jueves, 12 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 12





Pedro miró el reloj y vio que Paula llevaba fuera cerca de una hora. Era lo máximo que había decidido darle porque se apostaba el pelo de la cabeza a que no estaba haciendo ninguna labor de dama de honor. Al cabo de cinco minutos de frustrante búsqueda, la encontró. Estaba apoyada contra una pared en una tranquila sala de cóctel en el otro extremo de la barra. Sentada entre Roberto y su madre.


Incluso a media luz pudo ver que no estaba pasándolo muy bien. Tenía las dos manos rodeando un alto vaso de agua con hielo y algo debió de alertarla de su presencia porque mientras se acercaba a ella, se giró inmediatamente y lo miró. Y al instante pasó de estar abrumada a estar encantada. Se le iluminó la cara como si el sol hubiera salido dentro de ella. Y fue… agradable.


–Hola –dijo suspirando y él asintió.


Virginia y Roberto se giraron sorprendidos. Le dio un beso en la mejilla a Virginia y una palmadita en el hombro al pobre Roberto.


–Llevo un rato buscándote.


–Llevo aquí un rato –le respondió mirándolo como si estuviera suplicándole ayuda.


Y entonces Pedro se sintió culpable porque por un momento había olvidado la verdadera razón por la que estaba allí: proteger a Paula, estar a su lado. Lo había prometido, pero no lo había cumplido. ¡Menudo caballero estaba hecho!


–La hemos monopolizado –dijo Virginia guiñándole un ojo con coquetería por encima de su copa de champán… Una copa que, claramente, no era la primera de la noche.


Con los dientes apretados, Paula dijo:
–Virginia ha estado hablándole a Roberto de mi falta de dotes para participar en todos los concursos para jóvenes talentos de Tasmania en los que ella participaba y ganaba de niña.


–¿Ah, sí? –preguntó Pedro mirando a Virginia con el ceño fruncido, aunque la mujer ni se inmutó.


Al parecer, iba a hacer más falta que solamente su presencia para ayudar a Paula. Ahora lo único que se le ocurría que ella podía hacer era lo mismo que había hecho él para liberarse de la decepción que le había causado su madre: demostrarse a sí misma, demostrarle a él y a todo el mundo que no importaba.


–Por cierto, ¿se te ha olvidado que nos toca ahora?


–¿Que nos toca…?


–El karaoke.


–Pero creía que no sabías cantar –dijo Roberto.


–Y no sé –respondió Paula con la mano en el corazón y los ojos saliéndosele de las órbitas.


–No está de broma. De verdad que no sabe –apuntó
Virginia.


Pedro ya había visto suficiente, de modo que la agarró de la mano y la apartó de allí abriéndose paso entre la multitud mientras Paula lo seguía en silencio y era consciente de lo agradable que era sentir sus manos unidas.


–¿Ya has terminado con tus labores de dama de honor?


–Sí, y gracias. ¿Adónde me llevas?


–He dicho que íbamos a cantar y ahora tenemos que cantar.


De pronto él sintió un fuerte tirón en el brazo y, cuando se giró, la vio allí, quieta, como si estuviera clavada al suelo.


–Si no lo hacemos se van a pensar que era una excusa para librarte de ellos.


–¿Y no lo era?


–Solo si quieres que lo piensen.


Ella se mordisqueó el labio inferior mientras él la miraba… Imaginando. Planeando.


–¡Pero es que no sé cantar!


–¿Y ellos sí? Venga, elige una canción, alguna que te sepas de memoria.


–Oh, madre mía, esto está pasando de verdad, ¿no? Umm… Cuando sueño que estoy haciendo un casting para un programa de televisión siempre canto algo de Grease.


Él no pudo evitar una sonrisa al oírla hablar de unos sueños tan inocentes.


–No te sabes ninguna de Grease, ¿verdad? ¡Pues no pienso subir ahí yo sola!


–Estás a salvo. Cuando era pequeño estaba enamorado de Olivia Newton-John.


El rostro de Paula se relajó de inmediato mientras lo miraba asombrada y él aprovechó ese momento de distracción para llevarla hasta el escenario.


–¡Me encanta! –dijo Paula sonriendo de oreja a oreja–. Cantabas sus canciones con el cepillo de tu madre como micrófono, ¿a que sí? Puedes decírmelo, te prometo que no se lo diré a nadie. Bueno, a lo mejor a Sonia, claro… pero ya sabes lo discreta que es.


Sacudió la cabeza emocionada y su oscura melena se onduló sobre sus hombros y dejó ver la suave curva de su cuello de piel dorada que pedía a gritos que unos dientes se hundieran en ella.


Él se quedó mirando ese punto de su cuerpo y se imaginó hundiendo su boca en él; era mejor que pensar en que iba a subirse a un escenario a cantar delante de una multitud de extraños.


La acercó más a sí y, embriagado por su aroma, le susurró al oído:
–Lo que la dama quiera, la dama tendrá. Así que, que sea Grease.


–Entonces, ¿de verdad vamos a hacer esto?


–Una canción. Demuéstrales que aunque no tengas dotes para los concursos de talentos, sí que tienes valor y arrojo de sobra.


–¿Crees que tengo valor?


La miró y ella se derritió con el calor de sus ojos.


–De sobra.


Paula lo miró; sus largas y oscuras pestañas acariciaban su mejilla mientras él las imaginaba acariciándolo a él.


–Vamos a hacerlo. Ahora. Rápido. Antes de que cambie de opinión.


Sin soltarla, Pedro se acercó disimuladamente al encargado del karaoke y le dio un billete de veinte para poder terminar con eso lo antes posible.


–De acuerdo –dijo ella mientras giraba el cuello y saltaba en el sitio como si estuviera calentando para una carrera–. Oye, ¿por qué haces esto? Llevo trabajando contigo casi un año y te conozco. Exponerte como un pedazo de carne ante la gente para ti supone una tortura.


Se acercaba mucho a la verdad, una verdad que él no tenía ninguna intención de compartir ni con ella ni con nadie, y por eso cerró la boca y evitó mirar esos grandes y sinceros ojos.


–Vale, no me lo cuentes. Ya lo descubriré.


Y después le sonrió; fue la sonrisa de una mujer que lo conocía, que se preocupaba por él lo suficiente como para intentar conocerlo.


Maldita sea. Estaba en medio de un bar sin una copa cuando más la necesitaba para reunir valor.


Pero él había reescrito su historia y ya no era un niño huérfano, sino un hombre que había conquistado montañas y les había mostrado a los demás cómo hacerlo.


Paula aún tenía que comprender que al subirse al escenario no importaría si le daba la razón a su madre al demostrar que no sabía cantar. Lo que importaría era que ya no sentiría que era la gran decepción de su madre, sino que había habido una ocasión en la que había reunido las agallas suficientes para cantar una canción en la fiesta previa a la boda de su hermana. Y si él tenía que vivir su propio drama para ayudarla, lo haría.


Había llegado su turno. Pedro la agarró de la mano y la subió al escenario donde le dio un empujoncito para situarla bajo el foco. Y, tal como se había esperado, en cuanto la gente se dio cuenta de quién estaba en el escenario, comenzaron a vitorearlos.


Ella se rio suavemente y se sonrojó, y entonces hizo una reverencia y el público enloqueció.


Tenía la cara cubierta de sudor y los ojos brillantes, pero la barbilla bien alta, como si estuviera retando a cualquiera a decirle que no podía hacerlo. Incluso a él le sorprendió.


Los acordes de You’re the One that I Want retumbaban por los altavoces y el club entero se puso en pie y los animó.
Paula reaccionó como si saliera de un trance, bajó el micrófono y lo miró a los ojos.


–¿Sabes cantar?


Él le acercó el micrófono a los labios y le dijo:
–Estamos a punto de descubrirlo.







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