domingo, 11 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 12





Pedro esperaba al pie de la escalera, mirando de vez en cuando su reloj. Se estaban retrasando. Hasta aquel momento, Paula siempre había sido puntual. Tenía que suponer que aquel retraso se debía a cierta reluctancia a asistir a la fiesta de su cumpleaños, y eso no parecía tener mucho sentido. Frunció el ceño. ¿Por qué habría insistido Barbara en organizar una fiesta tan grande cuando Paula se oponía tanto a la idea?


Desgraciadamente, aquel no era el lugar más indicado para preguntar nada, al menos mientras estuviera representando el papel de guardaespaldas secreto de Paula. Y sobre todo cuando no habían progresado un ápice las investigaciones sobre el chantajista. Peor aún: cada vez le estaba resultando más difícil concentrarse en su tarea en vez de en cierta rubia esplendorosa.


Un leve ruido le indicó que Paula se estaba acercando, y se volvió para admirar su apariencia mientras bajaba la escalera. Había elegido un peinado de estilo formal poco frecuente en ella, recogiéndose el cabello en lo alto de la cabeza, aunque algunos deliciosos rizos se empecinaban en escapar del moño. No pudo evitar imaginarse a sí mismo soltando aquella magnífica melena… Su mirada bajó luego al elegante vestido de noche rojo que llevaba. A manera de remate perfecto, lucía además un largo chal también rojo.


Calzaba unos zapatos de tacón de aguja, y por un instante Pedro se entretuvo imaginando qué haría primero: si soltarle su esplendorosa melena o quitarle aquel calzado tan sumamente sexy. Sonrió. Por supuesto, habría preferido despojarla previamente de ese vestido tan seductor…


—¡Guau! —exclamó Paula, saludándolo con una gran sonrisa—. Estás fantástico con ese esmoquin.


—¿Te gusta?


—Desde luego. Y con camisa blanca —lo rodeó lentamente, sin dejar de mirarlo—. Apenas puedo creerlo. ¿Qué ha pasado? ¿Tienes todas tus camisas negras en la lavadora?


—Tengo que informarte de que si llevo esta camisa es por ti —repuso Pedro con burlona indignación—. Parecías tan preocupada por mi afición monocromática que pensé en darte una sorpresa.


—Del negro al blanco —sacudió la cabeza, incrédula—. Nunca dejas de sorprenderme. No sé si podré asimilar un cambio tan grande.


—Tengo plena confianza en tu habilidad para ello. Pero tú no puedes estar más hermosa, cariño. Apetecible hasta decir basta.


Paula le regaló una maliciosa sonrisa que hizo estragos en la parte central de la anatomía de Pedro.


—¿Tanto como el chocolate?


—Más.


—Imposible. Nada hay mejor que el chocolate.


Pedro le lanzó una elocuente mirada y un rubor tiñó las mejillas de Paula. Satisfecho de que hubiera comprendido lo que había querido decirle, se inclinó y la besó en los labios.


—Tan pronto como te presente los resultados de mi examen médico, te demostraré que esto es mucho mejor que el chocolate —murmuró, deslizando delicadamente un dedo por su labio inferior.


—Te creo —repuso—. No creo que eso sea posible, pero tendré que replantearme esa opinión.


—¿Lista entonces?


—La verdad es que no —al instante, el entusiasmo de Paula pareció apagarse un tanto—. Supongo que estaría feo que me escabullera en mi fiesta de cumpleaños, ¿verdad?


—Eso me temo.


—Se me ocurre algo que podríamos hacer en vez de acudir a esa fiesta —le lanzó una sugerente mirada.


—A mí también…


—Vaya, me he olvidado el lápiz de labios —exclamó de repente, volviéndose hacia la puerta—. Espérame un momento y…


Pero en cuestión de un segundo, Pedro la levantó sorpresivamente en brazos.


—Venga, Cenicienta. El baile espera.


—Pero mi lápiz de labios…


—No importa. Te volveré a quitar la pintura con otro beso que te dé.


—En ese caso… —le echó los brazos al cuello—. Vamos, Príncipe Encantador. Llévame a la carroza de la calabaza.


Su carroza de la calabaza se había convertido en la limusina que Reynaldo había puesto a su disposición. El chófer, Bill, resultó ser todavía más alto que la descripción aportada por el impresionado Pudge cuando lo vio por primera vez. Sonrió al ver salir de la casa a Pedro con Paula en brazos. Después de quitarse ceremoniosamente la gorra, abrió la puerta de la limusina.


—Buenas tardes, señorita. Buenas tardes, señor.


—Hola, Bill. ¿Cómo va todo?


—Bien, señorita Paula. Feliz cumpleaños.


—No necesitas recordármelo —repuso, frunciendo el ceño.


—El veintinueve siempre ha sido un número muy difícil —asintió, comprensivo.


—Sí que lo es. Y lo será también el año que viene.


—Lo tendré en cuenta.


No duró mucho el trayecto al Hyatt Regency. A Paula le encantaba el hotel, y era por eso por lo que su madre lo había elegido.


—Te vas a comer lo poco que te queda de tu pintura de labios —comentó Pedro.


—Son los nervios.


—Yo creía que te encantaban las fiestas.


—Entonces es que todavía no me conoces tan bien como pensabas.


Pedro se quedó nuevamente en silencio y Paula le lanzó una rápida mirada. Maldijo en silencio. Aquellos silencios de Pedro la enervaban, porque generaban el inevitable efecto de hacerla pensar. Y esa noche pensar era lo último que deseaba hacer.


—De acuerdo, me conoces bien —pronunció.


—Si no se trata de las fiestas, entonces el motivo debe de ser el cumpleaños.


—Sí.


Pedro deslizó un brazo por su cintura.


—Nunca pensé que tendría que retorcerte el brazo para hacerte hablar. Siempre has sido tan sincera y directa conmigo…


—¿Es eso una crítica? —inquirió, irritada.


—Es una observación. Algo va mal. ¿Es por lo de celebrar un cumpleaños más?


—¡No! Sí. Realmente no. Maldita sea, Pedro, los cumpleaños nunca me han gustado.


—¿Por qué?


Consternada, Paula descubrió que los ojos se le habían llenado de lágrimas.


—No puedo hablar de ello. Ahora no. Nunca seré capaz de soportar esta velada si te lo explico ahora.


—Entonces no hablaremos del asunto —sacó un pañuelo y le enjugó delicadamente las lágrimas—. Todo saldrá bien. Ya lo verás.


Pedro


—Estás preciosa —la interrumpió poniéndole un dedo sobre los labios, y sonrió con una ternura que la dejó sin aliento—. Pero la verdad es que siempre lo estás.


—¿Incluso con las uñas de los pies pintadas de colores, despeinada y sin maquillaje?


—Sobre todo así. Mascando chicle, haciendo tintinear tus pulseras, descalza y con la melena llena de flores —la voz de Pedro se había profundizado, y en sus ojos grises brillaba una emoción que ella no se atrevió a definir—. Esa es la Paula que todos conocemos y amamos.





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