domingo, 11 de octubre de 2015
QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 13
«Oh, no». Paula estaba teniendo problemas para respirar.
Pedro había usado el verbo fatídico: «amar». ¿Podía haber algo peor que eso? Tenía que encontrar una forma de escapar a aquello.
—Vamos a llegar tarde —ensayó una sonrisa—. Puede que hayas notado que soy buena inventándome excusas, pero para serte sincera… —empezó a temblarle la barbilla. No dudaba ni por un momento de que Pedro se había dado cuenta—. Necesito cambiar de tema de conversación, así que… ¿te importaría aceptar eso de que «vamos a llegar tarde» como una excusa adecuada?
—Lo siento. No he querido presionarte. No te preocupes. Nadie se dará cuenta de lo que te pasa.
Pedro le había leído el pensamiento, y con una simple frase había logrado aliviar sus temores.
—Gracias.
—De nada.
Le ofreció su brazo y ella lo aceptó. Paula podía sentir la fuerza que latía en sus músculos. Asombroso. Con aquel cabello oscuro y ondulado, aquellos ojos grises de mirada tranquila, Pedro ofrecía un aspecto tan espléndido e increíble vestido de esmoquin como en vaqueros y camiseta.
¿Dónde lo habría encontrado su madre? Era un hombre decididamente protector, habituado a hacerse cargo de cualquier situación y en cualquier momento, al tiempo que inspiraba una confianza y una lealtad plenas. Y lo que era aún mejor: era alguien que comprendía los más íntimos temores de una mujer y hacía todo lo posible para aplacarlos.
Eso la dejaba perpleja. Podía ser alguien en la vida. ¿Por qué había escogido trabajar como «ayudante personal» en un caótico hogar, cuando era capaz de hacer cosas importantes? Quizá fuera esa una buena ocasión para preguntárselo. De hecho, no acertaba a entender por qué no le había hecho antes esa pregunta.
—Pedro…
—Supongo que nadie se molestaría demasiado si te escabulleras una vez que se cortara la tarta y fueran abiertos los regalos. Conociendo la generosidad de Barbara, el champán correrá a raudales. Dentro de una hora más o menos, no me extrañaría que los invitados no recordaran siquiera el motivo de la celebración —le sonrió con ternura—. ¿Qué me dices? ¿Quieres escaparte cuando nadie te vea? ¿Te sentirías así mejor?
—Me temo que Barbara va a anunciar su próximo compromiso —Paula ignoraba de dónde habían surgido aquellas palabras, pero una vez pronunciadas se dio cuenta de que habían expresado otra preocupación que la había estado acosando durante todo el día.
—¿Es por eso por lo que…
—No —se apresuró a negar—. Solo me estaba preguntando qué otros desastres podían acaecer, y fue entonces cuando se me ocurrió eso.
Por alguna razón, aquel comentario le hizo fruncir el ceño.
—¿Tienes alguna mala premonición para esta noche?
—Dios mío, Pedro. ¿No me has estado escuchando? Te lo llevo diciendo desde que llegamos aquí.
—Quiero que me hagas un favor.
—¿Cuál?
—Mantente cerca de mí esta noche.
—¿Cerca de ti? —inquirió, sorprendida—. ¿Por qué?
—Considéralo como una compensación por el favor que te estoy haciendo.
—¿Qué favor es ese?
—En primer lugar, me pediste que te acompañara como pareja a esta fiesta, y además vestido de esmoquin. Y, en segundo lugar, me convenciste de que dejara a Loner en casa. Habitualmente me provee de otro par de ojos y de orejas. Para no hablar de su maravilloso olfato. Me siento en desventaja sin él —Pedro adoptó una expresión muy seria, y eso la alarmó—. Prométemelo,Paula. Prométeme que no te separarás de mí esta noche.
—Vale. Te lo prometo.
—Bien —estiró el cuello para echar un vistazo a la sala hacia la que se acercaban—. Ya es hora de que hagamos nuestra aparición. Acabo de distinguir a tu madre, siempre tan sonriente.
Aquello le recordó a Paula las preguntas que había querido hacerle antes.
—Dijiste que mi madre te contrató. Pero nunca llegaste a contarme cómo la conociste.
—¿Ah, no?
No había tiempo para seguir preguntándole, pero Paula tomó nota mental de continuar con aquella conversación a la primera oportunidad que se le presentara. En el mismo instante en que entraron en la sala de baile, Barbara se acercó a ellos para darles la bienvenida. A Paula no le pasó desapercibida entonces la rápida mirada que le lanzó a Pedro, inequívocamente interrogativa, mezclada con una cierta ansiedad y…
De pronto Paula abrió mucho los ojos, incrédula. Un desagradable pensamiento se había filtrado en su mente, enfrentándola a una terrible sospecha. Cerró los puños. «Oh, no. Por favor, eso no». Nunca antes se le había ocurrido pensar que Barbara pudiera albergar un interés particular por Pedro; eso podría explicar muy bien la manera en que llegaron a conocerse. Hubo algo muy extraño en la reacción de Pedro a la mirada interrogativa, casi suplicante, que le lanzó su madre: la miró a su vez con una extraña expresión de advertencia, como exigiéndole que guardara silencio.
No había podido imaginarse una peor perspectiva para aquella velada. Qué idiota había sido. Su madre y Pedro.
Que el cielo la ayudara.
—Hola, querida —Reynaldo apareció al lado de Paula y le dio un beso en la mejilla—. Me encantaría felicitarte en este día, pero necesitaría tener antes tu promesa de que no me decapitarás.
Paula se volvió aliviada hacia su tío, disimulando sus ganas de llorar con una forzada carcajada.
—Descuida, podrás conservar la cabeza.
—Bueno, gracias —le tendió una copa de champán—. Esperaba poder robarte unos minutos para hablar contigo. Pero al mirarte ahora, no estoy muy seguro de haber acertado con la oportunidad adecuada.
—Ya sabes que siempre tengo tiempo para ti, tío Rey —lo tomó del brazo—. Venga. Vayamos a un rincón tranquilo y…
—No, ahora no —señalando la decoración de la sala, Rey cambió deliberadamente de tema—. ¿Y bien? ¿Te gusta cómo ha decorado tu madre este lugar?
Paula contempló la sala.
—Como siempre, tiene un gusto magnífico.
—Ha hecho un magnífico trabajo, aunque más parece una recepción de boda que una fiesta de cumpleaños —se encogió de hombros—. Pero eso quizá sea porque yo soy un hombre y no tengo buen ojo para esas cosas.
—O quizá tengas razón y se deba a que Barbara ha adquirido más práctica en celebrar bodas que cumpleaños.
Reynaldo aspiró profundamente y se volvió hacia ella, mirándola asombrado.
—¿Qué has dicho?
—He dicho que… —horrorizada, se dio cuenta de que se le habían llenado los ojos de lágrimas—. He dicho una grosería, ¿verdad?
—Sí, querida. La pregunta es… ¿por qué?
Paula se atrevió a lanzar una mirada afligida a Pedro. Como si hubiera percibido su desesperación, él la miró a su vez, tranquilizándola. Tras disculparse con Barbara, Pedro se reunió con ella.
—Creo que están tocando nuestra canción —después de saludar a Reynaldo, no dudó en quitarle a Paula la copa de las manos para depositarla en la bandeja que llevaba un camarero—. Con permiso.
Pedro la condujo a la pista de baile.
—¿Qué pasa? —le preguntó en un murmullo—. ¿Qué es lo que te ha dicho Reynaldo?
—Nada.
—No mientas. Estabas a punto de llorar. ¿Qué es lo que ha pasado?
Paula no podía mirarlo, no podía soportar ver su expresión mientras se lo explicaba.
—Me comentó que, por la decoración, este lugar parecía más indicado para celebrar una recepción de boda que una fiesta de cumpleaños.
—¿Y eso te hizo llorar? —le preguntó Pedro, arqueando las cejas.
—No, fue lo que yo misma le repliqué —se humedeció los labios—. Le… le dije que eso era porque Barbara tenía más práctica en celebrar bodas.
—Bah. Tú nunca dirías algo así.
—Pero lo dije —replicó, consternada—. Realmente lo hice.
Mientras seguían bailando, Pedro esperó a que se recuperase para preguntar:
—¿Qué fue lo que te impulsó a hacerlo?
La verdad salió de sus labios sin que ella misma se diera cuenta.
—Ella te miró.
—¿Quién? —inquirió Pedro, perdiendo el paso.
—Mi madre te miró —le dio un ligero puñetazo en el pecho—. Y, maldita sea, Pedro. Tú la miraste a ella.
—No entiendo nada.
—Quizá esto te lo pueda aclarar —se obligó a mirarlo, para ver su reacción cuando le hiciera la pregunta—. ¿Tienes una aventura con Barbara?
—¿Has perdido el juicio?
—Por favor, dime que no, dímelo… —no pudo evitar suplicarle. Le dolía demasiado.
Pedro la atrajo hacia sí, tan cerca que pudo escuchar el reconfortante latido de su corazón.
—No, no tengo ninguna aventura con tu madre —para alivio de Paula, ni un solo matiz de diversión alteró el firme tono de su voz—. Tampoco tengo intención de tenerla en el futuro. Jamás he estado sentimentalmente ligado a ella en el pasado. ¿Satisfecha?
Paula se acurrucó entre sus brazos.
—Lo siento. No sé qué es lo que me ha pasado. Vi que te miraba de una manera extraña y que tú…
—¿Dejaste volar la imaginación? —sugirió Pedro, sonriendo.
—Algo parecido —le confesó—. Lo que pasa es que todavía no sé cómo os conocisteis. O por qué ella te escogió como regalo de cumpleaños para mí. O lo que estás haciendo en mi casa. Ahora que pienso en ello, nada de todo eso tiene mucho sentido.
—Claro que lo tiene.
La mano de Pedro delineó un sendero todo a lo largo de su espalda, desterrando de la mente de Paula todos los pensamientos excepto uno solo: quería concebir hijos con ese hombre. Se aclaró la garganta, intentando concentrarse.
—Refréscame la memoria. ¿Qué estabas diciendo?
—Estaba diciendo que la decisión que tomó tu madre tiene sentido. Barbara me escogió como regalo porque soy de confianza y porque sabía que yo podría protegerte. ¿Lo ves? Eso tiene mucho sentido.
—Ya, claro. Como lo de que yo necesito protección. Cuando precisamente tú eres la única persona de la que necesito protegerme.
Pedro musitó algo entre dientes.
—Sospecho que Barbara estaría de acuerdo contigo.
—Lo cual explica la mirada que ambos intercambiasteis —adivinó Paula—. Supongo que a Barbara la preocupaba que algo pudiera surgir entre nosotros.
—Por lo tanto ella estaría equivocada, ¿no?
—No —Paula se mordió el labio inferior—. Es gracioso. Habría pensado que eso le gustaría. Continuamente me está presentando a hombres «perfectos». Cuando finalmente encuentro a uno que creo que encaja en esa descripción, ella se opone —levantó la mirada hacia él—. Porque ella se opone a eso, ¿verdad?
—Sí. Creo que piensa que somos demasiados diferentes. Tan distintos como la noche y el día —encerrándola en el círculo de sus brazos, siguió bailando con ella—. Y no se equivoca, ¿verdad?
—No —susurró Paula—. No se equivoca.
—Y no importa que pienses que soy perfecto. Porque tú no buscas ninguna relación permanente.
—Es por eso por lo que somos tan distintos —repuso riendo con amargura—. Tú quieres una cosa y yo…
—La opuesta.
—Exacto.
Continuaron bailando en silencio, lo cual era razonable, según reflexionó Paula. Ya se habían dicho todo, ¿no? Eran tan diferentes como la noche y el día. Ella huía de los compromisos, mientras que él los perseguía. Ella refrenaba sus emociones, mientras que él las vertía sobre todos y sobre todo. Era el hombre más perfecto que había conocido y ella… Le tembló el labio inferior. Ella era una completa estúpida por esconderse de algo que ansiaba con tanta desesperación.
Poco después de que cesara la música, Barbara se reunió con ellos. Se interpuso entre los dos, separándolos y tomando a Paula de la cintura.
—He pensado que podríamos adelantar el comienzo de la celebración, si es que ya habíais terminado —le regaló una fugaz sonrisa a Pedro—. De otra manera, puede que mi querida hija desaparezca en cuanto le dé la espalda.
—Habría esperado un poco más —replicó Paula.
—Vamos, no intentes engañarme. Vamos a cortar la tarta. Si a la vez te ocupas de dar las gracias a los invitados por sus regalos, habrás terminado con todo esto antes de que te des cuenta.
—¿Regalos? Oh, mamá. ¿No les habrás pedido que me entreguen los regalos, verdad?
—Me conoces mejor que eso. Le pedí que hicieran donaciones en tu nombre al centro local de atención de mujeres —la tomó del brazo—. Vamos.
Pero Paula se resistía, con la mirada fija en Pedro.
—¿No vienes conmigo?
—Prefiero observarlo todo desde aquí.
—Dijiste que no te separarías de mí —insistió, obstinada.
—Estoy lo más cerca que puedo estar de ti —sus palabras la golpearon como si hubiera recibido una bofetada—. Soy tu asistente personal, ¿recuerdas? Será mejor que tengamos eso bien presente.
La música empezó a sonar nuevamente y las parejas salieron a la pista de baile separando a Paula de Pedro.
La distancia entre ellos fue creciendo. Paula se habría reunido con él, pero Barbara seguía agarrándola del brazo.
—Rápido —la urgió—. Ya traen la tarta.
Paula se obligó a sonreír, pero algo se había roto en su interior. No lo comprendía. Ella no era una mujer capaz de amar a un hombre. No quería enamorarse. El amor significaba pérdida, dolor. El amor terminaba. Dolía. Pero en aquel instante lo habría dado todo con tal de sentir los brazos de Pedro en torno a ella, su voz ronca murmurándole al oído, sus ojos grises fijos en los suyos…
A su alrededor, todo el mundo reía y cantaba. Buscó a Pedro con la mirada, pero parecía haberse evaporado de repente.
—Tienes que soplar las velas —gritó alguien.
—¿Cuántas apagas este año? —preguntaron otras voces.
—Veintinueve.
—¿Otra vez? ¿No es el segundo año que los cumples?
—Vamos, Paula. Pide un deseo —la animó Barbara.
—Mejor pide el deseo de volver a cumplir veintinueve años el año que viene —sugirió una mujer en medio de la multitud.
—Oh, no —exclamó Barbara—. ¡Que pida el deseo de que todos los demás nos lo creamos!
Las risas estallaron en torno a ella. Eran amigos suyos y todos la querían bien. No podían saber lo mal que lo estaba pasando aquella noche. Barbara le entregó un cuchillo y Paula se dedicó a cortar pedazo tras pedazo mientras charlaba con los invitados. Durante unos escasos y preciosos momentos, se relajó lo suficiente como para disfrutar algo.
Después de agradecer a los invitados sus contribuciones al centro de mujeres, Paula fue de grupo en grupo, esforzándose todo lo posible por hacer que todo el mundo se sintiera bien. Pedro había estado en lo cierto. El champán corría generosamente y, para cuando terminó el recorrido, ya nadie parecía recordar el motivo de la fiesta. Paula se sintió aliviada por ello.
De pronto se le acercó Barbara, con Reynaldo del brazo.
—¿Ves? No ha sido tan malo —le dijo con una tentativa sonrisa—. No sé por qué estabas tan asustada por un simple cumpleaños.
—Maldita sea, Barbara —exclamó Reynaldo, en un estallido de furia inhabitual en él—. Ya sabes lo duros que son los cumpleaños para ella.
—Claro que lo sé —repuso Barbara. El dolor parecía haber oscurecido su expresión.
—Yo siempre apoyo tus decisiones, cariño —le dijo Reynaldo, sacudiendo la cabeza—. Pero esta no ha sido precisamente de las mejores.
—Oh, mamá. No todos los cumpleaños me resultan tan duros —susurró Paula—. Se trata de este cumpleaños. Si hubieras celebrado una fiesta el año pasado, o incluso si hubiera cumplido los treinta y dos, no habría sido tan malo. ¿Pero tenía que ser precisamente este año?
—¿Es que no lo comprendes? Es por eso por lo que lo he hecho. Ya es hora de mirar hacia el futuro —las lágrimas asomaron a los ojos de Barbara—. No puedes seguir viviendo en el pasado, Paula. Necesitas abrazarte a la vida, no esconderte de ella. Sé que no me crees, pero te mereces celebrarlo. Y te lo mereces sobre todo este año.
Paula no quiso oír más. Girando en redondo, se perdió entre la multitud. La gente la llamaba, pero ella se desentendía con una temblorosa sonrisa y seguía su camino. Si no hubiera sido por los zapatos de tacón alto habría podido avanzar con mayor rapidez, y no dudó en quitárselos mientras corría hacia la salida. Al fin se encontró fuera de la sala, atravesando el gran vestíbulo del Hyatt.
Con un poco de suerte, la limusina de Reynaldo la estaría esperando. Un sollozo escapó de su garganta. Y otro, y otro más. Aliviada, distinguió la limusina delante de la puerta.
Nada más verla salir del hotel, Bill se apresuró a abrirle la puerta.
Subió rápidamente. Tan pronto como se cerró la puerta, las lágrimas corrieron por su rostro, apresuradas, turbulentas.
Lágrimas ardientes, amargas, arrancadas de lo más profundo de su alma y acumuladas durante años y años de sufrimiento.
¿Dónde estaba Pedro? ¿Dónde estaba cuando más lo necesitaba? Fue entonces cuando recordó.
Eran como la noche y el día. Dos polos opuestos destinados a no encontrarse jamás.
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