jueves, 12 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 13



Los tacones de Paula colgaban de su mano mientras cruzaba el suelo de mármol en dirección a los ascensores que conducían a las habitaciones del Gatehouse.


Le pitaban los oídos después de horas sometidos a una atronadora música y el resto de su cuerpo parecía zumbar por una mezcla de cócteles, cansancio y el triunfo del dueto con Pedro sobre el escenario.


Se giró para sonreír a su compañero y decirle:
–De todos los momentos más locos de esta noche tan extraña, ¡lo más impresionante ha sido descubrir que sabes cantar!


–Ya lo has dicho una o dos veces –le respondió él mirándola mientras ella se contoneaba.


–Yo soy pésima. Pésima de verdad, pero tenías razón… no importa. Me he sentido como una estrella del rock y sé que tú sabrías que me sentiría así.


–Ha sido cuestión de suerte –dijo él acercándose más.


Ella se estremeció mientras en su interior la indecisión batallaba contra la atracción sexual más intensa que había sentido nunca. Y, a juzgar por las sensaciones que estaban bombardeándola mientras sus ojos se encontraban, quedaba claro quién estaba ganando.


Necesitando alejarse de ese masculino calor, fue hacia el ascensor y pulsó el botón que, en mitad del tranquilo y desierto vestíbulo, provocó un ruido tan fuerte que ella se rio.


–Shhh.


–Shhh, tú.


–No. Esta noche nada me hará callar. He cantado delante de extraños y amigos, he cantado mal y he sobrevivido. Y eso pide nada de callar y mucho bailar.


Y por eso bailó. Con los pies descalzos pegados al suelo, comenzó a sacudir la cadera y a menear los brazos antes de empezar a dar vueltas, vueltas y más vueltas. Le había dado tanto miedo que la juzgaran que hasta el momento solo había hecho cosas que sabía qué hacía bien, pero ahora después de haber hecho algo que había querido hacer desde siempre, se dio cuenta de que ya no le daba tanto miedo. Se sentía como si pudiera hacerlo todo. Volar. Tocar el ukelele. Pedro


Cuando su fuerte brazo la rodeó por la cintura… cuando la acercó a sí y comenzó a bailar con ella, Paula se preguntó si su deseo había sido tan inmenso que lo había arrastrado también a él en contra de su propia voluntad.


Pero no había nada forzado en el modo en que se acercaba a ella, en el modo en que su barbilla descansaba sobre su cabeza, en el modo en que su mano cubría su cintura. Nada inconfundible en lo respectivo a esa presión que sentía contra su vientre.


Él le dio una vuelta y volvió a llevarla hacia sí mientras ella se reía e intentaba mantener el equilibrio. Cuando la rodeó con sus brazos, estaba tarareando una canción. Algo suave y dulce, melódico e irreconocible. Y tranquilizador.


Ella apoyó su cabeza sobre su hombro… o al menos todo lo cerca que pudo del hombro ya que estaba muy lejos del suelo y ella estaba descalza y de puntillas. En realidad, estaba más cerca de su corazón. Podía sentir su constante latido contra su mejilla marcando el mismo ritmo que el suyo.


Pedro la alzó hasta que sus pies quedaron posados sobre los suyos. ¿Y qué pudo hacer ella más que soltar los zapatos y rodearlo por el cuello? ¿Cuánto tiempo llevaba deseando hacer exactamente eso?


Y ahora estaba bailando lentamente.


Con Pedro. Con su jefe.


En algún lugar de su interior una pequeña voz intentaba recordarle por qué era una mala idea, pero ella sacudió la cabeza para deshacerse de ella. ¿Es que no entendía que era la primera vez en su vida que se sentía así? Como si estuviera hecha de malvaviscos derretidos, suaves, dulces, deliciosos y calientes.


Tomó aire e inmediatamente captó su limpio aroma masculino. Ningún hombre del mundo había olido así nunca. 


Tan sexy.


Las puertas se abrieron, pero ninguno de los dos les prestó atención.


Paula lo miró a esos maravillosos ojos color mercurio, los más bellos del planeta.


Enredó los dedos en el cabello de Pedro y con el pulgar acarició su piel de debajo de la oreja haciendo que sus ojos oscurecieran, como el cielo justo antes de una invernal tormenta.


El contoneo se detuvo y Pedro la acercó más a sí; la luz de la luna caía sobre su anguloso rostro como si ella también quisiera acariciarlo.


Tan alto, tan reservado, tan excepcional, tan, tan, guapo.


Cuando Pedro la dejó en el suelo, el mármol bajo sus pies estaba frío como el hielo, pero el resto de ella estaba tan caliente que apenas se percató del frío.


Como tampoco se percató de que las puertas del ascensor estaban cerrándose lentamente.


Y entonces, como si fuera lo más natural del mundo, Pedro agachó la cabeza y la besó.


Paula cerró los ojos al sentir fuegos artificiales estallando tras ellos y bajando hacia el resto de su cuerpo hasta que a ella le pareció que la sangre le estaba hirviendo.


Él se retiró unos milímetros dándole la oportunidad de frenar las cosas antes de que fueran demasiado lejos, pero ya era demasiado tarde. El beso estaba ahí, para la eternidad. No había vuelta atrás. Y así, hundió la mano en su pelo y volvió a besarla hasta que ella apenas podía respirar debido a la intensidad de sensaciones que la recorrían. Y cuando él deslizó la lengua sobre la suya,Paula se perdió en un torbellino de calor y deseo. Se puso de puntillas y lo rodeó por el cuello, acercándose a su cuerpo tanto como pudo, necesitando su calidez, su piel, su realidad, encendida con el imposible deseo de adentrarse en él.


Pero estando descalza, él resultaba demasiado alto, demasiado grande, demasiado alejado y Paula quería estar más cerca. Quería ser parte de él. Y así, motivada por la frustración y el deseo de una liberadora sensación, se lanzó a sus brazos y lo rodeó por la cintura con las piernas.


Él la sujetaba como si no pasara nada, pero su beso se intensificó, se acaloró, como si para él ella significara mucho, como si él también llevara mucho tiempo frustrado y la presa que contenía esas emociones se hubiera roto y ahora nada pudiera detenerlas.


La besó en los labios, en el cuello, en la clavícula, en su hombro desnudo. Hundió los dientes suavemente en el tendón bajo su cuello y ella gritó de placer mientras lo agarraba de la cabeza. El calor más delicioso que había conocido nunca se acumuló en su interior.


Suspiró y murmuró.


–Si hubiera sabido que esto sería así, no habría podido contenerme todos estos meses.


El sonido del ascensor abriéndose se adentró en el cerebro de Paula al mismo tiempo que sentía los brazos de Pedro soltándola.


Lo miró a los ojos confundida, pero no tuvo tiempo de descifrar su expresión ya que un grupo de amigos de Elisa salió del ascensor riéndose, gritando y achispados.


Rápidamente, ella se atusó el pelo, se retocó el pintalabios y se estiró la ropa. ¡Y entonces vio sus zapatos tirados por el suelo! Se apartó de Pedro y fue a recogerlos antes de que sus tacones de aguja atravesaran a alguien.


– ¡Paula Banana! –gritó uno de los amigos de Elisa agarrándola con la intención de llevársela con ellos, pero ella logró soltarse y les deseó que se divirtieran. Y entonces, con la misma rapidez con que habían aparecido, desaparecieron y sus carcajadas resonaron por el pasillo.


El tranquilo vestíbulo ahora solo estaba ocupado por el sonido de su respiración entrecortada. La adrenalina la recorría como si fuera una inundación hasta hacer que su cuerpo se estremeciera. Su cuerpo… que seguía temblando de pies a cabeza por la intensidad del beso de Pedro.


Con los zapatos fuertemente agarrados, lo miró. Parecía una enorme sombra bajo la luz de la luna, con las manos en los bolsillos y quieto y sereno como una montaña.


El ascensor volvió a sonar y, en esa ocasión, su instinto la hizo entrar. Sujetó las puertas cuando comenzaron a cerrarse.


– ¿Subes? –le preguntó a Pedro.


Él dio un paso atrás.


–Mejor ve tú. Yo me voy a tomar una copa antes de dormir.


Pareció haber ignorado que tenían un bien abastecido bar en su impresionante suite… o tal vez no. Deseaba que los amigos de Elisa volvieran por allí para poder estrangularlos uno a uno.


–De acuerdo –dijo canturreando como si no se diera cuenta de que la habían rechazado rotundamente y después, añadió–: Seguro que el bar del vestíbulo está abierto toda la noche.


Él asintió, pero no se movió y ella sintió algo de esperanza. 


Tal vez estaba siendo un caballero esperando una señal por su parte, aunque Paula dudaba que hubiera mayor señal que lanzarse a los brazos de un hombre y rodearlo con sus muslos.


El ascensor sonó varias veces, preparado para ponerse en marcha. Ella apretó los dientes. Tal vez el problema era que con las montañas las sutilezas no funcionaban. Tal vez en lugar de una señal lo que ese hombre necesitaba era una maza.


Pedro, ¿te gustaría…?


–Me gustaría dormir un poco –la interrumpió–. Ha sido un día largo.


A ella se le cayó el alma a los pies y se sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago. Intentó desesperadamente sacar de su interior un atisbo de sofisticación que la ayudara a disimular, pero al final terminó prácticamente balbuceando.


–Sí, claro, dormir. Una idea genial. Es justo lo que necesito.


Estaba claro que para él lo que había sucedido no era más que un beso; tal vez era algo que le sucedía a diario con la diferencia de que en esa ocasión le había tocado a ella. Tal vez ella había ido demasiado deprisa y él se había arrepentido. Tal vez. Pero, claro, había sido él el que había dado el primer paso.


Mientras la cabeza le daba vueltas, lo único que Paula sabía era que debería seguir su consejo y salir de allí antes de decir o cometer alguna estupidez.


Apartó la mirada para presionar rápidamente el número de su planta.


–Buenas noches, Pedro.


Él asintió.


–Nos vemos por la mañana.


Lentamente, las puertas se cerraron y cuando su propio reflejo la miró y el ascensor comenzó a ascender, ella podía seguir viendo la cara de Pedro. Oscura. Tormentosa. Estoica.


Por alguna razón, las fuerzas que se habían unido para crear ese momento habían desaparecido como una bocanada de humo. Ojalá supiera por qué…





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