazó–, por quedarte cuando me rompí el brazo, por no devolver el puñetazo de mi padre. Gracias por todo. Me entristece que vayas a marcharte.


–En cuanto a eso… –Pedro se puso visiblemente tenso–. ¿Qué dirías si no me voy?


–¿Vas a pedir otro permiso? –ella no se atrevía a soñar con el significado de esas palabras.


–No exactamente –Pedro se dejó caer sobre una rodilla y le tomó la mano izquierda. Con la mano que tenía libre, sacó un sencillo, aunque precioso, anillo de diamantes–. Cásate conmigo, Pau. Estoy harto de jugar a las casitas. Vamos a hacerlo de verdad.


Pedro… –¿acaso se trataba de un sueño?–. No sé qué decir.


–Pues yo diría que es bastante obvio.


–Sí, pero…


–¿Lo harás? ¿Te casarás conmigo?


«¡Sí!», gritó su corazón.


–Lo siento, pero no –le obligó a decir su cabeza.


¿Cuántas veces había soñado con ese momento? Pero sin la carga añadida.


–¿El qué sientes? –Pedro frunció el ceño–. ¿Acabas de rechazarme?


–¿Y qué esperabas? Con todo este lío con mis padres y el hecho de que vives a millones de kilómetros de aquí, por no mencionar que quizás la gente de esta ciudad esté en lo cierto y yo esté viviendo la vida de mi hermana, todo resulta demasiado conveniente, ¿no crees?


–¿Me estás diciendo que me rechazas porque te has distanciado de tus padres y porque tienes miedo de lo que opine esta ciudad?


–¿Acaso puedes culparme por tener dudas? –ella sostuvo la mirada la de Pedro–. Todo ha sucedido tan rápido…


–Paula, si te he pedido que te cases conmigo, no es porque me sienta obligado a ello –Pedro agitó los brazos en alto–, es porque creía amarte. Esperaba que me dieras tu opinión, no la de tu madre o tu padre, ni la de Sofia, o la de ese viejo cascarrabias que siempre está en tu bar.


–¿Tú… me amas? –preguntó ella con un nudo en la garganta.


–Hace unos minutos te habría contestado afirmativamente –él sacudió la cabeza–. Pero ¿ahora? Que me aspen si lo sé.







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