—Paula no puedes imaginarte...
— Brigette, estoy en medio de una clase. ¿Qué ocurre?
La maestra que había irrumpido en el aula de Paula para alumnos de siete años parecía muy acalorada y tartamudeó al decir:
—Nunca imaginarías quién está afuera preguntando por ti. Quiero decir, lo he visto como un millón de veces. Lo conocería en cualquier parte. Pero allí estaba, de pie en el vestíbulo, preguntando por ti...
—Tranquilízate, Brigette, estás perturbando a los chicos, que creen que sucede algo.
Paula sabía a quién se debía de estar refiriendo su amiga, pero no quería que nadie supiera que su corazón había pegado un salto ante la sola idea de ver de nuevo a Pedro Alfonso . A los ojos más atentos, ella parecía fría e indiferente.
Había transcurrido más de una semana desde el encuentro de ambos en el estudio de televisión. Cuando ella volvió de esa entrevista tan poco auspiciosa, la doctora Norwood le hizo preguntas al respecto.
—Creo que yo no era lo que el señor Alfonso tenía en mente, pero me parece que coincidimos en que Juana necesita un cuidado especial y ser educada en un nivel más personal.
—Caramba, Paula, qué decepcionada estoy —dijo la administradora—. Estaba convencida de que ustedes dos llegarían a un acuerdo y de que te llevarías a Juana a Nuevo México. Desde luego, al mismo tiempo temía perderte.
Paula sonrió.
—Bueno, no me perderá por un tiempo. Creo que será mejor que piense en alguien más para recomendar. Sin duda el señor Alfonso la llamará muy pronto.
Paula no le dio más información, y la doctora Norwood tampoco se la exigió. Era una mujer asombrosamente perceptiva. ¿Habría adivinado que la entrevista no había salido bien?
Durante toda esa semana, Paula trato de no pensar en Pedro Alfonso. En los últimos tiempos había pasado tanto tiempo con Juana que le resultaba difícil interrumpir esas visitas diarias a la pequeña. Juana estaba en un grupo de alumnas más jóvenes que las de Paula, y había estado viendo a la hija de Pedro después de las horas de clase.
Juana era una chica hermosa que se portaba muy bien; casi demasiado bien, en opinión de Paula. Tenía el pelo rubio, y una serie de rizos le enmarcaban su pequeña cabeza. Sus ojos —exactamente como los de su padre— eran de un verde profundo, rodeados de pestañas oscuras. Era una chiquilla delicada y prolija, que jamás se ensuciaba ni hacía nada para provocar el enojo de nadie.
Paula siempre se había jactado de su objetividad, pero la chiquilla de los ojos grandes y tristes comenzaba a romper esa barrera. A Paula sólo le llevó unos días saber que quería convertirse en la maestra particular de Juana; deseaba sacar a esa criatura del dormitorio general ordenado y bien amueblado y colocarla en un cuarto alegre y repleto de cosas.
Pero cada vez que pensaba en ese tema, inevitablemente aparecía en escena el padre de Juana, y la pompa de jabón estallaba. Ella nunca podría trabajar para un hombre así y vivir en su casa, aunque él viviera a tres mil kilómetros de distancia. La había insultado como mujer y como profesional.
Además; no la quería a ella como maestra de su hija.
Además; no la quería a ella como maestra de su hija.
Paula estaba dispuesta a negarle a todo el mundo que había estado viendo el teleteatro La respuesta del corazón.
Durante los últimos días, cuando llegaba la hora de ese tonto programa, ella se instalaba en la sala de maestras, frente al televisor. Cada vez que veía a Pedro en la pantalla de doce pulgadas, le ocurrían cosas muy inquietantes: se le aceleraba el pulso y se le humedecían las manos, y una cálida pesadez se apoderaba de la parte media de su cuerpo y se extendía a sus piernas, volviéndolas inútiles. Recordaba vividamente el momento en que él se había inclinado sobre ella y apoyado la cara en su pelo. Pequeños detalles suyos que ella jamás habría notado en otra persona lo caracterizaban de una manera tremendamente familiar. ¡Qué locura! Sólo había pasado quince minutos con él. Y, sin embargo conocía íntimamente cada rasgo de su personalidad.
Durante los últimos días, cuando llegaba la hora de ese tonto programa, ella se instalaba en la sala de maestras, frente al televisor. Cada vez que veía a Pedro en la pantalla de doce pulgadas, le ocurrían cosas muy inquietantes: se le aceleraba el pulso y se le humedecían las manos, y una cálida pesadez se apoderaba de la parte media de su cuerpo y se extendía a sus piernas, volviéndolas inútiles. Recordaba vividamente el momento en que él se había inclinado sobre ella y apoyado la cara en su pelo. Pequeños detalles suyos que ella jamás habría notado en otra persona lo caracterizaban de una manera tremendamente familiar. ¡Qué locura! Sólo había pasado quince minutos con él. Y, sin embargo conocía íntimamente cada rasgo de su personalidad.
Y ahora Brigette irrumpía en su aula, delirando acerca de lo apuesto y encantador que era el actor. Lo que Brigette no sabía era que, además, ese hombre era imperdonablemente presumido, grosero e impertinente.
—¿Puedes creer que Pedro Sloan es el padre de Juana Alfonso? Siempre me pregunté por qué nunca veíamos a sus padres. Él suele venir aquí por las noches, pasando por el departamento de la doctora Norwood, para visitar a Juana. Supongo que tiene miedo de verse acosado por admiradoras como yo. —Brigette rió entre dientes. —¡Y pregunta por ti como si te conociera!
—Me conoce.
Brigette quedó muda frente a esa información y miró a Paula como si de pronto le hubieran crecido alas. —Tú lo conoces y nunca dijiste...
—Brigette, ¿qué es lo que quieres?
—¿Que qué quiero? —repitió, como un loro—. Acabo de decírtelo. El doctor Glen Hambrick o el señor Alfonso o como quiera que prefieras llamarlo está esperándote.
—Dile que estoy ocupada.
—¡Qué! —gritó Brigette, y por un instante Paula deseó compartir el problema de sus alumnos. A veces, la sordera puede ser una bendición. —No lo dices en serio, Paula. ¿Te has vuelto loca? El hombre más sexy del mundo está...
—Me parece una exageración, Brigette —dijo secamente Paula—. Estoy ocupada. Si el señor Alfonso quiere verme, tendrá que esperar hasta que termine la clase.
—Lo haré con todo gusto.
La voz grave y profunda resonó en el aula con los tonos modulados de un actor profesional. Estaba parado junto al marco de la puerta y miraba a Paula. El corazón de ella se salteó un latido antes de volver a su ritmo parejo, aunque un poco acelerado.
Brigette había perdido su labia habitual y permanecía allí, boquiabierta, mirando fijo a Pedro. Como Paula no quería hacer una escena, que estaba segura Brigette transmitiría a toda la institución, dijo en voz baja:
—¿Nos excusas un momento, Brigette? Como el señor Alfonso ya ha interrumpido mi clase, supongo que será mejor que lo atienda. —Él se limitó a sonreír frente a ese sarcasmo.
Brigette caminó como en trance hacia la puerta y se detuvo frente a Pedro como un maniquí, hasta que él se hizo a un lado y le permitió pasar al vestíbulo. La sonrisa de Pedro era devastadora, y su bigote se movió como divertido por el estado hipnótico de Brigette.
Qué desagradable, pensó Paula. ¿Qué tenía ese hombre, que convertía a las mujeres inteligentes en taradas sonámbulas? Era un hombre común y corriente. Bueno, su aspecto tal vez no fuera tan común, reconoció Paula cuando él giró y la miró.
—Hola, señora Chaves. Espero no estar interrumpiéndola.
—Lo está, y no lo lamenta nada.
La sonrisa de él se acentuó, lo mismo que el hoyuelo de su mejilla.
—Tiene razón, no lo lamento. Pero tengo permiso de la doctora Norwood para estar aquí. A ella le pareció que yo debía observar sus técnicas de enseñanza.
En la boca de Paula se dibujó una mueca de desaprobación.
Después, suspiró. Esta vez había cedido, pero no tenía por qué hacerlo de buena gana.
Después, suspiró. Esta vez había cedido, pero no tenía por qué hacerlo de buena gana.
—Chicos —dijo, haciendo al mismo tiempo el lenguaje de señas—, éste es el señor Alfonso. ¿Conocen todos a Juana Alfonso? Pues éste es su padre.
Los chicos reconocieron su presencia con sonrisas y algunos con un hola marcado con señas. Algunos de los que oían un poco hasta pronunciaron la palabra.
—Tome asiento, señor Alfonso—dijo Paula y le indicó una silla baja.
Él frunció el entrecejo al ubicar su corpachón en esa silla ridículamente pequeña. Algunos de los chicos rieron, y a Paula le costó no imitarlos. Cuando finalmente estuvo sentado del todo, las rodillas casi le tocaban el mentón.
Estaba impecablemente vestido con pantalones marrones, blazer pelo de camello y corbata color marrón oscuro.
—Estamos trabajando con las preposiciones, señor Alfonso. Ven aquí, Javier, y muéstrale al padre de Juana lo que has aprendido.
En el tablero ubicado contra la pared Paula había sujetado con chinches varias grandes fotografías de manzanas. Una serie de gusanos amarillos con sonrisas felices estaban ubicados sobre, debajo, detrás o delante de las manzanas.
Los chicos aprendían el concepto, la palabra impresa y el signo, al posicionar los gusanos en las manzanas.
Los chicos aprendían el concepto, la palabra impresa y el signo, al posicionar los gusanos en las manzanas.
—Ahora hágalo usted —dijo Paula dirigiéndose a Pedro, cuando todos los alumnos terminaron de hacer el ejercicio.
—¿Qué? —exclamó él.
Los chicos rompieron a reír cuando Paula puso la mano debajo del codo de Pedro y lo obligó a ponerse de pie y a pararse frente al tablero. Con el puntero indicó una manzana en particular y le preguntó, con el lenguaje de señas:
—¿Dónde está el gusano?
La mirada de esos ojos verdes se clavó en Paula como si quisiera estrangularla, pero ella le sonrió con dulzura.
—Seguro que esto no es demasiado difícil para usted —dijo.
Él hizo la señal que correspondía a la preposición correcta.
—En una frase completa, por favor.
Sus dedos largos y bronceados marcaron la frase completa justo en el momento en que sonaba la campana que anunciaba el fin de la clase. Un puñado de los chicos alcanzó a oír el sonido, y comenzaron a moverse con impaciencia en sus sillas.
—Muy bien, ¡la clase ha terminado! —dijo Paula mientras lo componía con señas. Los chicos no necesitaron que se los alentara para salir corriendo hacia la puerta, y ella quedó a solas con Pedro.
—Fue un truco muy astuto. ¿Les brinda la misma atención personal a todos los padres o madres que vienen de visita? —se burló él.
—La mayor parte de los padres que vienen de visita son lo suficientemente educados como para no irrumpir en medio de una clase y exigir una atención personal.
—Touché —dijo él sin demasiada culpa—. Puesto que estoy en su libreta negra, aseguraré el lugar que ocupo en ella diciéndole que usted cenará conmigo
Ella lo miró con incredulidad.
—Usted no es sólo grosero, señor Alfonso, sino que está loco. No pienso ir a ninguna parte con usted.
—Sí que vendrá. La doctora Norwood me dijo que lo haría.
—Ignoraba que la doctora Norwood dirigía una agencia de citas.
—Le dije que quería hablar con usted durante la cena. Y ella comentó que le parecía muy buena idea.
—No es exactamente una directiva. Es mi empleadora, no mi madre.
—¿Lo hará usted?
—¿Qué cosa?
—Cenar conmigo.
Durante ese intercambio de palabras, Paula se había ocupado de ordenar el aula. Él la siguió. Cada vez que ella giraba, allí estaba él. Paula abrió el cajón inferior de su escritorio en busca de su cartera y lo cerró de un golpe al ponerse de pie.
Él se le acercó más, y ella retrocedió medio paso para aumentar el espacio entre ambos.
—Creo que usted tiene problemas de audición. Le dije que no pensaba cenar con usted y no lo haré. En lo que a mí concierne, no tenemos nada de qué hablar. Usted dijo todo lo que tenía que decir en nuestro último encuentro, y también lo hice yo.
Pedro la tomó de la muñeca cuando Paula trató de pasar junto a él. Sus dedos la aferraron con una calidez y firmeza que aceleraron las pulsaciones que latían debajo de ellos.
—Lamento haberle dicho cosas tan poco halagadoras.
Es un actor, se dijo Paula, capaz de fingir a voluntad cualquier actitud o emoción. Ella dudaba de su sinceridad, y su expresión escéptica se lo indicó a Pedro.
—Lo digo en serio —aseguró él y cerró los dedos con más fuerza alrededor de su muñeca—. En aquel momento, yo ignoraba sus excelentes antecedentes. No sabía lo experimentada que era en el trabajo con los sordos.
Tampoco sabía que su hermana era sorda.
Tampoco sabía que su hermana era sorda.
Ella apartó el brazo con un sacudón.
—No se le ocurra sentir lástima por mí, mi familia ni mi hermana, señor Alfonso.
—Yo...
—Mi hermana es una mujer hermosa. Es contadora.
—Yo...
—Está casada y vive con sus dos preciosos hijos y su exitoso marido en Lincoln, Nebraska. Créame, ella sabe más sobre los valores reales de la vida de lo que usted sabrá jamás.
Tenía la cara arrebatada por la furia, y su pecho subía y bajaba por lo agitada que estaba. Los ojos marrones con reflejos cobrizos fulminaban de tal manera con la mirada a ese hombre parado muy cerca, que él alcanzó a sentir la ira que emanaba de su persona.
—¿Terminó? —preguntó él secamente.
Ella respiró hondo varias veces y bajó la vista. La mirada de él se suavizó y resultaba más amenazadora así que cuando brillaba con ferocidad.
—Yo no me refería a lástima —dijo él—, sino, más bien, a admiración y respeto. ¿Está bien? —A Paula se le cortó la respiración cuando Pedro le puso un dedo debajo del mentón y le inclinó la cabeza hacia atrás. —He modificado mi opinión previa y creo que usted es exactamente lo que Juana necesita. Lo que yo necesito.
Pronunció esas palabras en un susurro casi inaudible. Los vestíbulos se encontraban ya vacíos de los alumnos y un aura de intimidad los rodeaba. Las palabras lo que yo necesito podrían tener un significado totalmente diferente en otro contexto. El corazón de Paula había respondido a esa elección accidental de palabras y latía tan fuerte como si quisiera escapársele del pecho.
Él estaba demasiado cerca; la habitación se estaba poniendo demasiado oscura; el silencio era excesivo en el edificio; el aliento de Pedro era demasiado fragante; y los dedos que le sostenían el mentón eran demasiado firmes y confiados. Paula se ahogaba en sus propias emociones.
Respirar se convirtió en una tarea abrumadora. Trató de apartar el mentón, pero él se lo impidió. Pedro la obligó a levantar la vista y a mirarlo, antes de decir:
Respirar se convirtió en una tarea abrumadora. Trató de apartar el mentón, pero él se lo impidió. Pedro la obligó a levantar la vista y a mirarlo, antes de decir:
—Usted desea tomar ese trabajo.
No era una pregunta. Él sabía que Paula estaba deseando enfrentar los desafíos y recompensas inherentes a sacar a Juana de ese mundo de silencio e introducirla en uno nuevo.
—¿No es así? —insistió él.
—Sí. —¿Qué estaba admitiendo? ¿Se inclinaba él hacia ella, o era sólo su imaginación? Debió de haber sido así, porque él la soltó un momento después, buscó el blazer de ella que estaba en el respaldo de la silla y le dijo:
—Vayamos a comer algo.
Mientras Paula se enfundaba en el saco que él le sostenía, Pedro preguntó:
—¿Se ha encogido? El otro día me pareció más alta.
Ella se ruborizó apenas al pensar que él había notado y recordado su estatura. Le sonrió.
—He empezado a usar calzado más sensato.
Él bajó la vista desde el vestido de hilo blanco, ahora cubierto por el blazer azul marino, hasta las sandalias navales que tenían tacos mucho más bajos que los zapatos que ella había usado en el estudio de televisión.
—Caramba, ya lo veo. —Con aire arrepentido, se pasó la mano por su pelo marrón entrecano y después se echó a reír mientras avanzaban por el vestíbulo.
Ayyyyyyyyyy, me parece que va a ser una historia tierna pero dura a la vez. Ya me enganchó Carme.
ResponderBorrarMuy buen comienzo! Ya me enganché con la historia!
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