A Paula le habría gustado detenerse y mirar el panel de control: una computadora complicada e intimidante, por cierto. Los diversos monitores suspendidos sobre el panel permitían al director ver las tomas de las distintas cámaras, y en ellos Paula vio el rostro de Pedro Sloan entrando y saliendo de foco. Estuvo tentada de sacarle la lengua.
Se dejó caer en la única silla disponible de la oficina, además de la de vinilo rajado que había detrás del escritorio cubierto con cosas. Observó con atención los polvorientos retratos colgados de la pared que mostraban a ese tal Murray no-sé-cuánto junto a actrices, directores y VIPs.
¿Quién era, después de todo, el señor Alfonso? ¿Un ejecutivo del canal? ¿Un técnico? No. Seguro que era alguien con mucho dinero, porque el Instituto Norwood era bien caro. Y como el señor Alfonso tenía allí internada a Juana, eso triplicaba el costo. Los minutos parecieron estirarse y Paula comenzaba a impacientarse cuando oyó que la puerta se abría detrás de ella.
Pedro Sloan entró y cerró despacio la puerta.
Paula se puso de pie con un movimiento defensivo.
—Se supone que debo reunirme con...
—Yo soy P. L. Alfonso, el padre de Juana.
Paula tuvo la sensación de que su boca abierta formaba una O bien redonda. Se quedó mirándolo mientras él se recostaba contra la puerta. Se había cambiado de ropa.
Ahora usaba jeans y pulóver, con las mangas arremangadas hasta los codos.
—Parece sorprendida.
Ella asintió.
—La doctora Norwood no le dijo cuál era mi nombre profesional. —No era una pregunta. Él se rascó una oreja con aire ausente. —No, supongo que no lo hizo. Sin duda tenía miedo de predisponerla contra mí. Sabrá que los actores tienen una reputación abominable. —Los bordes de su boca se elevaron con una suerte de sonrisa que desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. —Sobre todo si fuera cierto todo lo que se lee en las revistas. ¿Sabía usted que la semana pasaba obligué a mi novia de turno a practicarse un aborto? Al menos eso fue lo que leí —dijo con tono cáustico.
Paula estaba demasiado trastornada para hablar, Pensó con ironía en las otras maestras del instituto y en lo que dirían si supieran que ella estaba en una habitación con el doctor Glen Hambrick/Pedro Sloan.
Paula siempre se mostraba serena y competente, salvo cuando su temperamento fuerte le ganaba la partida. ¿Por qué, entonces, estaba allí de pie, con las manos traspiradas y entrelazadas? No se había movido desde que él le había anunciado su identidad. Sentía la lengua pegada al paladar.
—Si eso la tranquiliza, señorita Chaves, debo decirle que tampoco usted es como yo esperaba. —Se alejó de la puerta y Paula, instintivamente, dio un paso atrás.
En el rostro de él apareció la sonrisa que destacaba todavía más el famoso hoyuelo que tenía en la mejilla derecha.
Alfonso sabía que a ella le intranquilizaba estar a solas con él en esa pequeña oficina.
Alfonso sabía que a ella le intranquilizaba estar a solas con él en esa pequeña oficina.
Eso enfureció a Paula. ¿Quién era él, después de todo? No pensaba quedarse allí parada como una admiradora en presencia de algún astro del rock y ponerse a tartamudear como una idiota. Pedro Alfonso era un hombre como cualquier otro.
—Es señora Chaves.
Él levantó una ceja, divertido, y murmuró:
—Debería haberlo sabido.
Esa actitud de superioridad la irritó.
Paula dijo, con su tono más profesional:
—La doctora Norwood me envió aquí a hablar de Juana, señor Alfonso.
—Pedro. ¿Quiere un café? —preguntó e indicó una cafetera eléctrica donde se calentaba un brebaje color negro retinto.
Paula no quería tomar café, pero comprendió que eso le daría algo para tener en la mano que no fuera su otra mano.
Paula no quería tomar café, pero comprendió que eso le daría algo para tener en la mano que no fuera su otra mano.
—Sí, gracias.
Él se acercó a la pequeña mesa y miró con recelo una taza dudosamente limpia. Vertió el café y levantó una ceja.
—¿Crema? ¿Azúcar?
—Crema.
Él agregó un polvo blanco al café y lo revolvió con una cuchara plástica manchada que obviamente ya había sido usada con ese fin. Le entregó la taza. Paula cerró la mano alrededor. Al principio, él no la soltó sino que siguió sosteniendo la taza hasta que ella levantó la vista y lo miró.
Paula tragó fuerte al ver esos ojos color esmeralda que ahora reflejaban su imagen.
Paula tragó fuerte al ver esos ojos color esmeralda que ahora reflejaban su imagen.
—Nunca he visto a alguien con ojos del mismo color del pelo —dijo él.
Paula sabía que su pelo cobrizo era hermoso. Era de un tono bermejo profundo que se aclaraba a la luz del sol. Lo que la convertía en una pelirroja excepcional era el color de sus ojos, de una tonalidad marrón tan clara que casi parecían color topacio hasta que se los comparaba con su pelo, cuando tomaba ese tono cobrizo tan poco común. El traje de hilo amarillo acentuaba su pelo y sus ojos y le agregaba brillo a su tez color miel-durazno.
"Gracias" no sería, en realidad, una respuesta apropiada a sus palabras, porque no había sido un auténtico cumplido.
Paula se limitó a sonreír trémulamente mientras intentaba arrancarle la taza de la mano. Al fin él cedió y giró para servirse una.
Paula se limitó a sonreír trémulamente mientras intentaba arrancarle la taza de la mano. Al fin él cedió y giró para servirse una.
—Hábleme de mi hija, señora Chaves —dijo él, acentuando el "señora" con gran sarcasmo.
Rodeó el escritorio, se instaló en la silla desvencijada y apoyó los pies sobre aquél.
Paula se sentó muy derecha en la silla frente a él. Bebió un sorbo del café. Estaba tan horrible como había supuesto. Él sonrió al ver la mueca que hizo.
—Me disculpo por la mala calidad.
—Está muy bien, señor Sl... Alfonso.
Ella tenía la vista fija en la taza de café y, cuando él no dijo nada, lo miró. Para su gran sorpresa, él formó su nombre con el lenguaje de señas para sordos. P-E-D-R-O. Luego bajó las cejas, como para insistir en que ella lo llamara por el nombre.
Ella se lamió los labios nerviosamente, sonrió apenas y luego formó el nombre Paula. Él bajó los pies, se inclinó hacia adelante, puso los codos en el escritorio y apoyó el mentón en los puños.
Paula decidió que era el momento adecuado para poner a prueba la habilidad de él en el lenguaje de señas. La doctora Norwood se había mostrado tan reticente con respecto a Pedro Alfonso, y ahora Paula comprendía que su supervisora quería que ella tuviera oportunidad de formarse su propia opinión sobre él. Empleando gestos lentos y precisos, Paula le preguntó, siempre con el lenguaje de señas: ¿Utiliza usted el lenguaje de señas con Juana?
—Sólo llegué a entender Juana, nada más —dijo él cuando ella se detuvo.
Paula lo intentó de nuevo y le preguntó, con las manos: ¿Qué edad tiene su hija? El no reaccionó; se limitó a mirarla fijo con sus ojos verdes que de pronto carecían de expresión. Paula siguió hablándole con las manos. ¿De qué color es su pelo? Nada. ¿Ama a Juana?
—De nuevo, sólo entendí Juana. Lo siento. Creo que esto significa amor —dijo y cruzó las manos sobre el pecho, como ella había hecho.
—Sí, así es, Pedro. De ahora en adelante, éste será su nombre para que usted no tenga que deletrearlo cada vez.
Hizo el signo de la P y se lo llevó al medio de la frente.
—Esto significa padre —dijo y se tocó la frente con el pulgar mientras extendía los demás dedos. Combinaremos los dos. ¿Lo ve?
Él asintió.
—Y esto es Paula. —Formó la letra P y se pasó la mano por un lado de la cara, desde la mejilla hasta el mentón. —Esto significa chica —dijo, y se pasó el pulgar por la mejilla con el puño cerrado. ¿Quiere ver cómo combinamos los dos signos para formar el nombre de alguien?
—Sí —dijo él con un dejo de entusiasmo—. Para Juana formamos la letra J con el meñique y luego hacemos un gesto curvo para indicar que tiene pelo enrulado.
—¡Exactamente!
Los dos se sonrieron, y por un momento las miradas de ambos se fusionaron. Paula experimentó una sensación agradable en lo más profundo de su ser y le pareció entender lo que otras mujeres sentían cuando miraban el rostro apuesto de Pedro todas las tardes en las pantallas de televisión. Sin duda era un hombre carismático, y lo sabía. Si Paula no tenía cuidado, él la desviaría de las cosas que había ido a decirle.
—Pedro —aunque lo dijo con palabras, igual repetía cada palabra con el lenguaje de señas, tal como acostumbran hacerlo las maestras que trabajan con sordos—. La doctora Norwood me pidió que evaluara los progresos realizados por Juana. La he estado observando durante varios días. Y creo que mi opinión está bien fundada, pero sigue siendo una opinión. Sin embargo, seré totalmente sincera con usted.
—Eso quiero. Estoy seguro de que usted piensa muy mal de un padre que tiene internada a su hija; durante la casi totalidad de sus tres años de vida, pero yo la amo y quiero hacer lo que es mejor para ella.
Se puso de pie y se acercó a la ventana. Dándole la espalda a Paula, miró a través de ese vidrio tiznado.
—Por favor, observe los signos que hago, Pedro Lo ayudará a aprenderlos.
Él volvió a mirarla como si estuviera a punto de desafiarla, pero se encogió de hombros y volvió a la silla que ocupaba antes.
Ella prosiguió.
—Tiene la fortuna de que Juana no sea totalmente sorda. Estoy segura de que, a esta altura, usted sabe que tiene el nervio auditivo seriamente afectado, y eso es irreparable. Pero la pequeña alcanza a oír algunos ruidos fuertes. Por ejemplo, puede distinguir entre el de un helicóptero y un silbato. —Hizo una pausa para ver si él comentaba algo, pero, como no lo hizo, continuó. —Por desgracia, Juana no conoce el nombre de un silbato ni de un helicóptero. 0 quizá lo sepa y no nos lo indica. No responde en absoluto a ninguna comunicación.
Las líneas a ambos lados de la boca de Pedro se tensaron.
—¿Me está diciendo que es retardada?
—No, en absoluto —dijo Paula con vehemencia—. Es una chiquilla excepcionalmente inteligente. Mi opinión es que lo que le falta... Algunos chicos necesitan ser enseñados en una base individual. Personalmente, creo que el hecho de estar internada ha perjudicado el desarrollo de Juana. Ella necesita el marco de un hogar, donde constantemente esté acompañada por alguien que... —No terminó la frase por temor a que él se sintiera ofendido.
—¿Por alguien que la ame? ¿Eso era lo que quería decir? Ya le dije que yo la amo. No la encerré en esa escuela porque mi hija me avergonzara.
—Yo no quise decir...
—¡Por supuesto que sí! —ladró él—. Puesto que es tan lista, dígame qué debe hacer un viudo con una hija bebita. Sobre todo si esa bebita es sorda. Como sabrá, el instituto de ustedes es muy caro y he tenido que trabajar mucho para poder pagarlo. Además de los honorarios médicos después de millones de pruebas y exámenes que no le dicen nada a uno salvo que su hija es sorda, algo que uno ya sabe, pues de lo contrario no la habría sometido a esas malditas pruebas.
Hizo una pausa para tomar aire y en sus ojos verdes apareció un brillo peligroso.
—Al menos estamos de acuerdo en una cosa: Juana necesita tener una maestra particular. —Se puso de pie en forma abrupta, arrojando lejos la silla sobre sus ruedas endebles. —Pero no usted. —Rodeó con furia el escritorio y aferró los costados de la silla en que ella se encontraba sentada, aprisionándola. —Le advertí a la doctora Norwood que quería a alguien responsable. Esperaba una mujer con aspecto de abuela, ataviada con un suéter bien suelto con enormes bolsillos... y no una chiquilina con un traje de marca. —Paseó la vista sobre el cuerpo de Paula, como realizando una evaluación insultante. —Alguien con pelo entrecano peinado en un rodete, y no con cabellera rojiza con un corte a la moda. Alguien con un leve sobrepeso y figura de matrona, y no con pechos diminutos y ostentosos y un pequeño trasero bien firme.
Paula se ruborizó con furia y se sintió muy molesta. ¡Cómo se atrevía ese hombre...!
—La maestra de Juana debería tener tobillos gruesos y usar zapatos discretos, y no... —Indicó las piernas bien torneadas de Paula, enfundadas en medias transparentes y las sandalias de tacón alto que ella usaba. —Usted no tiene el aspecto de una maestra para una criatura sorda. Parece, más bien, una de las chicas que entregan muestras de perfume en Bergdorf's.
Se inclinó todavía más hasta que su cabeza casi tocó la de Paula. Antes de que ella pudiera reaccionar, él sepultó la cara en el pelo suave que Paula llevaba; detrás de la oreja.
—Hasta huele como una de ellas —susurró con voz ronca.
Por un instante, Paula ni siquiera pudo respirar Pero cuando logró hacerlo, la fragancia de ese hombre la abrumó. Era limpia y masculina y con un leve dejo a almizcle. ¿Qué demonios le estaba pasando? Con un tirón, alejó la cabeza.
—Usted... Déjeme levantarme —le ordenó, y empujó contra su pecho. Sorprendentemente, él se incorporó y se apartó de la silla mientras ella se levantaba de un salto.Paula hizo varias inspiraciones profundas antes de decirle: —Tal vez yo no cumpla con sus expectativas, pero usted por cierto confirmó las mías, señor Sloan. —Pronunció ese nombre como un insulto—Usted no se merece a su hija. Es hermosa, inteligente y dulce, pero se está muriendo. ¿Me ha oído? Se está muriendo emocionalmente porque su único progenitor no se ha preocupado por aprender un lenguaje que ella pueda entender, y mucho menos de enseñarle a ella ese lenguaje. Los padres como usted hacen retroceder la educación de los sordos a la época de Helen Keller. Yo soy una maestra...
—Es una muchacha.
—Soy una mujer...
—Bueno, pasemos ahora a la otra cosa que quiero decirle —afirmó y la señaló con un dedo acusador—. No simule que no le gustó que yo la tocara. Sé que no es así. ¿Cómo puedo saber, entonces, que si la instalo en Nuevo México, usted no se irá con el primer hombre libre que se le presente? ¿No es eso lo que quieren ustedes, las muchachas profesionales liberadas? ¿Un marido?
Paula sintió que el calor de su furia le quemaba las raíces del pelo.
—Yo ya tuve uno. Y no fue un matrimonio muy feliz.
—¿Está divorciada?
—No, él murió.
—Qué oportuno.
Paula se dio media vuelta y se dirigió a la puerta antes de que él pudiera decir otra cosa lamentable. Después de todo, la doctora Norwood la había enviado en esa misión y esperaría un informe. Una vez en la puerta, giró y lo vio apoyado contra el escritorio, con las piernas cruzadas. Su actitud complacida se notaba en la mirada burlona, la posición indolente y la sonrisa que se insinuaba debajo del grueso bigote.
Con mucha lentitud, Paula le dijo:
—Usted es el más arrogante, maleducado e insufrible... —La última palabra la deletreó con lenguaje de señas.
—¿Qué significa eso? —saltó él y se apartó enseguida leí escritorio.
—Averígüelo usted, señor Sloan.
Y se fue dando un portazo.
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