jueves, 24 de septiembre de 2015

SILENCIOSO ROMANCE: CAPITULO 12




—Yo abriré —gritó Paula mientras atravesaba el living para contestar el timbre de la puerta del frente. Había dejado a Pedro en la cocina para lavar los platos del desayuno cuando ella y Juana entraron en el aula para comenzar la clase.


Habían transcurrido tres días desde la escena en el lavadero, pero cualquier recuerdo de ese momento le aceleraba el pulso y el ritmo respiratorio a Paula, y eso le molestaba mucho. Cuidadosamente evitó a Pedro a propósito cada vez que pudo. Lo que más la irritaba era que a él le resultaba muy divertida esa forma de evitarlo.


Él la seguía. Observaba cada uno de sus movi­mientos y calculaba sus reacciones frente a cualquier situación dada. 


Paula, por su parte, le mostraba su enojo con frecuencia, pero con ello sólo conseguía que Pedro riera y la provocara aun más.


Paula abrió la puerta del frente y saludó al hom­bre grandote y barbado de pie del otro lado del umbral.


—¡Juan! Pasa.


—Gracias, Paula. Espero no interrumpir nada.


—No. Juana y yo estamos por empezar la clase, pero eso puede esperar. Ella querrá verte. ¿Sabes?, eres una de sus personas favoritas —dijo Paula y le sonrió a ese hombre al que ella, privadamente, le había puesto el apodo de "gigante bondadoso".


Cierta tarde, Juana y ella caminaban por las calles de Whispers cuando su atención se vio atraída por una tienda de artesanías. El propietario era Juan Meadows: un hombre grandote con hombros an­chos, pecho imponente y un par de piernas como troncos de árboles. Su pelo color marrón oscuro le llegaba casi a los hombros y se fusionaba con una barba frondosa. Un par de ojos marrones y tristes miraban el mundo debajo de cejas tupidas.


Incongruente con su tamaño, que debería resultar intimidante, su disposición era bondadosa y su modo de hablar, suave. Él quedó inmediatamente cautivado con la joven pelirroja que entró en su tienda de la mano de una criatura de aspecto angelical.


La tienda era pequeña, estaba abarrotada de cosas y olía a madera y barniz. Juan fabricaba muebles, así como también hermosas tallas de madera. Sus manos grandes y peludas manejaban con maestría las intrin­cadas herramientas de su oficio.


Paula quedó encantada cuando él le habló a Juana en lenguaje de señas, y los tres desarrollaron enseguida una rápida amistad. Varios días por semana, cuando Paula tenía algo que hacer en la ciudad, ella y Juana visitaban a Juan mientras él trabajaba.



Juana salió corriendo alegremente del aula cuan­do Paula le informó que tenían visita. Se precipitó hacia donde estaba Juan, quien se agachó y alzó a la pequeña por sobre la cabeza con sus brazos fornidos. Juana aulló de gozo.


Esa risa aguda hizo que Pedro se asomara de la cocina y observara con curiosidad al hombre de ove­rol que sostenía a su hija con tanta familiaridad.


—Te traje un regalo, Juana, le dijo Juan por señas cuando la bajó al suelo y se apoyó en una rodilla junto a ella. Metió la mano en uno de los bolsillos profundos de su overol y extrajo una caja envuelta en papel tisú.


Juana la tomó con timidez y miró hacia Paula en busca de aprobación.


—¿Qué le dices a Juan, Juana? —preguntó Paula.


—Gracias, señaló Juana.


Juan le contestó: De nada.


—Vamos, ábrelo —dijo Paula cuando Juana se puso a juguetear con la cinta roja que rodeaba el paquete. 


La chiquilla rió por lo bajo al ver que los adultos indulgentes la miraban. Rompió la cinta y el papel del paquete y levantó la tapa. Adentro había tres figuritas que representaban una familia de osos. 


Juana dejó escapar un pequeño sonido de ooooh mientras sacaba de la caja con reverencia esas tallas de madera.


—Pensé que podrías usarlas coordinadas con un cuento. Hay un papá oso, una mamá oso, y un pequeño osito —dijo Juan con su sonrisa bondadosa y su voz suave.


—Juan, son preciosas —comentó Paula y se aga­chó para inspeccionar las figuras—. Ya lo creo que podré usarlas, y agrego mi agradecimiento al de Juana. Ella las atesorará durante mucho tiempo, estoy segura.


—Me parece que no hemos sido presentados —interrumpió Pedro con una voz cargada de sarcasmo.


Se acercó a Juan y le tendió la mano.


—Soy Pedro Alfonso, el padre de Juana.


¿Era la imaginación de Paula, o Pedro había acen­tuado la relación con su hija?


—Lo siento, Pedro. No te vi o los hubiera presen­tado —dijo Paula—. Éste es Juan Meadows, un amigo de Juana y mío. Es un artesano en madera y tiene una tienda encantadora aquí, en Whispers. Juana y yo entablamos amistad con él en la primera semana de nuestra llegada, y desde entonces lo hemos visitado cada vez que vamos a la ciudad.


—Hola, señor Alfonso. —La mano de Juan rodeó la de Pedro. —Es un placer conocerlo. Tiene una hija preciosa. He disfrutado mucho de su compañía, para no mencionar la de Paula. —Sus ojos marrones la miraron con evidente afecto. Ni él ni Paula notaron el temblor en la mandíbula de Pedro ni el brillo de furia que apareció en sus ojos verdes.


—¿Cuánto hace que vive en Whispers? —preguntó Pedro.


Juan volvió a mirar a Pedro con cortesía.


—Desde que abandoné el college. Hace alrededor de ocho años.


—¿Cuántos años estudió en el college? Sin duda se graduó en varias especialidades.


Paula no podía creer que Pedro se mostrara tan rudo con Juan. Deliberadamente lo azuzaba, y ella no entendía por qué. Lo miró con furia, pero él tenía la vista fija en Juan y no le prestó atención.


Juan no parecía molesto por la hostilidad de Pedro y le contestó con amabilidad:
—Sólo me licencié en filosofía.


—Mmmm —dijo Pedro, con lo cual no dejó dudas de lo que pensaba—. Eso lo explica.


Paula estaba furiosa con él, pero controló el enojo de su voz y le preguntó a Juan:
—¿No quieres tomar asiento y beber una taza de café?


—No, gracias. Tengo que volver para abrir la tienda. Ya llevo una hora de retraso, pero quería traerle estas cosas a Juana. —Miró a la pequeña, que estaba sentada en el suelo conversando con su familia de osos, sin que la tensión que existía entre los tres adultos la afectara. —También quería avisarte que no podré cumplir con nuestra cita de los martes por la noche. Tengo que ir a Santa Fe a recoger algu­nos suministros. Es posible que deba quedarme allí varios días.


Por el rabillo del ojo, Paula vio que Pedro se erguía y cruzaba los brazos sobre el pecho en señal de fastidio.


—Está bien, Juan. Iremos a verte cuando regreses.


—Muy bien. —Le sonrió a ella y luego miró a Pedro. —Fue un gusto conocerlo, señor Alfonso. Pase por la tienda alguna vez.


—Dudo que esa ocasión se dé, pero lo recordaré. —Miró a Paula con sorna antes de agregar: —Y ahora que estoy viviendo aquí, también dudo que Paula y Juana lo vean muy seguido. Me propongo mantenerlas ocupadas.


Paula estaba llena de furia y de vergüenza. Las implicaciones de las palabras de Pedro eran claras, y a Juan no se le habían pasado por alto; la miró con expresión de desconcierto y, después, sus cejas tupidas se alisaron sobre sus ojos marrones, que reflejaron sólo comprensión, sin rastros de censura.


Paula tuvo ganas de abrazarlo por su bondad y su tolerancia innatas.


Juan se arrodilló al nivel de Juana y ambos intercambiaron varias frases. Paula trató de atraer la atención de Pedro, pero él, intencionalmente, man­tuvo la vista apartada y se puso a examinarse el pulgar con total concentración.


—Lamento haber demorado tu clase, Paula —dijo Juan al ponerse de pie—. Espero verte pronto.


—Gracias de nuevo por venir y traerle el regalo a Juana. Vuelve pronto —dijo ella, sinceramente.


Juan miró a Pedro, quien se limitó a asentir y a decirle:
—Señor Meadows —pero sin repetir la invitación que Paula le había hecho.


Juan devolvió la inclinación de cabeza de Pedro y dijo:
—Paula.


Después, transpuso la puerta y bajó los escalones del porche.


Paula cerró la puerta con suavidad y controló el impulso de golpearla con la furia que deseaba dirigir a Pedro. Giró lentamente para enfrentarlo. Él la es­peraba con las manos en las caderas.


Paula estaba que volaba de furia, y le tembló la voz cuando dijo:
—Estuviste increíblemente rudo con ese hombre agradable y considerado, y quiero saber por qué.


—Y yo quiero saber por qué has estado arrastrando a mi hija a andar con un hippie de mediana edad.


—¡Hippie! —gritó ella, indignada—. ¿En qué libro de historia encontraste eso?


—Pertenece a la década del sesenta, por el amor de Dios. Es un tipo sucio y peludo. Es un milagro que no usara collares de cuentas. Y que se llame Juan. El Amado —ridiculizó—. Los de su clase no pueden salir adelante en el mundo real, así que se convierten en estudiantes profesionales o hibernan en ciudades de montaña y se llaman artesanos. Pare­ce un yeti. O el tío peludo de los Adams.


—Usted lleva bigote, señor Alfonso —señaló ella.


—El mío no tiene rastros de dentífrico —le gritó él.


—¡Acabas de decir que es sucio! Decídete.


Él la fulminó peligrosamente con la mirada y se le acercó con dos zancadas. Le tomó los brazos y la acercó a él.


—¿Qué es eso de que tienes una cita con él todos los martes por la noche? ¿También llevaste a Juana en esas ocasiones?


—Así es. Todos los martes por la noche, Juan mantiene su tienda abierta una hora más tarde. Nos encontramos con él cuando cierra y vamos a comer juntos.


—Estoy seguro de que, siendo un hombre tan agradable y considerado —dijo Pedro, despectiva­mente—, te habrá traído siempre a casa. ¿Cuánto tiempo se queda entonces aquí? ¿A la mañana si­guiente abre su pequeña tienda una hora más tarde?


Lo que Pedro estaba sugiriendo era tan absurdo que, si Paula no hubiera estado tan enojada, se le habría reído en la cara.


—Eso no es asunto tuyo —saltó ella.


—¡Vaya si lo es! ¡Ésta es mi casa!


—No todo el mundo es esclavo de sus instintos más bajos... como usted, señor Alfonso —lo acusó Paula con mordacidad.


—Yo te mostraré mis instintos más bajos —gru­ñó él—. Hace mucho tiempo que deseo hacerlo. —Volvió a apresarla, y esta vez Paula no tuvo forma de escapar. Los brazos de Pedro apretaron los de ella al costado de su cuerpo. Los esfuerzos de li­brarse eran inútiles, pero Paula apretó los labios y los dientes y le negó el beso que él buscaba con su boca apremiante.


Al cabo de un momento prolongado, él levantó la cabeza. 


Paula tenía los ojos bien cerrados, pero la curiosidad pudo más y los entreabrió. Vio la cara de Pedro encima de la suya.


—Tienes miedo de besarme, ¿verdad? Sabes lo que te ocurre cada vez que lo haces, y luchas contra ello, ¿no es así?


Paula no podía creer tanta audacia y engreimiento.


—¡No! —exclamó. Él sonrió y dejó caer los brazos.


—Entonces demuéstramelo —la provocó—. Bésa­me y convénceme que no te produce un cosquilleo en todo el cuerpo. —En sus ojos había una expresión desafiante mientras él la miraba de arriba abajo y se demoraba en los lugares que sabía que reaccionarían ante un beso suyo.


Si él hubiera tratado de obligarla a que lo besara, Paula podría haberse resistido; pero fue precisamente el tono burlón lo que tuvo efecto sobre ella. No podía darle la espalda. La furia que sentía había llegado a un punto de ebullición. Era obvio que no podía luchar físicamente con él y ganarle, pero podía vencerlo de otra manera. Le demostraría que no sucumbía ante sus encantos como les pasaba a las otras mujeres. Le mostraría que no era susceptible a su sexualidad.


Los ojos de Paula se entrecerraron y parecían carbones encendidos cuando levantó los brazos y tomó la cabeza de Pedro entre las palmas de sus manos. Vaciló un momento, pero cuando él arqueó una ceja, ella siguió adelante en forma todavía más decidida. Para él, todo eso seguía siendo un juego.


Le rozó los labios con los suyos. Él no respondió y pareció dejarle la iniciativa. Paula le mordisqueó los labios debajo del bigote y sintió que él se estremecía apenas, lo cual la impulsó a no detenerse.


Con la lengua le delineó los labios hasta que por fin se abrieron. Antes de que la sensatez o el sentido común pudieran detenerla, Paula le metió la lengua entre los dientes. 


Se dijo que era sólo un reflejo condicionado y no una suerte de shock eléctrico lo que la hizo tomarle la cabeza con más fuerza y ba­jársela más cerca de la suya. Era una reacción física y no una necesidad emocional lo que llevó su cuerpo contra el de Pedro hasta que sus pechos quedaron muy apretados contra el torso de Pedro.


Movió la cabeza y buscó su boca con la lengua. Todavía él no la había rodeado con los brazos. Él tenía una actitud complaciente pero de no partici­pación.


Los sentidos de Paula se bamboleaban. Había aceptado el desafío de Pedro pero luchaba para no convertirse en víctima de su propia estrategia. Hasta el momento, no había logrado quebrar la indiferen­cia de Pedro. La sangre que fluía con rapidez por sus venas era la suya; y no era la cabeza de él la que pulsaba con el ritmo y la vibración de un tambor, una pesadez palpitante en el centro de su cuerpo era una prueba certera de que ella era una mujer que respondía a un hombre.


Pero no podía permitir que él se diera cuenta; debía conseguir que él respondiera y ocultarle su reacción. La causa estaría perdida para siempre si ella no ganaba esa batalla.


Con los labios siguió jugueteando con la boca de Pedro antes de desplazarse a su mentón y su cuello.


 Tímidamente bajó la mano e investigó el triángulo que estaba en la base de su garganta. Con curiosidad exploró el vello áspero de su pecho. Haciendo a un lado toda cohibición, y diciéndose que sus acciones se debían al deseo de ganar y no a un viejo anhelo de tocarlo, deslizó la mano dentro de la camisa de Pedro y pasó los dedos sobre los músculos, debajo de esa mata de vello oscuro.


La respiración de Pedro se aceleró y Paula oyó un leve gemido de angustia. ¡Espléndido!, Pensó. Está funcionando. 


Sin darse cuenta de su propia temeridad, llevó los labios a ese hueco en el cuello de Pedro que sus dedos conocían tan bien y lo exploró con la boca.


Su mano encontró ese botón duro y marrón oculto bajo el vello del pecho y jugueteó con él.


Un gemido animal grave brotó de la garganta de Pedro un instante antes de que sus brazos la abra­zaran y la aprisionaran contra él con una ferocidad asombrosa. Los brazos de Paula le rodearon el cuello en el momento en que la boca de Pedro se fusionaba con la suya y sus cuerpos hacían otro tanto.


Él le introdujo la lengua en la boca como para reclamar lo que era suyo y disipar cualquier objeción que pudiera sugerir lo contrario. La necesidad de demostrar indiferencia ya había desaparecido. Paula supo que la partida había terminado y estaba dis­puesta a reconocer su derrota si Pedro la seguía besando de esa manera. Con gusto quedaría sofocada bajo esa agresión celestial.


Juana fue la que los trajo de vuelta a la realidad. Jugaba con la familia de osos que Juan le había regalado cuando vio que su papito y Paula se estaban besando. Se puso de pie y empezó a tironear del pantalón de Pedro, reclamando atención y queriendo participar de ese nuevo juego divertido.


Pedro se apartó de Paula y se quedó mirándola un buen rato. 


Sus ojos estaban velados por el deseo, y entonces ella se dio cuenta de que la victoria no era de ninguno de los dos. 


Su beso lo había perturbado y excitado tanto como a ella el que él le había dado.


Juana no aceptó que no le prestaran atención y siguió tratando de pasar a primer plano. Pedro apartó la vista de Paula y se agachó para alzar a su pequeña.


—¿Quién es esta personita? ¿Quién es la que no me deja tranquilo ni un minuto? —preguntó Pedro con tono juguetón y le hizo cosquillas a Juana en el estómago. Ella pasó un brazo regordete por el cuello de Pedro, y otro por el de Paula, uniendo así las tres cabezas en un beso ruidoso. 


Soltó una carca­jada y volvió a hacerlo. Esa ceremonia del beso se repitió varias veces hasta que todos reían a más no poder.


—Creo que hoy habrá asueto de clases, ¿no estás de acuerdo? —le preguntó Pedro a Paula por encima de los rizos rubios de Juana—. Ese auto me está costando demasiado dinero para dejarlo estacionado afuera. ¿Por qué no vamos a Alburquerque para que yo lo devuelva en la compañía de alquiler de autos? Cenaremos en alguna parte y después volveremos. ¿Crees que Juana podrá soportar el viaje?


—Seguro que sí. De todas formas, necesita un descanso. ¿Qué te parece que me ponga? —Lo pre­guntó porque no sabía si debía ir de jeans y esperar cenar hamburguesas o usar ropa más formal para hacerlo en un restaurante elegante.


Él le recorrió el cuerpo con la vista.


—Me da lo mismo —dijo. Y, con los ojos, le dijo que ella podría, incluso, no ponerse nada encima.


Pese a la pasión que había exhibido apenas mo­mentos antes, Paula se puso colorada y alzó a Juana.


—Estaremos listas dentro de media hora —dijo deprisa y subió muy rápido las escaleras.







2 comentarios:

  1. Wowwwwwww, qué intensos los 3 caps Carme. Geniales.

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  2. Muy buenos capítulos! cómo van a seguir con el histeriqueo ahora que Juana los vio?

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